El Barón Bermejo [Séptima jornada: Sacramentos de Atalanta] – José Biedma López
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El Barón Bermejo [Séptima jornada: Sacramentos de Atalanta]
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Radón, augur sefardita, no se lo pensó dos veces cuando divisó en lontananza la manada de gacelas ramoneando en la orilla de una enorme charca. Un gesto bastó para poner a los caballeros en celada. Los cuatro cerraban círculo, ¡su posible cuadratura!, sobre la pequeña comunidad de antílopes pardos. Las bestias escapaban a hermosísimos saltos, ágiles y veloces, aterrorizadas por los relinchos y cabriolas de las caballerías y los bramidos broncos de varones. Por fin, tras varios ensayos fallidos, varias criaturas quedaron atrapadas en el cieno, sin asiento para las pezuñas la profundidad del barro inutilizaba sus partas finas y largas. Los ojos grandes y negros igual que lámparas nocturnas, previendo su trágico final y reclamando piedad. Tordés el Recto seleccionó sin agrado a una para el sacrificio, miró al Ballestero, que comprendió enseguida. El astil del dardo llameante atravesó la cabeza pequeña adornando el pelaje del cuello con tres plumas carmesíes, la lira de los cuernos del animal dibujó en el aire la figura del sometimiento. Liberaron a los otros antílopes del cieno y Radón hizo el resto con su cuchillo de monte, reduciendo el sufrimiento de la víctima y encomendando el sacrificio a Atalanta, virgen de la caza, matadora de lúbricos centauros. Bermejo encendió el fuego. Esa tarde, los caballeros restaurarían fuerzas con carne fresca.
Al olor de la chicha tostada de la presa empalada por Bermejo acudió la inmortal heroína. Al principio los caballeros pensaron que se trataba de una alucinación causada por el tufo de la hoguera, pero no, los cuatro la admiraban. Atalanta hablaba una lengua desconocida. Bermejo conectó el software de traducción instantánea de su comunicador. Griego arcaico: beocio. Su figura no recordaba para nada la escultura de Pierre Lepautre. Muy alta, de unos cinco codos, y grácil, muy fibrosa, vestía chupa de camuflaje bajo la que asomaba una ennegrecida piel de jabalí que velaba su fondillo, las piernas desnudas y cubiertas de vello dorado, con un bozo que le sombreaba el labio superior de un rostro duro, ancho. Un collar de garras de águila rodeaba su cuello poderoso. Sus ojos fulguraban diamantinos, tan penetrante su mirada que resultaba imposible soportarla.
- ¡Os echo una carrera! –exclamó Atalanta.
- ¿Una a muerte? ¡No, gracias! -contestó Tordés con prudente valentía.
- Os daré ventaja –ofreció la heroína.
- No llevamos con nosotros las manzanas doradas de las Hespérides con las que te derrotó Melanión.
- No fue Melanión, sino Hipómenes –respondió la velocista.
- ¡Qué más da! –dijo Radón-. Aún disfrutamos del sol y de la siesta de mediodía.
- ¿Es verdad que jollamaste con tu novio en el templo de Cibeles? –preguntó, osado, Álex el arquero.
- ¡Habladurías! Además, vuestra época no entiende como lo inferior puede simbolizar lo superior y como en lo sagrado del sexo se encuentran voluptuosidad, cuidado y reproducción–respondió Atalanta en beocio, torciendo el gesto mientras hería con su mirar asesino al ballestero-. No obstante, es verdad que la Gran Madre frigia interpretó como sacrilegio nuestro gesto y nos convirtió eventualmente en leones para que tirásemos de su carro esporádicamente. Sabed que a Cibeles le cambió el carácter desde que Atis le puso los cuernos con una ninfa. Recordaréis que sus sacerdotes son galli, o sea, se castran voluntariamente como hizo el sabio Orígenes para evitar recelos de los padres de sus catecúmenos. Sin embargo, mientras tirábamos del carro de la diosa metamorfoseados en leones, Hipómenes y yo descansábamos de mirarnos el uno al otro. Eso nos ponía aún más, excitados como dos machos haciendo el amor en la oscuridad, dos varones extraños que ni siquiera se reconocen por sus nombres. A la Divinidad de la Tierra tampoco le agradó que extermináramos en Anatolia a sus leones, excelentes fieras. ¡Pero es que no hay nada más divertido que pelear con el rey de la selva en el bosque o en la sabana! Eso nos emociona más que jollamar en el templo de la Madre Tierra, lo cual puede ser más que la satisfacción de un morboso apetito: un rito sagrado, un misterio íntimo con un poderoso sentido metafísico, más allá del principio del placer. Y ahora, ¡cuánto me alegro de que con vuestra tecnología genética hayáis resucitado a los felinos de dientes de sable! Y ya que no queréis competir conmigo en la carrera, antes de partir os agradeceré vuestra jaculatoria con motivo del sacrificio del antílope. No temáis nada de mí, hacía tiempo que nadie invocaba con respeto mi nombre.
Atalanta se transformó entonces ante los ojos de los cuatro caballeros en mariposa, una Vanessa atalanta, a la que también llaman “almirante rojo”, pariente de la Vulcania, un endemismo de las Canarias que Esperança Alomar, musa del Castañar, corteja, retrata y ama.
Mientras Atalanta revoloteaba en torno a la hoguera de campamento Tordés recordó, aficionado el micólogo a la entomología, que el almirante rojo es mariposa ditrisia, como otros muchos lepidópteros diurnos y bastantes falenas. Las hembras de estos insectos tienen dos aberturas sexuales: una para el apareamiento y otra para poner los huevos. Eso le parecía a Tordés una ventaja tan útil como elegante. Y la metamorfosis de Atalanta en una “ninfa del bosque”, en un insecto regiamente alado, parecía aludir al desliz de Atis y a la consiguiente frustración de Cibeles, que, vengativa, enloqueció a su amante y lo convirtió en sirviente tras emascularlo, reduciéndolo a miserable esclavo eunuco, ¡pobre Atis!
Atalanta dejó de mariposear recuperando su apariencia más bizarra.
– ¡Me extasío ante tus encantos, audaz, brava Atalanta!, portento de largas y vellosas piernas, atleta de escurridas caderas y fenomenales perniles. Debe ser muy emocionante discurrir y atravesar veloz tantas metamorfosis por los siglos de los siglos.
– No creas, caballero, ni siquiera estoy en el top-ten de campeonas famosas, también yo soy algo mixto, como dijo la sacerdotisa Diotima del caprichoso Eros (ya sabes, la sacerdotisa amiga de Sócrates). Del hijo de Afrodita, del Amor, decía la de Mantinea que era menos que divino, un demonio intercesor y medianero. Celestina de los dioses soy yo también, mestiza, divina sólo porque no muero, como un ángel caído que navega entre lo terrenal y el más allá, ese agujero negro o luz oculta. Ejerzo humildemente, sin el prestigio de Eros, como mensajera onírica, en algo así he trascendido originalmente, cual mandadera de atavismos. El hecho es que me comunico menos con los inmortales que con vuestro imperfecto linaje, al que recuerdo sin cesar su origen cainita y bestial…
Se relamió Atalanta. Su enorme lengua trífida como un raro corazón encendido le devolvió esplendor a la cara. Y siguió:
– ¡Adiós, dichosos mortales, me aburren vuestras inopias! No comprendo vuestras quejas ni los crónicos lamentos de quienes podéis libraros tan fácil del infortunio de existir, unas gotas de cianuro os bastan, y cerráis los ojos todos los días, y descansáis de ser lo poco que sois. Yo apenas duermo, vigilante, acecho siempre, recelo de todos, presta me hallo en todo momento a la fatal carrera y me corro tan fácil como un jovencito bisoño en cuanto me doy por vencida. Más que correr, vuelo y caigo, como mariposeo en el bosque. Únicamente me detiene la belleza del fruto caído en sazón, como aquí vuestra gacela, tan bien elegida y sentida, cuyos tejidos ahora, ya sacrificada, os regalan vida.
– ¡Oh, Atalanta! A tu perfil me acojo, adicto a tu timeline seguiré mientras viva -exclamó, Alex.
Atalanta se estiró, cuan alta era, revelando las siguientes ocurrencias mnémicas:
– Mi padre me quiso varón, pero yo insistí en ser yo misma. He aquí el principio del mal, la diferenciación, la generación, la pasión por lo diverso o perverso. Tal vez la leche de osa que me salvó de la muerte me prestó este oscuro impulso hacia la vida silvestre, que es para mí sobre todo acecho, sigilo, persecución, empatía con la víctima elegida y al fin muerte del botín con cuyos despojos me visto. Yo misma soy presa de mi instinto cazador y de mi obsesión por la competición a la carrera. Como alma salvaje del mundo quiero gozar de mi independencia alejándome del divino intelecto y del centro único, olvidando lo que fui, volcándome hacia lo temporal hasta enfangarme en su ruedo, hasta hincar el diente en su entraña verdadera. Arrebato vidas, ¡mas no perezco!
– Bueno, señora, ¿no es esa entraña y esa materia palpitante, a fin de cuentos, vestigio de Inteligencia? ¿No es un aviso y señal para todos que Atalanta siga cazando por el mundo? La hija que emula al padre, aventurera, revoltosa, sacrílega, rebelde…
– Sí, quise ser yo misma, alma heterogénea, y por eso conseguí ser dramática y estremecida, como hija arrancada de los brazos de su madre y que por olvidar a su padre se desconoce a sí misma, como alma que generosamente se reparte y engendra en la materia… A veces pienso que ese audaz deseo de autorrealización no es más que autocomplacencia vanidosa, ¡Ay!… -El suspiro de Atalanta levantó el vuelo de un millar de garcetas reales (Ardea alba) en la laguna próxima-. Y vosotros, ¿a dónde corréis, sobre-bestias?
Respondió Bermejo explicando los principios del amor que sentía por LYNETTE: Hostis non hostis, el amor heroico es y no es enemigo, muerte que es vida, sufrimiento que es goce, placer que es sacrificio.
– ¡Ah! Dijo Atalanta. Buscas una trampa digna de ti, una jaula donde descansar por fin, tan quieto como laureado. ¡Ay, nada llena y complace tanto a las almas humanas como la admiración de sí mismas!
– Algo así -respondió Tordés, regalando una mirada irónica a su amigo Bermejo-. Lo cierto es que nos dirigimos al hospital de Haltamisa en busca de panaceas y remedios.
– Tal vez nos hagamos con los servicios de algún honrado escudero en la población del hospital -añadió Radón.
– ¿Qué tenéis?, ¿qué os duele? -preguntó Atalanta.
– El tiempo; su herida -respondió el Justo.
– El tiempo, ese inevitable gusano del alma, pues ésta se mueve, y el tiempo, como el espacio, son dimensiones relativas del movimiento. Tiempo es lo que el Alma engendra en su corrida al fundar la ciudad terrenal, otros le llaman caída, otros, diabólica audacia, otros, angélico deseo por que la materia se apaciente en los prados de la Inteligencia. Dudo que para eso tenga cura Haltamisa, aunque hay un poder mayor que congela, caza, atrapa el tiempo, más incierto y oscuro que Cygnus X-1, ese sol negro, o peor que esos agujeros supermasivos y tragamundos que ordenan el fondo de las galaxias…
– ¿No se halla lo común a todo lo temporal fuera de lo temporal? –preguntó meditabundo Radón.
– De ese estupefaciente, de esa luz que deslumbra, ¡de la eternidad, en fin, vosotros no podréis saber jamás nada!, y yo tampoco penetro mucho. ¡Ja, nada alcanzo de lo que es siempre, a pesar de mi velocidad y ligereza! O quizá por ello. ¡Pero cuidado! –previno Atalanta cambiando de tema, después de un breve silencio-, he oído decir que Haltamisa usa la hierba synochitides que hace aparecer las sombras del infierno, y también la anachitides, que permite contemplar los ángeles en plena luz. Algo ve quien se atreve a mirar dentro.
Caía la noche, Atalanta no dijo nada más, se aburría con facilidad, así que se transformó en almirante rojo y se perdió en el crepúsculo, remontando cada vez más alto hacia la inmensa llaga del horizonte.
Continuará…
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José Biedma López,
para La Caja del Entomólogo del Café Montaigne.
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