Batalla de Drones
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Cópula de andrena florea, polinizadora de la nueza (Bryonia cretica dioica)
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“La naturaleza los hace aparecer con verdadera prodigalidad y luego los elimina”
Karl von Frisch [La vida de las abejas, 1927]
– De verdad te lo digo, Polinia, puse la antena y de la hermana Chabela no recibí más que malas vibraciones.
– Pero Melisa, has trabajado durante años con ella, ¡ha sido tu compañera en el Departamento de Puericultura! Las dos, excelentes nodrizas.
– Por más que seamos hijas del mismo padre, Polinia, no la acompañaré este año al Torneo de Primavera. Reconozco que el problema es también mío o, mejor dicho, de mi cuerpo. Lo que soy, lo que siento. Contigo puedo confesarme, eres exploradora; creo que Chabela padece envidia, esa tan humana como obsoleta pasión contagiosa… –Melisa parecía más triste que irritada, lloraba y las lágrimas le dulcificaban el rostro-. Es raro que pase, pero está pasando, amiga…
– ¿Qué me dices? –Miró Polinia los ojos miel de borraja de Melisa.
– ¡Mi “áncora funesta” ha desaparecido! –suspiró Melisa-. Hace dos años noté como unos tirones en el bajo vientre. Poco a poco, lo que era aguijón con forma de anzuelo se fue transformando en un muñón al que ya ni siquiera había que enfundar para que no raspase el vestido, las dos lancetas fueron perdiendo púas, y calvas acabaron por desaparecer bajo la primera cutícula, después tras la segunda, luego ya ni siquiera las sentí. El pelo de las piernas se me cae ahora a manojillos, glabras se me vuelven las extremidades.
– ¿Informaste de ello?
– No, Polinia, temblé de miedo y asusté a mis hermanas. Pero ya sabes…, vivimos online, Ella de todo se entera y no tenemos más dios que el porvenir –al decir esto, la nodriza bajó la cabeza, como para entregarla al martirio-. Al final, mis ingles quedaron libres del todo. Yo no pensaba en ello durante el día, absorta como estaba en el duro trabajo, que cada vez me resultaba más tedioso, más impropio. Perdía el tiempo pensando qué me pasaba, buscando sentidos caía en una pasividad nueva, reflexiva. Buscaba satisfacción en la espera, como si germinara en mí un deseo diverso, una voluntad nueva, un genio particular.
– Son síntomas de una verdadera metamorfosis, Melisa… ¡Hey!, tal vez necesites unas semanas de descanso. ¿Cómo te alimentas?
– Consumo de todo, Polinia, y ahora más. Mira cómo he engordado. También duermo demasiado. Y sueño. Ya sabes lo próspera que ha llegado a ser nuestra colonia, de todo hay disponible en nuestras despensas. Hemos pasado de ochenta mil almas… Y un solo espíritu.
– Y un solo espíritu… Tan opulenta que durante esta primavera se celebrarán dos Torneos. ¿Irás al primero o al segundo?
– Al primero. ¿Te atreverás a acompañar a esta holgazana y miserable “mutante”?
– ¿Mutante dices? ¡Bah! ¡Somos hermanas, Melisa! Ni lo dudes. Dulce que sí, A ti acompañaré / con vino de guisante y licor de rosa/ cuando juntas oigamos / la risa de la naturaleza / borrachas nuestras almas de almea.
Esto lo cantó Polinia la exploradora, entonado en voz baja.
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La hermana Bea miraba concentrada el cuadro clínico de Melisa. El escáner desautorizaba cualquier duda. La glándula ácida era ahora un cordón umbilical de paredes transparentes; la vesícula del tóxico se había transformado en un saco uterino, su canal excretor y vaina formaban ya el cuello de una vagina hueca, las agujas dentadas del antiguo espolón habían desaparecido dejando un rastro oscuro como concha de cicatriz.
– Tengo que informar de la involución –dijo la médica.
– Haga lo que tenga que hacer, hermana doctora –contestó Melisa-. Un solo pueblo, un solo espíritu.
Durante los siguientes días, Melisa descansó en su celda desconfiando de su suerte, como reo que aguarda sentencia adversa. Sabía que su sociedad estaba bien ordenada y que cuanto más organizada es una sociedad, más limitada es la libertad de sus individuos. Ella, una virgen abnegada, laboriosa, había devenido otro ser. La libertad es soledad, mas si la dejaban sola, pronto moriría. Aislada, inactiva, se sentía vana.
Su cuerpo ahora olía distinto, no mal, pero diferente, involuntariamente exudaba por sus espiráculos una fragancia nueva que seguía brotando a pesar de una cuidadosa higiene. Soñaba despierta con ojos negros azabache, brillantes, enormes, con los ojos de Alvear, y con los matices violáceos de la piel de Trantor, los dos machos a los que había estado cuidando en el jardín de infancia. Dieciséis hermanas se ocupaban de alimentar, asear y proteger a esos dos drones. Chabela, la envidiosa, la de las malas vibraciones, había sido una de ellas.
La ansiedad de Melisa siguió aumentando hasta el día señalado para el decisivo Torneo. Polinia cumplió su palabra y la recogió en su celda. Marcharon juntas a la gran explanada levantando algunos pasos de baile en redondo. El ambiente era estupendo, imponente, formidable, nada espectacular. La Reina con todo su séquito no tardó en presentarse, muy lentamente tomó asiento en el centro del palco de honor sobre el enorme y enjoyado trono. Erlea, Consejera Mayor de Enjambre, bailó por todas, proclamando a los cuatro vientos los treinta años de feliz crecimiento urbano bajo el mando de Merila, nuestra Real Majestad. La orquesta abrió su repertorio con una música tan suave y dulce como el ábrego de abril, las hermanas del coro vestían túnicas doradas, púrpuras, ambarinas, y entre partitura y partitura sólo se oía un susurro de abejas que sonaba. Un solo pueblo, muchas almas, un solo espíritu.
Melisa tembló cuando llegó el momento. A una señal de la Reina se abrió con solemnidad la Piquera Principal de la ciudad. Un regimiento bien nutrido de hermanas guerreras escoltaba a los cien caballeros del primer Torneo de Primavera. Bien cuidados, fuertes, relucían sus grandes ojos oscuros, glotones, golosos. Uno a uno fueron levantando perezosamente el vuelo.
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Más de diez se habían perdido vehementes por encima del bosque cuando yo la reconocí –recordó luego Melisa-, la hermana Chabela batió sus alas y persiguió a los zánganos. Entonces comprendí el sentido de sus malas vibraciones, de su envidia contra mí. También ella había perdido el aguijón y había involucionado. No esperé mucho, en cuanto contemplé la violeta viva de Trantor apresurarse ganosa en dirección al sol, un impulso irresistible me obligó a perseguirle. Y sí, cuando estuve a doscientos metros, él me respiró, volvió la cara de aspirante, agitó sus antenas, y me miró deseoso.
Aun torpe y desarmado, con un cerebro diminuto, su cuerpo mayor que el mío me asustaba, así que me hice la estrecha y cambié de rumbo, pronto me di cuenta de que dos drones me perseguían, empujándose, sacudiéndose con las alas, batallando. Los ojos ávidos de Alvear medían perfectamente la distancia entre su órgano reproductor y el final de mi abdomen, las córneas de sus bellísimos omatidios centelleaban irisadas, inconfundibles, sus piernas lampiñas se recogían y colgaban hermosísimas por debajo de las nervaduras argénteas de sus alas. Él fue quien primero accedió a mí en pleno vuelo, pero luego Trantor lo derribó de un golpe y el contrincante se precipitó y rodó por el suelo. Tras aquella cópula brevísima e insatisfactoria, ya nunca más vi a Alvear, si no en sueños.
Enseguida, sobre una roca caliente, cerca de un arroyo, la Estrella del Enjambre nos unió a Trantor y a mí. Trascurrieron una tarde, una noche y una mañana inolvidables. Por primera vez en mi vida no laboraba ni actuaba, sino que siendo yo misma me dejaba hacer, fundida con el dueño del cosmos que me comprendía más allá de natura y cultura, abolida toda regla… Hasta que mi espermateca se colmó en la cópula. En ese éxtasis alcancé la plenitud y supe, por primera y única vez, a qué llamaban los antiguos “placer”.
Luego, Trantor ya no me importó. Llevaba lo mejor de su memoria dentro de mí. Le di la espalda para no mirarle destripado o agónico, y volé camino del sol. Buscaba entre las colinas un lugar seguro para que nuestros hijos prosperasen. Y no necesitaba ya las alas, un impedimento, así que me las arranqué, el dolor fue terrible pero soportable. Lamí las cicatrices durante horas.
En la seguridad de una caverna di a la luz mis dos primeras obreras a las que alimenté de mí misma; a la semana siguiente fueron cuatro, luego seis, ocho…, artífices estériles de una nueva comunidad dichosa, colmena bien ordenada de trabajadoras, colonia posthumana con genio propio, una auténtica república de celdas hexagonales, pitagóricas; y yo, Melisa, su reina fértil, su centro y eje, su joya reproductora. Un solo pueblo, muchas almas, un solo espíritu.
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José Biedma López
Para La Caja del Entomólogo del Café Montaigne.
Primavera 2019
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