De los archivos de Claudia Prócula – Resurrección de Esopo
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En verano, Claudia se defendía de los calores escondida entre las sombras de su Quinta. Allí, junto a una alberca y bajo un bosquecillo de laureles y almeces, con telón de fondo de revuelo de brisas y cucú de pájaro impostor, vivía sus siestas. En la oscura raíz de su sustancia se le apareció una tarde el espíritu de Esopo.
Don Cirilo, su padre, le había contado muchas fábulas del genio antiguo, a causa de ello Claudia no se asustó y estuvo atenta cuando el sabio fabulista le confesó quejas y avatares…

Langosta egipcia
Todo el mundo conoce la vida de destructores de naciones y las iniquidades de rameras perversas, ¡y qué poco se sabe de mí!, ¡y qué poco de Homero! Y eso que mis cuentecillos iluminaron el mundo, pues hice hablar a los animales como educadores de bestias. Lo poco que de mí se cuenta, querida Claudia, forma ensalada con insidiosa fantasía, especiada con fábulas indecentes inventadas por Planudio y otros. Mejor me trató Meziriac, probando por lo menos que no anduve por el circo del mundo como un jodido jorobado.
Lo cierto es que nací doscientos años antes de la fundación de Roma en una aldea tracia (no frigia según se inventa). No resulté muy agraciado de cuerpo, es verdad, pero en ningún caso tan feo ni contrahecho como me pintan. Bajito sí, chato y pelirrojo, con ojos azules igual que muchos tracios. En compensación, Natura, madre zorruna, me dotó de buena memoria y notable ingenio, suficientes dones para esquivar algunas trampas de Fortuna. La primera de sus putadas: fui raptado niño y vendido esclavo. El primer dueño que tuve me mandó a currar al campo. Su mayordomo me acusó de comer unos higos que reservaba para sí. Demostré regurgitando que mi estómago estaba más limpio que el jaspe. Cuando el mayordomo y sus amigotes tuvieron que hacer lo propio, aparecieron los higos, aún crudos y carmesíes.
Es cierto también que al principio tartamudeé como Demóstenes, hasta que Zeus hospitalario me concedió don de lenguas, sin duda en recompensa por una acción solidaria. Como Cleopatra, hasta siete lenguas manejé con soltura. También es verdad que hice de canguro para otro señor, aunque no sólo atemoricé a sus hijos disfrazado de coco, ¡también les hice reír vestido de payaso!
En Samos, Xanto el filósofo me compró barato, su mujer ansiaba un esclavo joven y hermoso que le esperara con la toalla preparada a la salida del baño, la llevase en brazos a la cama, le majasease la espalda y le rascase los pies. Yo no daba la talla, así que le armó bronca a Xanto por comprarme. Mi ingenio nos salvó por un rato. Pero un día el filósofo me mandó llevar unas golosinas “a su buena amiga” y yo ni corto ni perezoso se las llevé a una perrilla que le tenía encantado. Xanto pensaba en su mujer, que le sometía embobado, pero la señora se cabreó tanto con el equívoco que abandonó al filósofo.
Xanto no sabía vivir sin ella –en esto no se mostraba muy ducho en su oficio de filósofo-, pero no conseguía la reconciliación. Monté para él una estratagema. Le dije a Xanto que me mandase comprar carne cara al mercado. Allí me hice encontradizo con un criado de su mujer. Le comenté que la chicha se repartiría en la boda de mi señor. Puesto que su ama no regresaba, Xanto se casaría con otra más joven. O por celos o por espíritu de contradicción, la mujer consintió por fin vivir con su marido.
Una noche, borracho del todo, Xanto perdió la razón y apostó por la imposible proeza de beberse el mar. Le salvé del ridículo exigiendo que, antes que mi amo salvara su porfía, se separasen las aguas dulces de los ríos, de las saladas del mar en que aquellas desembocan… Pese a lo mucho que hice por mi dueño, no consentía en manumitirme. Tampoco en esto mostraba ser muy filósofo; debía saber que no se puede mantener amistad con un instrumento, aunque esté vivo. Fue necesario que se lo ordenase el magistrado supremo de los samitas, agradeciendo que Esopo –o sea, yo mismo- les interpretase un gran prodigio. En efecto, un águila había arrebatado el sello que ratificaba los acuerdos del Consejo, lo cual a mi entender significaba que el poderoso rey Creso de Lidia conspiraba para avasallarlos. No te extrañes, Claudia, de mi competencia oracular: siempre estuve al tanto de la política internacional e informado de la geo-estrategia de los Estados vecinos. Preguntaba a los comerciantes, que no se casan con nadie y viajan de un lado a otro, anticipando gustos y tendencias.
Cuando Creso exigió tributo a los samitas, les aclaré los dos cuernos del dilema. Uno, rudo y escabroso al principio, pero llano y agradable luego, el de la libertad; otro, el de la esclavitud, muy cómodo al comienzo, pero muy áspero después. Informado Creso de la confianza que los samitas me regalaban, quiso hacerse con mis servicios a cambio de la paz. ¡Esopo, reducido a moneda de cambio! Entonces les conté cómo los lobos y las ovejas hicieron también un tratado de paz, dando estas por rehenes a los mastines y cómo, cuando los perros guardianes faltaron, los lobos devoraron a las ovejas sin inconvenientes.
A pesar de todo, quise conocer a Creso y me humillé a sus pies, le dije que no me presentaba en su hacienda cual langosta destructora de espigas, sino como cigarra, pues no tenía más patrimonio que mi voz. Creso se apiadó de mí y dejó libres a los de Samos. Fue por entonces cuando recité mis principales fábulas para el rey de Lidia. Luego conseguí volver a Samos con honor.

«Esopo» – Diego Rodríguez de Silva y Velázquez – Museo del Prado
Viajé por todo el mundo. Me casé. Como no tuve hijos naturales, adopté a Enno, el cual me pagó con la vil traición de ensuciarme el lecho. Me mostré benevolente ante su arrepentimiento, ordenándole que hablara poco y se apartase de los habladores, que tratase bien a su mujer (no a la mía) pero sin confiarle grandes secretos, que no envidiase ni la felicidad ni la virtud ajena para no atormentarse a sí mismo, que guardara la vergüenza y no se apartase demasiado de la razón, sin olvidarse de que, a veces, la razón también delira. No me hizo caso, se dejó enajenar por una pasión que no podía satisfacer, y acabó poniendo fin prematuro a su vida.
En otra ocasión, Nectenabo, rey de Egipto, desafió a Lycero, rey de Babilonia, a quien yo servía de consejero. Quería que le mandase arquitectos que construyesen una torre en el aire y un sabio que contestase toda clase de preguntas. Me las ingenié adiestrando polluelos de águila a sostener en el aire una cestita, y más tarde, ya águilas maduras, un gran cesto con un niño dentro cada una. Salí con Nectenabo al campo y las águilas levantaron por el aire los cestos con los niños dentro. Gritaron los niños que les dieran mortero y ladrillos. “Ya lo veis –le dije a Nectenabo- ¡proporcionadles vos los materiales!”.
Los ingenios más sutiles de Eliópolis me propusieron enigmas que yo resolví con facilidad, como quien saca moscardones de una botella. Abandoné Egipto cargado de presentes. Luego oí que las malas lenguas escupieron que yo había aceptado la servidumbre de mi paisana Rodopis, aquella belleza tracia que costeó con los dineros de sus amantes la más artística de las tres grandes pirámides. Ya te contaré, Claudia, quién fue en realidad la inteligentísima Rodopis. Ese será otro sueño.
Lycero me apreciaba, tanto que me hizo construir una estatua, no obstante, abandoné Babilonia por nostalgia de Grecia. En ella -¡ay, con razón “nostalgia” significa dolor del regreso!- los de Delfos me trataron fatal. Resentidos porque los comparé con monigotes, me acusaron falsamente de haber robado un cáliz sagrado. Me cargaron de cadenas y me condenaron a ser despeñado. Pude escapar cuando me conducían al suplicio refugiándome en una capillita consagrada a Apolo. Pero de allí, sacrílegos, me sacaron con violencia. Yo les maldije. ¡Ellos, ni caso!
Y me despeñaron.
Poco después de mi muerte física, la peste y un gran furor de corazón hacían estragos en Delfos. No tuvieron más remedio para expiar su crimen que dar satisfacción a mis Manes. Para eso me consagraron un mausoleo. Y los príncipes griegos peregrinaron a Delfos, dieron con los culpables de mi asesinato y les castigaron reciamente.
Ya ves, doctísima Claudia, que el monje Máximo de Nicomedia escribió sobre lo que desconocía, como la mayoría. Como mi burro, cortejaba a voces y lisonjeaba a bocados. Más le hubiera valido mejorarse a sí reconociéndose, leyendo a Demetrio Falereo, quien recogió por escrito mis apólogos; o a Babrio, que los tradujo con elegancia. Yo como Sócrates y como Cristo, para conseguir la gloria, no tuve que escribir nada.
Tus compatriotas españoles me llamaron filósofo, sabio, sagaz…, y me nombraron Isopete. Sancho Panza me motejó Grisopete añorando aquellas edades en que los animales todavía nos hablaban. He venido a recordarte que algunos nos siguen hablando, pero los nuestros prójimos, distraídos con los monitores, vegetan ensimismados, sordos del todo, pisan mucho la palestra del gimnasio, se recrean mucho en el reflejo del espejo, pero apenas descubren horizonte ni contemplan campo. Todo el mundo se fatiga engalanando a la cautiva, y se dejan a la señora vacía o descompuesta.
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José Biedma López, albacea, transcribe de los archivos de Claudia Prócula para el Café Montaigne en la primavera del 2018.