El Barón Bermejo [Jornada XX. Manías esmeraldinas]
***

***
A la tarde se desató un temible vendaval que obligó a los caballeros y al escudero a permanecer en el Hospital de Haltamisa. Fuera, aullaba el viento, pero dentro se sentían seguros, y más por los dones recibidos de la hechicera: la shilá de Álex, el escarabeo de Radón, las pepitas de Tordés y el pentáculo de Bermejo. La cena fue ligera y muy afable. Haltamisa había viajado tanto que sus ojos tenían la gravedad almibarada de los frutos y en su boca fabricaban miel las abejas:
— Como sabéis, caballeros, hay formas de demencia feliz y especies de delirio entusiasta que los dioses otorgan graciosamente: a profetisas, sacerdotisas y sibilas mayormente, cuyo divino vaticinio inspiran, sirviendo de transición entre la pluma y el ángel. Y no me refiero a psicopatías como la de Isabel de Genton a quien la flagelación ponía cachonda en el estado delirante de bacante, o la de santa María Magdalena de Pazzi, quien fustigada lamentaba que la llama interior que la envolvía, en lugar de causarle dolor y expiación, le causase alegría y voluptuosidad… Tampoco despreciamos el carácter religioso o metafísico, además de erótico, de éxtasis similares, y en ningún caso nos tomamos las manías o entusiasmos de nuestras pacientes más eminentes a la ligera, sino como gracias celestiales y ocasiones afortunadas para recordar el futuro, como visiones mánticas que nos sirven de indicios y señales por causa de la gran cadena que forman eventos y cosas; el son sagrado, con que este eterno templo es sustentado.
— Manías que son posesiones, estados anómalos de conciencia que apuntan a señales…, como encuentros fatales, visiones tenebrosas y azares significativos –apostilló Radón el Augur.
— Exacto –confirmó la maga-. Sin embargo, ni hablamos del todo “Celestial” ni mucho menos “Infernal”, idiomas para los que no hay piedra roseta que valga. Y es fácil que esos accesos del éxtasis se pierdan en conjeturas. Entonces consideramos esos delirios que gentes sensatas sufren (digo “sufren” porque no hay trance feliz sin dolor ni salvación sin sufrimiento) y que, partiendo de una reflexión inconscia e involuntaria cuando el corazón despliega sus banderas de actividad, los consideramos, digo, como trances que nos aportan inteligencia sobre el futuro e información sobre mundos paralelos o posibles, muy especialmente en momentos difíciles, durante grandes plagas y penalidades colectivas. Esa demencia afortunada se hace voz en quienes la necesitan como una liberación que se vuelca muchas veces en súplica y en entrega a los dioses, otras veces en pintura, música, poesía y diversas formas de arte, como sonidos o figuras movidas a resplandor, igual que una espontánea palinodia o ceremonia de iniciación…, o de purificación. Es como si las mismas Musas se hicieran con el control de un alma inocente para educar con su canto a quienes han de venir: los susceptibles de ser inspirados y poseídos.
— La razón de ser y el ser de la razón del alma es que se mueve a sí misma (Radón).
— Sólo podemos decir a qué se parece eso que no sabemos qué es, el principio genuino de todo movimiento, anhelo y deseo indeterminados (Haltamisa).
— ¿Habremos de sumergirnos para ello en una floresta de símbolos? –preguntó Tordés el Recto.
— Puedo imaginar ese principio anímico bajo muchas figuras… (Bermejo).
— Triple bestia voladora…
— Monstruo policéfalo…
— ¡Glauco!, dios marino desfigurado por algas, conchas y guijarros, ese humilde pescador que se hizo inmortal mascando plantas mágicas –concluyó el Recto.
— Algas, conchas… Sí, caballeros, hay algo extraño en la naturaleza esencial del alma, aun suponiendo su unicidad formal, ese anhelo hacia el infinito que contradice el fondo abisal del que nos parece haber surgido hace millones de años, nacido de la manía de un gusano (Haltamisa).
— ¿Supone, señora, en las almas divinas la misma tensa complejidad que en las nuestras mortales? ¿O los dioses carecen de deseos y ambiciones?
— Bueno, tal vez sufran o gocen de la misma diversidad, aunque suponemos que el equilibrio en las divinas ánimas habrá de ser, o más perfecto, o por completo diferente del inestable asiento que mantiene el nuestro, muchas veces de acróbata en el borde de una espada o de funambulista en la cuerda floja de un circo.
— A mí me parece, Señora, como si Dios hubiese encargado la creación del mundo a un demiurgo que luego subarrendó su construcción a otro y éste a otro, etc., hasta que un equipo de diosecillos menores concluyó toda la chapuza… Desde luego, este fue mi caso, pues me nacieron bajo el signo de la Arañuela, flor andrógina y recurrente en los cuadros de Leonardo –confesó Álex.
Haltamisa había dispuesto unas habitaciones individuales para los caballeros, menos para Armemio, al que llevaban varias jornadas cambiándole el nombre por Artemio (y él se dejaba hacer), el cual, más leal que un tatuaje, se acomodó en la misma cámara que el caballero Tordés después de ofrecer a la concurrencia algunas de sus danzas nocturnas: milonga y tango de ausencias, gym jazz, hula hawaiano, funky, reguetón, raks sharki oriental, cumbia, zarabanda lasciva, joropo llanero y, por último: una zumba gold a la que consiguió atraer la comparsa de algunas doctoras añosas. La danza se amplió en guateque y descarguita, la farra en parranda y gozadera a ritmo de rumba cubana, con Haltamisa de maquinista hasta la madrugada.
Bermejo se acostó calentito. En su interior se abrieron varios callejones. Su espíritu escogió un sueño espeso de recuerdos, buitres de temores y pesares. Asistía con su pareja a una fiesta cultista [para “cultismo” véase Jornada IV. Driseida]. Los cultistas se oponían sectaria e ideológicamente a los naturistas y llevaban años controlando Centrópolis, capital de Vandalia en los tiempos del Barón Bermejo. Entre tanta gente vip, Bermejo perdió a su prometida Misolinda que hacía un momento hablaba con una amiga y sonreía cerca de él. Al fin la encontró. Misolinda iba vestida de verde obscuro, pero no mucho. Al abrazarla un instante se sintió como en casa. Sin embargo, a él le había reventado el sinus pilonidal y notaba por su frescor que la humedad del pus rebosaba de la compresa y podía manchar el trasero de sus pantalones chinos de color beig claro; por otra parte, los zapatos le apretaban, eran nuevos y comprobó que había estado tan descuidado como para dejarse los cartones dentro. Tenía que volver al coche por una compresa y desechar los cartones. Misolinda buscaría sitio, siempre sabía perfectamente dónde y cómo colocarse, qué comer, de qué y con quién hablar… ¡Menos mal, el pantalón no estaba manchado! Se cambió de compresa, tiró los cartones. Cuando se incorporó a la fiesta cultista un señor mayor, dispuesto en la puerta como centinela, con una camiseta que ponía «centinela», le sonrió, se trataba de un anciano saludable y en buena forma, un maestro infanzón retirado, tal vez. Su sonrisa le inspiró confianza.
— Usted es el de los zapatos -dijo el vigilante y se los miró-. Pase, pase.
Ya dentro, al salir de una letrina se entretuvo alrededor de una mesa hablando con Apolonia, una chica a la que apenas conocía y que le escuchaba con sincera atención. Dos orejitas le colgaban de una cabeza grande, frente ancha, pelo claro, peinado hacia atrás, recogido y oscilando en donosa coleta. Tenía los ojos grandes con iris cuyos grumos pardos flotaban en verde como islitas de chocolate suizo, y mirada inteligente, vivísima, tras nariz aguileña. Apolonia le contaba que muchas autoridades del PFS (Servicio de Perfeccionamiento Femenil), jóvenes optimizadas, no veían ya con tan malos ojos a los zánganos y drones del partido naturista, que el equilibrio de fuerzas estaba cambiando… Bermejo la escuchaba con atención, pero hablaba más que ella; estimulado por el interés de Apolonia se mostraba divertido, ingenioso, encendido… El tiempo se le escurrió con la doncella como agua en canastilla de mimbre. ¡Tan considerada como avizora Apolonia! Sabía que era hija legítima del caballero Barragano, un tipo rico, gran mecenas de zánganos, escritores y artistas de toda condición y de cualquier estado. Cuando ella le comunicó que su padre había muerto de neumonía durante la peste sínica y que sus restos habían sido incinerados, Bermejo supuso que la desdicha de Apolonia estaba relacionada con él y desde ahí su mente saltó al abandono y posible inquietud en que estaría Misolinda, a manera de quien despierta de golpe en plena fase rem. Se despidió de prisa y, como pudo y supo, sin faltar al protocolo, hizo que un IA le empaquetara en cartón reciclado la comida que dejaba en su plato, rica en proteínas y pobre en grasas e hidratos.
Al fondo, la orquesta; al fondo y a la derecha, una barra americana. El bufé estaba terminando, unos cuantos IAs limpiaban las grandes mesas negras más cercanas a los músicos en las que quedaban aún restos de elaborados y suculentos manjares, y luego las plegaban y retiraban para despejar la pista de baile. Bermejo no tenía hambre, había comido algo con Apolonia, pero sí sentía sed. Daría lo que fuese por un cóctel «old fashioned» bien preparado. Sin embargo, deseaba sobre todo encontrarse con Misolinda, entregarle la pitanza proteínica que guardaba en el cartón, besarla levemente y descansar en su abrazo. Le explicaría la razón de su retraso, lo que le había costado encontrar su auto japonés y luego una letrina, coger la compresa, abandonar los malditos cartones de los zapatos y lavarse el sinus.
Un tipo muy fuerte con pinta de conseguidor le detuvo. Le habló. Parece que quería comprometerle en la acción política.
— Ve usted aquel vestido verde, que deja al desnudo la piel dorada de la espalda de aquella optimizada –le espetó Bermejo, un tanto ceñudo.
— Lo veo -dijo el conseguidor.
— La mujer que bulle y viaja dentro es mi señora, mi salud y mi salvación. Me está esperando desde que comenzó el bufé.
— ¡Ya!, pero me gustaría que v. m. tomara algo conmigo antes. Quiero hacerle una proposición.
— ¿Indecorosa?
— Depende. Mejoraría su suerte y la de su señora.
Pidió en la barra Bermejo su old fashioned. Dejó al barman el paquete con restos cocinados de pescado y carne: «guárdeme esto».
— ¿No es un brebaje muy antiguo?, -preguntó el tipo grande, demostrando no saber idiomas y mirando con reticencia el anaranjado y ambarino cóctel.
— La pócima del doctor Siegert, o sea, el Amargo de Angostura que entra en su composición me alivió una vez las volatilidades del estómago causadas por malaria, por eso le tomé cariño al zumo.
— ¡Ah!, pero lleva mucho güisqui…
— Dos onzas.
Con condescendencia de invitado, Bermejo accedió a oír la proposición de aquel tipo que parecía creer en la posibilidad de mejorar el mundo mediante decisiones públicas, políticas. Pero ya por entonces la mente de Bermejo enraizaba en dudas y apuntaba a la vergüenza más que a la culpa, a la honra más que al poder.
— Misolinda y yo agradecemos mucho su invitación. Y me halaga su propuesta, que haya pensado en mí para el puesto de Corrector de textos del Concejo de Centrópolis, pero he decidido optar por la Caballería andante con el consentimiento de mi prometida, la simpar Misolinda. Y no deseamos por el momento abandonar el cortijo en el que vivimos, con sus jardines, granja, biblioteca y hortal.
En su sueño, Bermejo recordaba claramente aquellas palabras y aquella decisión que marcó sus vidas. Misolinda ya sabía que él había vuelto a la fiesta vip cuando le vio en la barra con aquel tipo pesado del esmoquin granate. Mientras Bermejo degustaba en la barra su cóctel dejando que el hielo roto lo suavizara y el olor a cítrico le refrescara las narices, contemplaba la bella espalda de Misolinda, partida en dos por la visible cadenilla de vértebras que se hundían con ritmo en su cuello, como una valiosa ruina arqueológica en las tostadas arenas del desierto, allí donde el pelo se elevaba para enredarse en un formidable y complicado moño de pelo negro. La seda verde de su vestido refulgía en profundidades oceánicas, en huertos esmeraldinos, seda joyante procedente exclusivamente de capullos fabricados por un solo gusano. Había merecido la pena enfermar de malaria para pagar aquel vestido y las esmeraldas que colgaban de sus lóbulos haciendo juego…
***
Continuará…
José Biedma López
Durante el clímax del febrífero virus coronado,
calzada Primavera de verde, esperanzada con vestirse de mayo.
_____________________
Webgrafía
https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897