El Barón Bermejo [Jornada XII. Fonterrisa: Alfa y Macías]
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Graphosoma semipunctatum, chinche trovador.
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– ¡No fallezca ahora vuestra discreción! –pidió Tordés a Bermejo mientras a la par se acercaban a la aldea oyendo voz de juglar. Detrás, el sefardita Radón y el ballestero Álex tan bien emparejados, conversaban al paso. A la colas, el escudero Armenio meditaba, tranquilo con su nueva suerte, contento de haber dejado atrás el Kepos de Lohizo. Y en efecto, al hostigo del primer muro de la primera casa de la aldea, hallábase entonando un juglar. Una enorme encina cercana le ofrecía un brazo de sombra.
Enteco de carnes, menudo de cuerpo, sonrisa perenne, grandes ojos en los que se previene triste y desdichada belleza, muy negros y subrayados por el estudio y el otear de sendas y caminos, bigotillo de color incierto que desemboca en perilla, capucha cornífera y polícroma, capa florentina verde, aljaba corta morisca, jubón de terciopelo rojo y zapatos hebillados en plata. A su espalda una cítara para acompañar cantares. Le preguntaron los caballeros por la villa y el jocularis les soltó que bien sabía jugar salterio, arpa y laúd, pero que de los paisanos no sabía gran cosa. Insistió en que lo mismo entonaba viejas fazañas, que canciones de clerecía; lo mismo jarchas, que poemas sufíes o tonadillas de escarnio y vituperio. Podía decirles, eso sí, que la villa se llamaba Fonterrisa. Acababa de llegar, forastero como ellos. Luego pidió permiso para acompañarlos hasta la taberna y cogió el paso del palafrén de Armenio.
Ataron los animales a unas argollas y entraron. La taberna se presentaba como mesón de siete palillos japoneses (hashi), ¡gran categoría para establecimiento de aldehuela, poco más que cortijada!, pensó Bermejo. El interior, limpio, minimalista y concurrido a la hora del aperitivo, no a tope. Álex, nervioso, buscaba tabaco. Con la esperanza de que traficara con la hierba prohibida se acercó a un oscuro encanecido que tragaba cerveza en la barra. Marcaba al africano tosco tatuaje en un pómulo. Los demás se sentaron esperando la atención del camarero. Álex pidió lo del tatuado. Pronto se presentaron y Alfa Yaloo, que así se llamaba el hombre de ébano, aprovechó para contarle su vida al Ballestero:
– Mi madre Aizatu tenía veintiún años menos que mi padre, Mamadú. Era su segunda dueña y me dio a luz con doce años. Tengo seis medio-hermanos. Nacimos en la región guineana de Kundara. Pertenezco a la milenaria etnia de los Yaloo del pueblo Fulbhe o Fulani, cuya lengua es el Pulaar de los Toroobe o Tuculer, pueblo de origen nómada y legendaria tradición ganadera que, procedente de Etiopía, se estableció en los montes del norte de Guinea, escogidos por sus buenos pastos, en torno a la ciudad de Labé. Los yaloo hemos desarrollado en siglos pasados una agricultura original con nuestros jardines de Kuntuuye y una literatura propia en pulaar, escrita en árabe. Mi edad es incierta porque los registros desaparecieron en las guerras sínicas, pero mi abuela fue curandera en la teocracia de los Fuuta Yaloo. Cuentan que un retatarabuelo mío, Alfa Yayá, se levantó contra los franceses y murió exiliado en Mauritania. Cuando vencieron los chinos, una parte de mi familia se refugió en Senegal. Yo volé con mi segunda dueña, Rama, a Europa. Luego me abandonó, acreditándose como dama de un dron de primer nivel con aspiraciones de caballero.
Álex no sabía cómo detener la facundia cervecera del guineano. ¡Entregaría el alma por un cigarro! Mas los ojillos de aquel superviviente brillaban sobre una sonrisa tan serenante y simpática como la orilla de un mar tranquilo limpio de plásticos. Le preguntó si se confesaba musulmán. El africano respondió que él había creído sobre todo en el dios de los supermercados, pero ahorea con su enfermedad, lejos de los suyos y perdido en aquel Parque de la floresta triste, ya dudaba… Tras dar un gran sorbo a su cerveza, siguió:
– Los papeles que tengo me hacen vecino del barrio mosquée de Kundara, casado, y con los delitos penados o prescritos. En África, dos matronas me dieron cinco hijos a los que no he visto crecer. Viajé a América donde conviví con otra no optimizada. Con ella no llegué a procrear ni me escogió por dueña… No aguanté aquel perpetuo enfado de dame, tráeme, esto deseo, esotro quiero… Por fin, ejercí en Valencia diez años de “gorrilla”, aparcando y guardando coches por las propinas; se me toleraba con categoría de dron refugiado, de tercer nivel. Volví con Rama que me acogió, pero discutimos un día por el mando de la televisión y le rompí un dedo. Me encarcelaron y declararon dron no domesticado. Enfermé de tres tipos de artritis: psoriásica, anquilosante y reumatoide. Al fin, acepté la reducción emasculativa. Al cabo de seis meses me ofrecieron como redención un puesto en el Parque. Mostré mi discapacidad de un 34% y me postulé como jardinero. Cuento todo esto porque sois forasteros y por tanto los únicos de Fonterrisa que no me conocen, pero no creas que soy de los que vomitan pesadumbres.
– ¡No lo creo! Pero, amigo Alfa Yaloo, ¿sabes dónde puedo conseguir tabaco? – No, sólo paso anfetas. Las pillo legalmente, me las recetaron porque me duermo de golpe, en cualquier sitio… -Eso dijo Alfa y miró con intención a la izquierda donde un oriental comía insectos
fritos. –Inmediatamente cerró los ojos, apoyó la cabeza en un brazo, este en la barra, y se puso a roncar montado en taburete, tremendos resuellos que a nadie parecían sorprender ni ofender.
– ¡Narcolepsia! –exclamó el oriental, señalándole con un insecto entre los dedos-. A partir de los sesenta, en Fonterrisa es muy frecuente, ¡una epidemia entre reducidos!
Ya estaban servidas las bebidas de los caballeros, del escudero y del juglar, por una máquina lista y brillante. Mientras bebían, este cantaba con gracia la historia de Milón crotoniata, el cual se ejercitaba cargando con un toro a cuestas. Tanto ensayó que en los juegos de Olimpia corrió con él y ganó a todos. Coronado de laurel, Milón mató de un puñetazo al toro y se lo comió en un día. “Os doy mi palabra, a fe de caballero, ¡eso hizo Milón! Así se las gastaba”-concluyó. Y repitió la historia del crotoniata en verso mientras Armenio daba, al son de las cuerdas de la cítara, muy gráciles pasos de danza… “Algo parecido se cuenta del vasco Sotillo que derribó con la testa a un torete de tres años. Pero no debéis de pensar que esta es la fuerza que conquista mundos y somete voluntades. Sólo los niños, los tontos y los salvajes piensan eso”. Carraspea el juglar, traga un sorbo de vino y añade:
Fuerza se llama, mas no fortaleza,
la de los miembros, o gran valentía;
la gran fortaleza en el alma se cría
que viste los cuerpos de rica nobleza,
de cuerda osadía, de gran gentileza
de mucha constancia, de fe y lealtad:
a tales esfuerza su autoridad,
que débiles hizo la naturaleza. [1]
Radón pidió un ágape austero para él y sus compañeros: orejas de fraile revueltas con huevos, y orejas de ratón revueltas con pimientos (Pleurotus ostreatus y Tricholoma myomyces), según la minuta las setas procedían de la Alfaguarilla y del Camino de los ángeles. ¡No podían estar malas!
– ¿Cuánto has pedido? –preguntó Bermejo.
– Tres y tres, y tres ensaladas. Para seis que son dos treses.
– Porque tres fueron los Geriones, reyes de Tartessos.
– Y tres los aplausos que recibió Eurídice de vuelta a los infiernos. ¡Y a Orfeo que le den tres ochíos!
– Tres fueron los Magos que adoraron a Jesús –añadió Álex que volvía frustrado de la barra, pensando que tal vez el juego y la ingesta de comida aplacarían su síndrome de abstinencia del tabaco.
– Tres hijos tuvo Noé: Sem, Cam y Jafet. Y tres cabezas, la Quimera.
– Tres ángeles hospedó Abraham y tres cortesías les hizo: lavatorio, comida y sombra de árbol, -esto aportó el Juglar a la chanza.
– ¡Insuperable!
– Tres parcas, tres sirenas en Trinacria, tres fueron las furias; y las arpías, tres.
– Tres enigmas proponía la esfinge tebana: por el ente vivo de dos, de tres y de cuatro pies.
– Tres son los géneros del hablar: sublime, templado y llano.
– Y los libros sibilinos, tres –remató Radón. Y ya venían los platos de la cocina, servidos por un oriental azafranado.
Y en la sobremesa preguntó el del Penacho al juglar por su nombre. Todos lamentaron que no lo supieran todavía, ¡bestial descortesía!:
– Me llamo Macías. Me lo puso mi madre en recuerdo de Macías el enamorado, pues has de saber, caballero, que antes que juglar y bufón, fui también doncel letrado, y buen trovero, pero los tiempos no están para contar bellas desdichas, sino para hacer reír con chistes gruesos…
– ¿Macías? ¿Quién fue Macías? –preguntó Tordés. – ¿Cómo no lo sabéis, señor? Gran trovador nacido en Padrón, como los pimienticos que pican unos y otros no. Brilló en la corte de Juan II, rey de Castilla y León. Vestía de negro con algún detalle rojo sangría. Hay quien lo recuerda como doncel de Enrique de Villena [2], el sabio al que el pueblo bárbaro infamó de brujo y afrentaron de hechicero, y cumplió su cortés y trágico destino en Andújar, donde la que no es desenvuelta pasa por bruja. Hasta allí soñaba con su Elvira y despierto también la escuchaba en ausencia, mientras ella, obediente a su padre (¡qué tiempos!), adoptaba a otro tipo, un tal Pérez, por servidor y marido. Pero para el trovador gallego no había cerrojos ni muros que alejar pudiesen a su amada de sus brazos y prefiere la muerte a su olvido. Ofendió Macías con osadía todo recato e invadió la alcoba de Elvira, ya señora, para recordarle las dulzuras que gozaron con su jollamar de amantes tempranos, y con la esperanza insensata de jollamar per secula secularum arbitrando al Amor como único lazo indestructible entre amantes verdaderos, cuyo templo es Universo, bajo la única autoridad del arquero ciego que con un dardo atravesó dos corazones. Y así quiere el trovador que huyan juntos Macías y Elvira por el campo, que busquen
una cueva donde el bosque y las fieras, sin timbres, sin dineros, sin blasones, sin contratos. ¿Qué me dicen, señores? Un simple trovador, un soldado aventurero, un doncel guapetón, aspira a encerrar a doña Elvira en el nudo de sus brazos sin más interés que el de satisfacer un loco sentimiento… ¿Lo pueden imaginar? Y Macías intenta el chantaje emocional: “Cuando mi muerte sepas, en tu oído / siempre estará mi nombre resonando” [3].
Dijo esto el juglar y paró para sopar una buena cantidad de orejas de fraile empapadas en huevos. Sabía administrar los silencios, jugar con la atención de los presentes. Tragó vino y siguió:
– Y Macías no se cansaba de zurear alrededor de Elvira diciéndole: “Siempre estará mi nombre resonando en tu lecho cuando te acuestes con otro. Siempre al amante buscarás lejano. Entre tu caballero y tú, entre tú y tu esposo, mi sombra airada se alzará para tu espanto”. Así la amenazaba Macías.
– ¿En qué quedó todo?
– Por merecer a Elvira irritó a los nobles y corrió desafiante contra muchos y sucumbieron los dos a las espadas en Arjonilla. En ese mismo pueblo del Santo Reino nació siglos después un sabio que tradujo a Kant, se convirtió al cristianismo oyendo a Berlioz y murió sacerdote y santo… En este momento no recuerdo su nombre…[4], pero sí que un tal Titos Lomas describió su ontología.
Continuará…
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José Biedma López
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Notas
[1] Juan de Mena. El laberinto de fortuna, 211. He modernizado la ortografía.
[2] Mariano José de Larra.
[3] Verso de la tragedia Macías, escrita por Larra.
[4] Macías el juglar se refiere a Manuel García Morente, par de Ortega y Gasset en la Universidad de Madrid durante el siglo XX.
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