El Barón Bermejo [Jornada XXXVI. Sinopsis]
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En el episodio anterior se describieron cualidades, cataduras e implantes quirúrgicos de Lynette y Misolinda, dama y señora respectivamente del caballero concursante. Por las Redes circulan instantáneas y recreaciones artísticas de Lynette. Todas ellas desdicen su hermosura actual de alma bella, que no procede sólo de su edición genética y rediseño fisiológico, sino de lecturas elegidas y experiencias meditadas, pues cada cual es hija de sus decisiones. Y lo hermoso no es más que el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar, admirable en la medida en que, indiferente, rehúsa destruirnos. Lo dejó escrito Rilke: “todo ángel es terrible”.
Quedó EliCA, la monja euskárica, bien dormida y tapada en su jergón y reconstruido eremitorio, manque nos tememos que también “deprivada”, sea esto entendido en sentido metafísico más que sexual. Quedaron, no obstante, sus siete gatos ahítos de pescado fresco. La llaman EliCA la Abandoná, recordando con aprecio a los alumbrados a los que persiguió la Santa Hermandá mucho antes de que se multiplicaran los géneros y se desextinguieran especies.
Con pena por dejarla sola en el monte, Radón el hebreo acuerda en el secreto del sí mismo estudiar la cristología de la beata Juliana de Norwich, avatar de EliCA. No cree que ello traicione el pacto que tiene con su dios étnico. Arriba en el monte, en un momento de descanso y mientras reconstruían su templete, supo que Juliana había desarrollado una cristología en la que se revelaba Cristo como Dios inmanente: en la hierba, en el animal, en el hombre, en el alien… A la pregunta de por qué había abandonado la urbe, EliCA-Juliana respondió que en la ciudad sólo veía ceguera de ojos sanos, miradas perdidas y que la mayoría de los límites necesarios los construimos nosotros mismos y sobran en la gran urbe muros, que construyen otros, muros convencionales e inútiles… Rumiaba aquellas palabras el sefardita del penacho amarillo cuidando no resbalar por la pendiente que les conducía a la Cala del Caimán mientras Bermejo y Álex conversaban sobre liberalidades. En efecto, casi rodaban por una peligrosa senda entre dos acantilados que parecían de madera quemada y luego helada cuando Álex el Morado, insensible a la belleza del paraje, le fríe la sangre y le come el coco al barón, al no admitir la universalidad ‘de re’ de la categórica afirmativa «Los caballeros son liberales».
Y por tener la cabeza en otra parte y no por donde se pisa, resbala Tordés y se agarra al pollino para no caer cuando la noble bestia le aguanta. Mira con horror el animal Sinnombre la posible caída donde llueven escorias y chinorros, mira a Tordés suplicante y casi habla. Por fin y sin más sustos ni sinsabores llegan a la escasa playa donde el embarcadero y el chiringuito. Oyen canciones de vera-no y son bien recibidos por el dueño Hernando. Atan al Sinnombre fuera, que se sacude y alivia donde todavía crece la hierba. Ellos se lavan y se sientan a yantar.
Sinopsis en el chiringuito de Hernando
Mientras disfrutaban de unos chopitos asados regados con Blanco Pescador de Perlada, ligero vino de aguja, Bermejo hace acopio y bagaje de lo vivido en el parque, al que ha de volver por el Mar Ilusionante en busca de su Lynette. De nada valen las experiencias si no se reflexionan, razón por la que hay viejos tontos y jóvenes sabios…
Habían pasado ya meses desde que el barón Bermejo, cuyo nombre real desconocemos, abandonara su hacienda de Vandalia comprometido en el rescate de la dama de sus pensamientos. En el Parque pluritemático, un inmenso espacio inseguro de geografía incierta y cambiante, se perdía mucho la señal reticular en territorios sin cobertura. Tras sufrir penalidades con cuento nuestro paladín recurrió a su vieja amistad con Tordés, Radón y Álex, probados y enteros caballeros, también entecos, menos Tor el Recto que cabalgaba y calzaba orondo, con los pies un poco hinchados. Ellos le guardarían las espaldas al barón. Bien es verdad que aun solo y magullado tras el descuido de la Aldea del Godo, Bermejo había descabezado al Paladín Soberbio en dura y justa lid con su espada en modo jineta nazarí, tras resbalar peligrosamente en una caca de perro, como le profetizó la vieja arpía en la Aldea del Godo.
En la Fuente de la Vida, el Búho Orejudo no hizo sino confirmarles que la Ética es ciencia problemática y dilemática porque el bien y el mal andan confundidos, en secuencias paradójicas en las que no hay mal que por bien no venga ni bienes que no acaben plof plof, estallando como pompas de jabón. Dada la esencial corrupción de Naturaleza y Mundo, o sea de este valle de lágrimas –reflexionaba Bermejo-, la huida de Cèdrik Wolken, pintor de nubes, resultaba una opción tan digna como el rústico telescopio construido por Tales en el suelo, al que la ignorante sirvienta llamó “pozo”. Mirar el cielo y las maravillas divinas o estelares nos eleva por encima de nuestra menesterosa condición. Sólo imaginarse como imagen divina o mona de diosa ya mejora el propio rostro, aunque no se confirme como diosa mona.
Tras darse de bruces con Beberly, optimate estéril, inspectora educativa y psicopedagoga psicodélica, admiradora del régimen educativo de los hormigueros, estuvo claro que Haltamisa, gran doctora y curandera, poderosa maga cubana, les sometió a una prueba antes de permitirles visitar el Hospital Central y concederles audiencia. Y sí, liberaron a una geóloga violentada misteriosamente por un gigante beodo, cómplice de un duende gobelino muy dotado, y eso como quien pelea con fantasmas y hologramas.
Asuero, más conocido como El Judío Errante los entretuvo a conciencia narrando sus experiencias en los tiempos de Cleopatra. Más tarde dejaron de lado la Fosa de los Hipócritas en la que se hundían gentes que disfrazaban su soberbia con plomizas banderas populistas. Bordeando la Fosa contemplaron el horrible espectáculo de cuantos agitaban su angustia obnubilados. Los diablos de Malagarra, primo de Bocachancla, los agarraban de sus miembros y se los llevaban por el aire. En mitad de la estepa y tras sacrificar un venado invocaron a Atalanta, protectora venatoria. La semidiosa se les apareció hombruna y pesimista. Los abandonó perplejos y asustados con su plática de virago resentida volando hacia el bosque con perfil de mariposa Almirante.
Más al norte y un tanto desnortados en el Santuario de Lohizo, Bermejo tuvo que ser víctima de algún hechizo para disfrutar montándoselo con la monja portera (mulier super virum), una pícara y muy educada nonagenaria antenada. Si no, no se explica, aunque algo se podrá comprender si se tiene en cuenta que Eucrocia Filojalia había sido diseñada durante el caducado programa de “beneficio procreativo” con superfacundia galanteadora, gónada evaginante y esporádico furor uterino. Quiso Eucrocia retener a Bermejo para sí y, desdeñada, tomó forma de bacante destructora y colocada en el cortejo de Dionisio.
La garbosa pero extraña cópula de Eucrocia y el barón Bermejo fue comidilla de horteras y pelagatos en varias redes y cabreó a Misolinda, legítima esposa del barón, quien, más que por la debilidad adúltera de su compañero, se afrentó por la edad secular de la monja cotorrera, no quería pasar la señora por cornuda vicuña ni por cornuda quiritaria, que esa es, según definición de don Camilo, la que padece cornofobia y un sentido de la propiedad conyugal obsoleto, propio del derecho romano, pero Misolinda no tuvo más remedio que representarse cornuda vergonzante e insistir en que Bermejo había sido víctima de la heterofalia de alguien tan bizarramente producida que era capaz de excitarse pensando en una coneja copulando con un poeta épico o en los monaguillos introduciéndose pinzas de colgar la ropa por el ano y hasta dispuesta a ser la ardorosa felatriz del trovador Teobaldo o a tañer la cítara con la pipa.
Del Monasterio de Eucrocia tomó Tordés por escudero compartido al bailarín Armenio al que luego rebautizaron Artemio, huérfano reducido que se aburría entre las verdades santas y las certidumbres científicas de Lohizo. Ya de camino y urgidos por la presunta situación de Lynette, Tordés cuenta a Bermejo su pasión inútil por Julia, una inteligentísima y linda paralítica a la que amó con desesperación casta y por cuya atención peleó a muerte con Ardán Tribulante venciéndolo a verso limpio.
En la aldea de Fonterrisa conocieron al juglar Macías y en Le Coin de Poulenca, pretencioso mesón afrancesado, Álex fue herido por el fantasma rabioso (Ikiryoo) de una dama japonesa pogonofílica (fanática de las barbas) que se hizo reclusa en un caracol del Sendero de Kitaro cuando el poeta calé del que se había enamorado se afeitó cruelmente. Allí también conocen a los guineanos Yaloo, Alfa y Mamadú, y visitan el museo de este último dedicado a la Poliginia falócrata, un tipo de poligamia arqueológica al servicio del megalómano “creced y multiplicaos”. Allí supieron de las trapacerías de un endriago pederasta al que debían neutralizar y abatir con riesgo de sus vidas, buscando honra y prez.
Tras pasar mala noche en una fonda apestosa de desatada y desalmada lujuria no especista, Bermejo consulta con la teratóloga argentina Paula Ruggein y en el Ayuntamiento de Fonterrisa, tras larga espera kafkiana, obtienen un permiso para cazar especies exóticas no protegidas, tales como el endriago. Recuerda Bermejo cómo buscaron fatigosamente la guarida del monstruo para dar con el avatar de un flautista de Hamelín que se hacía pasar por endriago, el cual, con falsedades y mentiras retenía a Ausonia, una joven y prometedora marciana que había escapado de dos otelas celosas: Urganda la Bruja en el planeta rojo y Asarina la Cabalista en el Kepos de Lohizo. Entre sufrir los acosos de una y otra, la pobre Ausonia fue despachada como esclava sexual y prostituida en una orgía espectacular y global cuyos cacharros, jadeos, suspiros, gritos y susurros se versionaban y vendían en cien idiomas. Ausonia pasó en la gruta del pseudo-endriago una noche en abrazo casto con Radón, que veía en ella un trasunto de su hija adoptada Moira, reventada por un camión en Metrópolis. Ausonia mantenía un extraño entrelazamiento cuántico (fusión de almas) con su padre Titonio y había seguido a Radón desde el Kepos hasta que, cerca de Fonterrisa, fue seducida por la flauta del pseudo-endriago, al que sin contemplaciones de si era o no era pederasta degolló con nocturnidad y alevosía. Entonces la rojiza marciana partió hacia Meseta Alta con una jauría de “coyotes” y la vocación decidida de convertirse en traveler influencer y personal shopper.
Por fin, los caballeros llegaron al Hospital de Haltamisa, centro radial del Parque politemático. A las finezas y galanterías que hicieron a la doctora del Hospital Central del Parque, la poderosa taumaturga contestó con finezas y cuatro valiosos regalos: la amonita negra de santa Hilda que protege de la angustia de género fue para Álex; el sagrado escarabeo de esteatita con promesa de resurrección inmediata fue para Radón; las pepitas de San Ignacio que obligan a quien las chupa a decir la verdad, para Tordés; y el pentáculo de dos herpetos que permite discriminar milagrosamente lo real de lo imaginario, para Bermejo. Al ofrendar sus dones pidió Haltamisa favor a los caballeros de recuperar el mecanoescrito de su doncel favorito, que según sus noticias había sido asaltado cerca del arruinado templo de Anteo por unos secuaces de Salmanto, ahorcador de pecheros, perseguidor de doncellas, apaleador de monjes, ¡maldito hereje blasfemo!
En el Hospital se trataban diversos, adversos y perversos humores malignos, que se describen en el episodio XIX con detalle erudito aportado por Haltamisa la terapeuta. Allí había dejado muestras de su hilaridad sediciosa el barón Hakeldama. La visita al dispensario siquiátrico culminó jovial en bailongo y farra. Bermejo bebió mucho, durmió mal y recordó en pesadilla su sinus pilonidal y distintas tribulaciones antiguas, de cuando sus hermanas convertían su forma de vestir y afeitarse en arma revolucionaria. Aquella resaca sería el anticipo de un encuentro amargo con el pastor Pedro Lino, un tipo bipolar que dijo haber tenido comercio carnal e incestuoso con Lynette. ¡Menos mal que poco más allá Bermejo desengañó las mentiras del falso pastor! Eso fue en el Esnaar.2 recomendado en la Guía de la Asociación de Solidaridad Caballeresca y regentado por dos viejos artistas conocidos: la pareja oceánica de Nicolaï y Aloï. Entonces el barón repuso la imagen de Lynette en el más hondo y sublime altar de su corazón. Pero…, si el Doncel Jaime Remolino se había travestido en pastor y presunto sacrificador de dragones indios montaraces, ¿quién dormía el sueño eterno en el mausoleo de Haltamisa? Esta inquisición era más propia para inspectoras suecas o analistas clínicas, que para caballeros andantes. No obstante, con Tordés y Armenio (Artemio), Bermejo devolvió el enigmático Esmeraldino Hortal, supuesto mecanoescrito del doncel Jacques o Jaime o Jacobo o Yago, a su enamorada dómina Haltamisa, a la que tanto goce había dado el Remolino cuando se hacían uno en lecho florido, lo devolvió con la inquietante pregunta…
Continuará…
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José Biedma López