El Barón Bermejo [Jornada XLVIII. La dama del lago]
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Se les hizo de noche y decidieron acampar al borde de aquella loma. Hicieron fuego de verdad, como sus antepasados. La luna incrustaba una franja de plata en la turmalina del lago que dormía a sus pies. Bermejo miró a los suyos. Tordés consultaba su Lark junior, un chatbot para diabéticos e hipertensos. Tordés, a causa de su diabetes, estaba autorizado por las dominaciones del parque a usar esa aplicación en el comunicador, externo, no implantado, con la forma de un celular de los tiempos de María Castaña. El Ballestero seguramente estaría conversando con su Huebot inserto, al que llevaba tiempo acudiendo para prescrita terapia conversacional a causa de su condición de quimera real, sexualmente bipolar y genéricamente ambigua, a veces fluida, siempre trasversal. Tres sesiones por semana, en secreto. A estas horas seguramente la aplicación del Huebot incrustado en su lóbulo temporal le remitía inputs cerebrales de guasa, chirigotas gaditanas para animarlo, la guaracha “el pichón de Catalina” que le ponía, y luego un chillout sufí compuesto por un libanés, que le adormilaba.
Miró también Bermejo al caballero Radón que yacía ansioso en contacto con Gallardona, a la que había regalado un masaje de pies. Como siempre en viernes, el augur permanecía insomne e intranquilo, pues esperaba la visita del espectro de Aurelio, su hermano. Bermejo sabía que el hermano de Radón, Aurelio, probador de camas de lujo, estaba vivo, aunque su fantasma se le apareciese al hermano todos los viernes a la hora bruja. Radón fingía haberlo matado involuntariamente para no tener que felicitarlo por su cumpleaños y en el día de la Purísima. La culpa de todo la tuvo una dona sociópata que infectó el cerebro de Aurelio hablándole mal, contándole mentiras de su hermano el caballero sefardita. Sin embargo Bermejo, buen camarada, le guardaba la falsedad a su amigo, consciente de que era incapaz de tragarse el sable de la verdad y la verdad era que a Aurelio le importaba ya un comino que Radón se acordase o no de su cumpleaños, tan embebido y anulado estaba por la dona sociópata.
Como ninguno conciliaba el sueño, Alejo se aclaró su voz de bajo profundo y les entretuvo contándoles una vieja fábula:
LA DAMA DEL LAGO
Sucedió en el confín siniestro del reino de Mentón, en los legendarios tiempos en que lo señoreaba el buen caballero Zifar. Este mandó fincar una tienda cerca del Lago Sulfuroso para poder ver sus maravillas, pues no dudaba de probar las aventuras del mundo.
Pasada la media noche, en mitad de un relente brumoso y flotando sobre las aguas malolientes se le apareció la Dama de la que todos hablaban con curiosidad, concupiscencia y miedo. Su figura era hermosa, delgada de cintura se ensanchaba en lo alto como jarrón con dos tersas magnolias. Aunque su cara se velaba al principio oculta por una máscara de palidez mortecina, esta desapareció enseguida cuando miró a Zifar con ojos luengos de negrísimas y pobladas pestañas como lagos a la sombra. Pronto despegó sus labios sinuosos color de cinabrio, parecidos a una flor de sangre, y le rogó que se acercase.
Creo –continuó Alejo- que aunque no fuera la dama tan enigmática y fenomenal, y aunque hubiera mantenido velada su cara como hizo la discreta persa Zenana, que Alejandro amó sólo por su voz porque no había arpa hebrea ni lira eolia que a la cadencia de esa voz pudiera compararse…, creo que sólo de aquella melodiosa voz se hubiera enamorado el caballero Zifar, porque más que hablar cantaba timbrando emociones tan excitantes como novedosas.
– Me acercaría con gusto, señora, si no temiera perder pie en agua profunda– respondió el caballero, que era valiente pero no demente.
– No te ahogarás, pues yo en el suelo ando -dijo Ella- y no me llega el agua sino hasta los tobillos.
Alzó un pie del agua y mostróselo y al caballero pareció que nunca tan blanco, ni tan bien hecho pie de dueña viera, y entendió que todo lo otro de parecido alabastro o a guisa de ópalo coronado de amapolas se seguiría… Por eso se atrevió el caballero de Porfilia y porque la Dama insistió:
– Yo guardaros quiero -dijo la Dama del Lago-, y no deseo ser catada por otro, sino por vos, y así seréis vos uno de una y yo una de uno. Os haré señor de mi ciudad.
Como si en volandas o a nado viajaran a dicha ciudad (no lo sabemos), en un momento a la villa le condujo la maga. Gallardos pajes les recibieron a sus puertas con dos palafrenes muy noblemente ensillados y enfrenados con los que llegaron a palacio. Ella lo presentó como señor a condes y marqueses y lo hizo sentar en una mesa repujada de rubíes, tan brillante que semejaba una brasa viva. Dos mil caballeros y dos mil señoras allí comían y bebían, pero nadie hablaba. Duraba mucho el silencio e inquietaba.
Levantaron las mesas y se presentaron juglares: unos tañían, otros bailaban y otros subían por los rayos de sol a las fenestras de las paredes que eran muy altas, y luego descendían por los destellos y radiaciones como si fuesen cuerdas fotónicas, subían y bajaban de las ventanas y desde las ventanas a las mesas.
Esa noche Zifar gozó de la carne como nunca lo había hecho y preñó a la dueña de aquellas fábricas de ensueño, reina de un país en que los árboles crecían, florecían y daban fruto en un solo día y las reses parían en siete, por lo que a nadie sorprendería que la dama quedase preñada en una sola noche y diese a luz en una semana y media. Siete días más y el niño, hijo de Zifar y de la dama, ya era tan alto como el padre.
Porque todo harta, salió al mes el caballero Zifar por las calles de la ciudad y, como menos la codicia, que no se harta, pues siempre está pidiendo novedades, se enamoró de otra paisana, actriz que tenía por brío acostar muchos amados amantes y por interés andar de abrazo en abrazo. Todo talante halla su semejante. Y así, mostrando que aman a cada uno, este o esta no aman a ninguno. Hay mujer que ama a muchos sólo en presencia, mientras los oye, habla y cata… Los ama a sabor y a placer y de verdad, pero luego, feliz, cuando no los tiene delante, ya los olvida. Así mi dueña, ¡ay!, pero no os cansaré con mis cuitas… –suspiró y cerró la digresión el contramaestre Alejo. Hizo una pausa larga, dio trago largo de bota y siguió contando…
Excitadísimo, engañó el caballero atrevido a la señora del lago con la atractivísima coima, creyendo que si no desahogaba en la intimidad de la actriz sus partes, le estallarían. Al fin de dos noches y un día a obscuras, el tiempo que le llevó amainar aquel incendio, volvió a palacio para hallar al Demonio de la Traición en el estrado y supo que aquel diablo era también la Dama del Lago, pues las sustancias espirituales tienen el poder de tomar diversas apariencias que dependen de la voluntad e intención de quien las mira.
En un momento, o tal vez fuesen dos porque el tiempo corría allí muy irregular y sincopado, un terremoto hundió todas aquellas maravillosas construcciones y un viento torbellino arrastró al padre y al hijo hasta la tienda que el caballero plantó en la orilla del Lago sulfuroso. El terremoto causó daños en las aldeas próximas, aunque no hubo que lamentar víctimas mortales ni de las otras.
Cuando su gente encontró a él y a su hijo sanos y salvos, Zifar contó cuanto les sucedió con la Dama del Lago y como esta devino hembra divina y diablo. Se calló su aventura con la daifa, aun placentera, completamente impropia, pues no habría sido sino un diablo gentuzo travestido en ramera. Al hijo que creció en una semana, que presto crece la hierba mala, le pusieron Alberto Diablo y dicen que fue notable caballero y asentó su linaje en el Reino de Porfilia.
– Muestra el cuento –dijo Tordés- que enamorarse es crear una religión cuyo Dios es falible.
– Muestra el cuento –replicó Radón- que no valen las fuerzas del perdón contra los remordimientos de conciencia.
– ¿De dónde sacas esa moraleja? –le preguntó Álex-.
– Pensaba en Moira, y en mi hermano Aurelio, probador de camas de lujo, que hoy tarda en venir a pedirme cuentas…
– Vale –hizo quite Bermejo.
– Muestra el cuento que la lujuria sirve de sucedáneo a la avaricia –dijo Gallardona y se quedó tan pancha y alertona.
– Muestra el cuento –dijo Álex (que a falta de tabaco y con síndrome de abstinencia mascaba un tallo de avena loca)- que la belleza sin gracia es como anzuelo sin cebo, bosque sin hada, seta sin duende.
– Muestra el cuento –dijo Artemio, escudero emasculado- ¡que es mejor tenerlos y desahogarlos que perderlos!
Todos rieron la ocurrencia. Y Alejo añadió su interpretación personal:
– Zifar tuvo que justificar luego su aventura ante sus amigos íntimos. Dijo que el sinuoso cuerpo de la coima ondulaba a cada paso, animándose con el balanceo de los pechos libres y el vaivén de las hermosas caderas sobre las que temblaba el talle… Habéis de saber que en los mares purpúreos de más allá del Ganges subyacen rocas de piedra imán. Cuando los bajeles pasan por descuido sobre ellas pierden clavos y herrajes que se precipitan hacia el peñasco submarino para adherírsele y lo que fue estructurada nave, mente consciente, no es ya sino flotilla de tablas que el viento dispersa sobre las olas. Así Zifar se perdía a sí mismo ante un canto de sirena o dos grandes ojos embelesadores y la razón se desrazonaba y perdía autoridad… Cuenta Diógenes Laercio que Dionisio el tirano presentó al filósofo Aristipo tres cortesanas diciéndole que escogiera la que más le gustase y que Aristipo se reservó las tres. Se excusó diciendo que Paris no había sido más feliz por preferir una mujer, la fantástica Helena, a todas las demás. Enseguida el sabio hedonista despidió a las tres jóvenes demostrando que le era tan fácil amar como curarse de amar. ¡Y eso que aquellas siracusanas conocían los veintidós lugares de la piel en donde excitan irresistibles las caricias!
Continuará…
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José Biedma López