El Barón Bermejo [Jornada XVI: Ausonia]
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Ayudado por unas sales que aportó el flautista, Radón recuperó sus sentidos y el penacho, y mirando con embeleso a Ausonia, la imponente marciana cuya doncellez discutiríase luego según oiréis, el caballero Augur exclamó:
- ¡Oh, ¿quién me dará un corazón nuevo y no tan hecho a pesares como el mío para recibir un gozo tan extremo como el que tu vista me causa?!
- ¡Ay, estimadísimo caballero –replicó la joven-, nada más partir vos del Santuario de Lohizo, en el que muy a disgusto y disimulada me hallaba, me armé de valor para seguir vuestros pasos! Pero antes de llegar a Fonterrisa, la flauta del Endriago me arrobó, con la promesa de un refugio y un porvenir en la Meseta Alta lo seguí por barrancos cuestas y cavas, y aquí me tenéis vacilando insegura, sin esperar tanta ventura como la de volver a ver vuestra noble apostura.
Ya había caído el día cuando Ausonia abandonó la prosa rimada para revelarles llanamente los motivos de su soledad y la historia de sus pesares.
El relato de Ausonia
Mi abuelo era un Zumeta montañés. Se graduó de dron lumbrera. Su pasión eran los hemípteros, particularmente los de alas dispares. Su saber sobre heterópteros resultó tan completo como inútil hasta que descubrió una chinche selvática que excreta una sustancia química eficaz contra ciertos cánceres y, además, una falena cavernícola que exuda un compuesto intensificador de los placeres de Afrodita. No quiso pagar impuestos por el comercio de sus útiles descubrimientos y pasó un tiempo en la cárcel donde ejerció como bufón y escort de la alcaide optimata clase B, bastante entrada en años. Se le condonó la deuda a cambio de una misión científica en Marte. Allí entró en el equipo diseñador de ciber-insectos polinizadores e insecto-cópteros de vigilancia, donde conoció a la joven doncella Filomena, que se quería consagrar virgen a Artemisa Fobosa, diosa más oscura e irregular que las lunas del planeta rojo. La vida en los ecosistemas antrópicos modulares de Marte, plantados como burbujas o surgidos como forúnculos en la Tierra de Cassini, es dura, claustrofóbica, casi terrorífica como Deimos, su lejana luna. La secta de la diosa Fobosa tiene mucho poder en el Consejo marciano y exige sumisión total a sus ascéticas reglas que, básicamente, ponen a unas al servicio de otras. Enamorada de mi abuelo Zumeta, mi abuela Filomena dio la nota y escandalizó a todas despreciando la virginidad, mandando las reglas de Artemisa a tomar por el saco y renunciando a la optimización cuando apenas contaba diez años marcianos. El resultado fue un hermoso cachorro sonrosado: mi queridísimo padre Titonio. De uno de sus espermas machos y del óvulo de una donante anónima nací yo en la Cámára reproductora de la Colonia III.
Fui super-reconocida por Titonio y adoptada por Urganda Protéica. Desde que cobré alma: memoria, palabra, imaginación y conciencia, la conexión con mi padre fue maravillosa. No necesitábamos hablar para sentirnos y entendernos, compartíamos gustos, aficiones y sueños. Nos reíamos por la vergüenza que nos daba una empatía tan intensa como gozosa. Fusión de almas, mejor que almas gemelas. A Urganda no le servía de nada cambiar de forma para ganar audiencia y conseguir nuestra atención, mi padre y yo no le hacíamos ni puñetero caso. Nos reñía sin parar por ese motivo y sin motivo, celosa y potente magistrada, hizo todo lo que pudo por fastidiarnos la vida, ¡y podía muchísimo! Quiso su mala intención o mi dañina ventura que en el comedor comunal me sentase junto a la Infanta Melia para que yo padeciese desventurada todos los días que me durase su áspera memoria. Esta encantadora proto-optimate me sedujo con cariños fingidos y caricias íntimas concertándome para huir juntas al condado clandestino de Utopía, al norte, donde sin la menor compasión me vendió a un tratante de pornostars BBW (confesaré que yo estaba entonces bastante gordita a causa de la ansiedad por el mal trato de Urganda, angustia que combatía jalando empanadas de morcilla y pasteles de crema con hambres de buey y sin vomitar miga ni gota).
Me recelo que Melia actuó bajo órdenes suyas, las de mi madrastra, ¡la mala bruja Urganda! Y por ellas fui embarcada a la fuerza en la nave Fusta del Dragón. Cuando aterrizamos en mitad de un desierto árabe o africano fui conducida y encerrada en una jaula, como un serrallo que sólo se abría para transferirnos mecánicamente a un enorme escenario, junto a otros desdichados y a otras desventuradas. El escenario, rodeado de mil cámaras y centenares de focos, rebosaba de lechos y divanes, cojines y colchones, vulvápenes hinchables, orgasmotronos, esposas sadomitas, espuelas gomorritas, látigos y fustas, velas clitoriales, tálamos móviles y escalares, dildos de todo color, tamaño y clase, balas vibratorias, tangas monacales y sujetadores comestibles, condones verrugales, afeites y mantecas, antifaces, contrafaces y disfraces, plumas asnales, mecanos paranormales, bolas sinenses, truenos nipones, correajes paquistanes y otros muchos tecnifactos y complementos con nombres que tuve que aprender e intento olvidar…, y, entre todo ese ménage de ménagerie, nosotros, siervos deportados de Marte, no éramos más que juguetes, muñecos animados, pero no animosos. Sexo triste retransmitido globalmente. Intercambio de fluidos, asco y humillación, eso fue casi todo.
Gracias a la secta o escuela de Lohizo –siguió contando Ausonia después de una pausa dramática-, y a su programa de rescate a cambio de créditos solares pagados a tocateja, acabé en el Kepos como liberta y conversa al cuidado de Asarina, astrónoma y cabalista. Adelgacé con la dieta de Nadia Comaneci, gran gimnasta rumana del siglo XX, que incluía una base de salata de vinete, mezcla de berenjenas, cebollas y pepinos muy especiada. Simpaticé mucho con el hermano Arjitas el Talentoso, ingeniero mecánico. Arjitas y ésta, vuestra segura servidora, intimamos mucho, ¡demasiado!, porque entonces Asarina, que me había sido favorable, celosa como un nuevo Otelo, me trató con sevicia creciente, degenerando sus finas ironías en sarcasmos crudelísimos y sus caricias en azotes y arañazos, aunque yo la obedecía en todo, ora atenta, ora sumisa a sus mandatos…
¡Maldita envidia, malditos celos!, que son próximos males espirituales, tan destructivos de amores y amistades. Ni siquiera Poder o Conocimiento vencen a Envidia. Ya veis, caballeros, que los celos, de la magistrada Urganda mi madrastra, y de la sabia Asarina mi mentora, han sido la causa fundamental de todas mis desdichas. Pensé en desfigurarme para no causarlos, cediendo otra vez a la glotonería, pero eso es difícil en un convento, ¡y por cierto que del mal aprende una!, y ahora sé que para muchos y muchas, resulta también la obesidad pasto e incentivo de la más rijosa lujuria.
Cuando fuisteis huéspedes del Kepos, señores, observé que Radón no me quitaba los ojos de encima, tampoco yo pude dejar de mirarle, ni mucho menos de olerle, así que cuando me ofreció su mano de caballero la tomé hasta el codo y fui yo quien le conduje con impreciso afán y audaz decisión a mi celda; ¡su olor a tomillo, canela e hinojo, propios aromas de una singular morcilla con denominación de origen que se elabora en Marte, me inflamaban con el recuerdo de un no sé qué familiar! En las madrigueras humanas de aquel planeta estéril hemos desarrollado un olfato agudísimo y la secta de Artemisa adora a Aremisa Fobosa por divinamente odorable, entre otros atributos trascendentes. Han de saber, señores, que Radón y yo pasamos la noche sin jollamar, tiernamente abrazados sin desnudarnos del todo, yo aspirando aquel perfume de su pecho mientras empapaba su camisola leonada con mis lágrimas y soñaba con otros brazos, los de Titonio, mi querido padre, mi alma gemela, oyéndole murmurar: “llorad ahora en mí que os quiero, con salsa del que queréis”.
No sé si descomedida hice bien en seguiros, caballeros, que los acelerados y súbitos placeres crían alteración y la mucha alteración estorba el deliberar. Mas fue tanto el contentamiento, tan buena la esencia que penetrando por mis narices tocó mi corazón y que recibí de vuestro compañero Radón, que no se puede más encarecer. Por eso me eché al camino cuando la mañana se vino y los dos nos apartamos con más abrazos, lágrimas y suspiros de lo que ahora sabría decir. Y eso aunque no hay cosa más cierta que encontrarse la lengua con lo que está en el corazón, especialmente en los eventos y avatares súbitos y emocionables.
- ¿Quién podrá huir de lo que su fortuna le tiene solicitado? –dijo por fin Radón mirando con infinita terneza a Ausonia, al acabar esta su relato-. Vos me recordasteis a mi hija Moira, ¡ay!, que en el paso de cebra de una infernal metrópoli me la atropeyó un camión, un tráiler que me la deshizo en siete partes cuya unión disjunta resultó imposible… Y dime, querida, ¿qué fue de tu padre Titonio?
- No lo sé –respondió la marciana-. Aunque a pesar del espacio que nos separa siento su malestar por mi ausencia como propio, y él sentirá lo mismo por mi involuntario desapego. Plega a Dios que uséis vos, caballero Radón, liberal y sabiamente del poder paternal que con vuestro casto favor y desinteresado afecto sobre mí habéis cobrado –añadió Ausonia con una mirada y una sonrisa que derretían el hielo más rápido que un cambio climático.
Escritas estaban las pizarras del fondo de la caverna del Pseudo-endriago, de canciones en cursiva y pentagramas trazados con tiza clara, todos en clave de sol y con pocos bemoles y sostenidos. Tras una cena frugal a base de nueces, almendras, rábanos picantes y miel de luna del Puente de Génave, en la que no faltó el excitante calabobos de un aguardiente artesano que el flautista fabricaba, animó el flautista a sus huéspedes con el entretenimiento jovial del karaoke. Entonados y a coro, leían en la pizarra el escudero, los caballeros y la doncella (pues dudosa según hubo contado) los versos de un tal Montemayor, venerable vate bucólico lusitano, cancioncilla que todos juntos y hermanados cantaron:
Vaya el mal por donde va
Y el bien por donde quisiere,
Que yo iré por donde fuere,
Pues ni el mal m’espantará
Ni aún la muerte, si viniere.
Ya noche entrada, el flautista les proveyó de mantas y otros enseres. Se acomodaron donde pudieron y con quien quisieron, cansados y contentos. Discutieron Bermejo y Tordés antes de dormir si la doncellez de Ausonia, su castidad virtual o abstracta, podía darse por perdida con tanto himeneo físico, dadas las maniobras impúdicas de la Infanta Melia, por un lado, y dado el deplorable, repugnante e indecoroso oficio donde la sometieron, violaron y emplearon sin su consentir ni regocijarse, por el otro.
Continuará…
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José Biedma López
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En el día de santa Adeltrudis, virgen y abadesa, criada que fue por su tía la abadesa santa Adelgundis, hija de santa Valdetrudis (612-688), que tuvo otros tres hijos, todos ellos santos, con Vincenzo Maldegario duque de Hinault, antes de separarse de él para dedicarse a la vida religiosa, sin disolver el vínculo matrimonial.