El Barón Bermejo [Jornada X: Despedida de Eucrocia]
***

Despedida, escarabajos del sudario (Oxythyrea funesta)
***
Hay jornadas largas que valen por tres, divinas como el Uno, así aquesta que Tordés disfrutó cuando bajó a la huerta acompañado por el hermano Armenio, que a sus ocupaciones de aprendiz de danza añadía las de auxiliar de hortelano. Tuvo el Recto que alabar la compostura de sus veredas, la correspondencia de sus cuadros, la variedad de frutales, el adorno de muchas flores, el aroma de yerbas extraordinarias. Al borde de los bancales atravesaron un prado de fresca hierba para llegar a un soto donde cantaban millares de pájaros. En uno de sus claros, al borde del arroyo, sentáronse en un rústico banco. Armenio, con una voz apenas por encima del rumor del agua y sinfoniante con su ritmo, le confesó a Tordés:
“En el Malleus Maleficarum se advierte que las damas hechiceras infectan de siete modos: Arrastran a los hombres a un amor descontrolado, l’amour fou; les vuelven estériles para embarazar o arruinan la fecundidad de sus competidoras; al que odian, con un sortilegio le escamotean pene o testículos, uno o los dos si antes los tuviera; transforman a los rijosos en bestias diversas; provocan abortos no deseados; y, lo más cruel, consagran niños al demonio… Mi madre hasta que entregó su alma a Dios veía brujas por todos lados, caballero, en su inocencia de matrona naturalista creía que muchas doncellas optimizadas en el PFS poseían dotes y poderes de nigromantesas y hechiceras. Sospechaba, porque lo suyo era maldecir y sospechar, que más de un cincuenta por ciento de dueñas ejercían de agoreras; de damas, un setenta por ciento o casi, la magia negra; de las princesas, ni hablar, ¡todas arpías! Intenté disuadirla tras mi “reducción”, convencerla de que exageraba, pero no conseguí que despabilara”.
Tras esto, Armenio guardó silencio, pero enseguida prosiguió: “¿Crees que por eso prefiero a los hombres, quiero decir a los más varones de entre los humanos?”. Tordés parecía perplejo, sorprendido, no sabía qué contestar, así que respondió a una pregunta con otra: “¿En qué sentido nos prefieres?”. Enseguida se dio cuenta de que ese “nos” podía entenderse como presunción, pero no rectificó. “No sé… -dudó el eunuco- A vuestro lado siento un miedo distinto, una vergüenza diferente, una inquietud estimulante”. Tras un renovado silencio, Armenio se desnudó y saltó a una hoya de agua trasparente. Tordés le siguió. En el agua fría rieron juntos, jugaron como niños y luego saltaron a la orilla buscando el arrope de un rayo de sol para secarse. Resultó que Armenio se aburría en el Kepos, ¡y aquella hora que pasó con Tordés tuvo prisa! Le preguntó al caballero Recto si le admitiría como escudero. “¿Sabes de armas?”. “Un poco”. Tordés miró sus ojos que semejaban cristal, como alcoholados, contempló su nariz aguileña, su pequeña y dulce boca, surtidor de ámbar. No hallaba dobleces en aquel alma. “Tengo que consultar con mis compañeros” –respondió. “Está hecho”, pensó, “socorrer huérfanos, ¡faena de caballero andante!”.
Aquel mismo día delató Bermejo Descifrador que los peores son los cari-compuestos de virtud y vicio, que abrasan el mundo, porque no hay peores enemigos de la Verdad que la verosimilitud y la plausibilidad. Tordés no hacía caso. Cree en la nobleza del muchacho. Los otros callan, como el que cayó del caballo. Por tanto, otorgan. Esa misma tarde todos supieron de las risas que corrían por la Red a costa del lance de Bermejo y Eucrocia. El vulgo a nadie se la perdona. Todavía faltaban horas para las vísperas cuando un hermano entregó a Bermejo un billete con la firma de la hermana portera. Eucrocia a Bermejo:
Sïempre que tú me admiras
florecen mis átomos rosa linda
y con tu encanto canta mi lira
libre de sombras sin ira.
¡Entra en la Orden, Bermejo,
que cansa revolar como vencejo!,
¡repudia correrías, que canas pintas
y mudan con la edad mucho las tintas!
Tus gestas justas semejan dispares
y corren por ondas de bienes y males
faciendo Fortuna incierta corrida
mientras la Dama ponzoña tu herida.
Si quedas conmigo, fiel a Lohizo,
no sufrirás desdén tan tornadizo,
adepto a Verdad, fresca me verás
los vellos de tus piernas he de rizar
en risueño y perdurable relax.
Y si me buscas siempre encontrarás
las bardas de mi valle, fiel santuario,
ensueños y deslumbres de visionario
y en mis manos un bálsamo muy puro,
en mis abrazos, jardín de Epicuro,
hallarás en mi palabra miel blanca
(modesta te seré, mansa y franca),
digna alegría, profunda conversión
en nuestra amatoria conversación.
En contestación, Bermejo devolvió al mercurio cenobita otro billete en prosa poética: “¡Quién os dio tal poder de prolongar la hermosura del mundo, señora? Sabrosas son las frutas a fines del verano, mas a la primer agua se dañan y a la segunda se pierden. No seré yo como aquel Jasón, regalándosela a muchas y no prometiéndosela a ninguna. Temo que tus sueños y los míos combinen tan mal como la ignorancia y el poder, como la tos y la diarrea, como la presunción y la sabiduría. No seas vos como aquella, que no supo darse reparos de amor”.
Pesar y alborozo, tristeza y alegría, batallaban en su pecho de poder a poder. ¿Se habría comportado como un ingrato con aquella diablesa encantadora? “El profeta Baudelaire ya habló de mujeres muy hermosas y añosas, que ajamonadas o amojamadas ya no se hacen viejas, cuya belleza conserva el hechizo penetrante de las ruinas”. Una vez más, Bermejo echaba de menos los consejos de Bernardina, aquella doncella tan ecuánime y beata que, a pesar de su esterilidad, llevaba siempre hiyab como la mayoría de matronas, “¡O, Bernardina, mi genio tutelar!, mi leal demonio socrático, genio licitador y africano, no prohibidor como el del ateniense, sino tolerante, volteriano. Desde luego, más cabida había tenido en Eucrocia de la que consiente el decoro de caballería, mas ¿no estaba en buen estambre para ser apetecido por una mujer santa? No parece propio de nuestro tono heroico el esfuerzo en torpes deleites y nostálgicas bellezas de carnes consagradas”, pensaba, “mas…, ¿no rebosa siempre el galanteo de amor en disimulos y ausencias?”, se preguntaba.
Tordés hizo que Armenio preparase las caballerías, a las cuales añadió un palafrén como montura suya. Tras una merienda decente, con el crepúsculo escaparon en dirección al hospital de Haltamisa. Bermejo no notó lo que con el café ingería (una droga rara). Pasaron entre dos luces corta travesía, cruzando el arroyo hasta un claro de bosque en noche sin luna. Allí acamparon. E hizo entonces su efecto la pócima.
Bermejo no cogía el sueño y sudaba mares cuando un viento maléfico conmovió las ramas de los árboles. Trajo un torbellino el relinchar de una yegua llamando al potro, el mugir furioso de la libido de la hembra citando al toro, el recuerdo de la reina que abandonando el lecho se lanza por bosques y barrancas, como una poligonera poseída por Baco o como la hija de Niso buscando el lecho de Minos. Cuando Bermejo afinó su visión en el fondo del claro le pareció ver una natividad de Filipino Lippi, los Reyes del mundo en adoración del niño recién nacido, un cuadro que adoraba, como el jardín de una esmeralda gigantesca robado de la Academia florentina; dentro, ni buey ni borrico, ni madre ni padre ni Niño Dios, sólo el fantasma de Eucrocia Filojalia dando grandes voces. La monja desnuda llevaba contra su pubis y entre sus piernas media docena de perros rabiosos:
“¿En qué sima esconderé mi alma para que no sufra y se deje caer en tu negra ausencia? –le interrogó Eucrocia-, pues en esta Día me dejaste abandonada y como muerta, ¡tras la vigilia y el éxtasis de una noche de caricias!”. El espectro de la monja portera lloraba y gritaba a la par, pero ambas actividades le favorecían: en el misterio de su voz hallaba Bermejo el recuerdo de las contralti más deliciosas entonando el Magníficat de Vivaldi con la ronquera que limpian los licores de hierbas y el mate en los lupanares porteños; sus albos cabellos al viento refulgían sobre el hortal esmeralda de aquel portal, mientras se golpeaba los firmes pechos desnudos, el corazón ardía con saña y la cara se teñía de muerte, y aún así, tan hermosa.
Bermejo flipaba, pero no sabía qué alucinaba, hasta que oyó gran instrumental de percusión donde el claro de bosque oscurecía, atambores y címbalos golpeados por bacantes carajabalinas dándoselas de diosas chonis y desvergonzadas snapchats. Corrían detrás de las Mimalónides ligeros y velludos sátiros que rodearon saltando al monstruo biforme de Eucrocia. Tras ellos se presentó Sileno, equilibrista sobre su asno, a cuyas crines se agarraba inseguro y bastante borracho. Y por fin, cerraba cortejo el dios de los racimos, grande como una casa. Al comparecer en el claro Dionisio suelta las riendas doradas de los tigres que arrastran su carro, ¡no parecen sino gatos ante su enorme porte divino!
Eucrocia ya no mira a Bermejo, imperiosa y desgarbada, sus ojeras encierran una gran fuerza fascinadora. Hay mujeres que inspiran el deseo de vencerlas y gozarlas, pero esta inspira el deseo de morir lento y manso bajo su mirada. Aquella débil muralla de horror y hermosura ora admira el alegre cortejo de Baco, ora desaparecen los perros de su vientre como embebidos en el sexo y ora tiembla desnuda como el bambú al borde del lago. Emboca entonces una gigantesca trompeta, adornada con cintas en las que se leen los titulares de todas las noticias digitales del universo y con esta trompeta grita el verdadero nombre del barón Bermejo, que retumbó hacia él como un trueno desde el satélite de comunicaciones más cercano. Por suerte, el dios se dirige a ella y le promete una unión celeste y duradera. Baco desciende de su carro, acaricia a uno de sus tigres, que se estremece de gusto y levanta el rabo y exhibe sus intimidades, el dios coge en sus brazos a la bella y nonagenaria cenobita y se la lleva. ¡Miradla, parece una pluma, un guácharo, un cisne en los brazos dionisíacos! Tan abrasada de amores que arroja a los labios las llamas que le encienden el pecho y besa a Baco, el cual parece beber su fuego y la acuna y se la trajina con todo su cortejo cantando tras ellos: ¡Himeneo!, ¡Evió!, ¡Evohé!
Bermejo se tranquiliza oyendo el compás de su respiración. Oye resoplar a la Isabela, su yegua madura. “¿Qué tiempo tendrá la Isabela?”. Ya no se siente ni enajenado ni culpable. Levanta su corazón. Apunta hacia Lynette, su estrella. Recuerda a Misolinda, su roca. ¡Que le quiten lo bailado! “Aunque no duerme sin sospecha quien mucho tiene ganado”. Y se repite el mantra del Laberinto, como quien cuenta ovejas, dándose reparo y consuelo: “Sabed al amor desamar amadores”.
Continuará…
***
José Biedma López. Epifanía 2020.
_____________________
Webgrafía
https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897