El Barón Bermejo [Episodio LXVI. Consommata]
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La galería siniestra, por la que los caballeros pretendían acceder a la torre donde el malvado Salmanto encerraba a Lynette, se estrechaba y obscurecía. La atravesaba un arroyuelo de linfa informatizada que destellaba aquí y allá con píxeles lumínicos. En su titilante corriente se veían iconos fugaces y se oían músicas y voces ofreciendo dispensarios de oxitocina para mejora de la empatía, alquiler de efebos de gama alta, damas y drones de compañía (escorts), doulas de cría para optimatas fértiles, androides de protocolo o de uso terapéutico para pedófilos, experiencias meta-oníricas y servicios sexuales muy especializados (bajo demanda): “¡Hágaselo con un clon!”. “¿Busca una experiencia atávica? Le ofrecemos una vivencia impactante: ¡Conviva y jollame a lo bestia con un espectacular neandertal o con un exótico denisovano!”… ¡Incontables, los espacios virtuales de “pornografía para ángeles”!, en holovídeos protagonizados por inmaculados cuerpos delfi o por waldos tele-activados por famosos y glamurosos.
En promoción, los petulantes de las zapatillas deportivas ofrecían en sus artículos bolsas de aire cada vez más sofisticadas y pseudocientíficas. Llamó la atención de Álex el anuncio de matronas rediseñadas como hidatidiformes patógicas, capaces de poner huevos cónicos y pedunculados. En el mismo paquete se anunciaba el Mes de la Muñeca Barbie Rosa.
– ¡El espantoso tono rosa de los chicles! –exclamó Radón el del Penacho, con soberano desprecio-. ¡Estamos presos en el escaparate de una tienda sin ventanas!
Ya era difícil rescatar la naturaleza de la industria durante la Época Binaria. Sólo “el sujeto contemplador” lo conseguía. Poetas y cazadores, o sea, “contempladores”. Los primeros edulcoran la naturaleza con metáforas. Si los poetas buscan la belleza es porque el mundo les parece feo; y la rutina, vulgar. Los cazadores y deportistas humillan la naturaleza con esfuerzo, sudor y disparos. Autosuperación. Sin embargo, cuando el Barón Bermejo suspiraba por Lynette, ya hacía siglos que la naturaleza –también la humana- había sido reinventada. Habíanse corrido por el cielo muchísimas lunas desde que los organismos primitivos se sustituyeron en su mayoría por sistemas bióticos que integraban y maridaban organismo con máquina, el cerebro con implantes neurotécnicos, por no decir con “dispositivos neuróticos”. La humanidad, escindida del tempus lento de la evolución natural, había inventado el tempo prestísimo como astucia de su naturaleza y de su razón, labor de la técnica del homo faber, faena del animal tecnológico, tanto más sujeta a sus leyes naturales y subalternas cuanto mejor las conocía e implementaba. Ya lo calculó el maestro Norberto Wiener con rigor matemático en El Uso humano de los seres humanos. Cybernetics and Society. ¡Por Ártemis, un título así asusta a cualquier Duque!: Hemos modificado tan radicalmente nuestro entorno (environment) –dijo Norberto- que hemos tenido que modificarnos a nosotros mismos para poder sobrevivir en este nuevo ambiente.
No se sabía si la reprogramación, recombinación y diseño del ADN habían acabado con especies y géneros o si los habían multiplicado; la antigua frontera entre natural y artificial se disipaba, borrosa, difuminada o invisible en la práctica. Algunas identidades naturalizadas habían pasado a ser identidades fracturadas, pero los avances de la tecnología garantizaban una recomposición efectiva, fluida, aunque muchas veces efímera. Identidades victoriosas eran las imágenes de marca cuyos logotipos lucían muchos caballeros en sus escudos de armas y en sus capas de feriado como talismanes. ¡LA CHISPA DE LA VIDA, en estaciones espaciales y satélites artificiales!
Pero, ¿acaso no nos cansamos también de estar a gusto, de consumirnos consumiendo? Algún sistema biótico había preferido encarnarse -o mejor diríamos: codificarse– en un profil monstruoso para circular llamando la atención, inquietando o gustando en las redes sociales cósmicas. Lo monstruoso no sólo seduce a los niños. El diablo pulula, bulle y hormiguea omnipresente como Diosa. Asusta pero cautiva; aterroriza pero emboba; entra en sinergia con grandes empresas, disemina franquicias en cruzadas de promoción o campañas de promoción cruzada.
El cisma sexual de la cultura andrógina, discordia que sobrevino inmediata al eclipse de la Era Binaria, no se había resuelto satisfactoriamente, ni la superación completa de la Maldición del Génesis-géneros: “Tú, varón, ganarás el pan con el sudor de tu frente; y tú, mujer, parirás a tus hijos con dolor”; las máquinas no sudan y poseen inter-faz, que no frente, y los cibercentros de ingeniería reproductiva minimizan los errores fortuitos de la fecundación impulsiva (rara y reprobada). Las ingeniosas bioingenieras optimates programan la reproducción y eliminan los dolores de la gestación, suprimen los sufrimientos inútiles del parto y velan por el biomejoramiento moral y porque los productos bióticos puedan consumirse con gusto.
La emergencia o reconstrucción de la conciencia ha dejado de ser un problema identitario. En realidad -como anunció al fin de la Era Binaria la optimate Haraway, profeta del cyberfeminismo: «No existe identidad de género, ni identidad racial o nacional, sólo mecanismos ficticios de identificación.» Hoy, cualquiera puede mudar de identidad, aunque no bastará con proponérselo, sino que debe aprovechar las ofertas de los parques temáticos distribuidos por el planeta o por el resto de los cuerpos astrales terraformados, y hay que contar con las disponibilidades de las unidades de producción y reproducción o con el patronazgo de las marcas, así como con los catálogos oficiales de cuerpos posibles, que varían mucho de una estación a otra. Los procesos de transmutación somática se ajustan a dos modelos generales: ora a un esquema hemimetabólico, ora a un esquema de larga duración, holometabólico.
En esto…, y volviendo al desempeño caballeresco de nuestros protagonistas en el Parque Euroasiático, contaremos que el arroyo que atravesaba la caverna y dificultaba el paso de nuestros adalides ofrecía proyectores low cost capaces de ampliar el círculo dulce de los labios y esfínteres de Gracián de Vasaltar, campeón de moda, en figura estereoscópica o en anáglifos saturados de tres metros de diámetro, susceptibles de ser visualizados en 3D con gafas de regalo, ¡y todo ello en el salón de casa con resolución de 1,92 megapíxeles por pulgada!
Aunque la dualidad privado/público había sido censurada por considerarse retrógrada, se ofertaban “espacios íntimos” para el suicidio lúcido o para la transmutación sináptica. “¡Textualice su cuerpo, resuelva su puzle semiológico! Lamenta usted ser sólo copia, calco, ¡HÁGASE ORIGINAL, ORIGÍNESE!”. “Implántese algoritmos de decisión y evitará muchas situaciones de angustia o estrés!”. “¡Prohibido aburrirse! Su destino frustrado merece maquetación lúdica…”. “Puestos a amar el sonido, mejor exhibir imagen”.
Entre el merchandising viral de automóviles solares automáticos, pudieron nuestros gentilhombres vislumbrar a la Princesa de Murrius semidesnuda simulando que disimulaba el escándalo de un embarazo mientras participaba en el programa de cocina Wok Venus. No había terminado su actuación cuando los autos unipersonales que se anunciaban al principio ya habían pasado de moda o empezaban a sucumbir a la obsolescencia programada.
Como una granizada hiere los frutos o los hace caer al pudridero, como chaparrón que distrae de pensamientos propios y creativos, se hacía insoportable la sofística comercial de los publicistas, cháchara de los nuevos reyes filósofos de la aldea global, labia de los creativos, monserga de la retórica triunfal de marketing. Sufrían nuestros amigos como en un túnel de gravedad alterada donde si algo no sube se precipita en el vacío. No hay ansiolítico que pueda con semejante tensión y con la culpa de no poder estar al día o la de perderse el último consuelo. Durante quince minutos se ofertaban gabinetes de terapia y grupos de apoyo para paliar la ansiedad consumista, atajar el síndrome de compra compulsiva (oniomanía o shoppingmanía) o mitigar la “depresión poscompra”. Todo el mundo necesita actividades para, en teoría, «desestresarse», pero te das cuenta de que, en realidad, la gente no hace más que defenderse.
No era este el caso de nuestros bien educados caballeros, adalides de la austeridad, que lucían una impecable insensibilidad al escaparate y al espejo. No necesitaban de esa farlopa. Igual que las cucarachas las rocías una y otra vez con el mismo veneno hasta que se vuelven inmunes… No ardían en gasoil incendiado por “la chispa de la vida” ni el tirito de coca formaba parte de su normalidad lúdica… Llovían eslóganes sobe ellos, pero rebotaban o resbalaban por sus carcasas: “COCA MAMI, probablemente hay una coca mejor, lástima que no exista”. “El efecto que produce dentro se nota fuera”. “El 100% de los ganadores prueban SUERTE”. “Conectemos nuestros talentos, MANTÉNGASE ONLINE”. “Porque te lo mereces… COMPRA, ENDÉUDATE, COMPRA”. “Adquiera unos gramos de sensibilidad humana o de ciberdiversidad en un mundo de brutas máquinas: JUST DO IT!, WE CAN!”. “GOLFA, el perfume que nos encanta odiar”. “DELGADÍN, delgadez integral menos en la mente”
A Tordés se le pegó este nombre, “delgadín”, “delgadín”, ¡DELGADÍN!, como un piojo que se agarra con las uñas a un rizo del pubis, como una garrapata que hunde su hipostoma en un capilar vecino a una arteriola. El Recto se sabía gordito y tuvo que arrancarse el eslogan como quien se arranca una verruga lapa…
De aquella corriente de vendedores de significado y mitologías corporativas: marcas, logotipos, ídolos, iconos y simulacros, emergió de repente una criatura singular que primero semejó tritón o salamandra… Mas pronto se irguió y presentó apostura racional y estampa humanoide. Un extraño pliegue descendía por su garganta y las pupilas de sus ojazos figuraban relojes de arena por cuya angostura retinal circulaba polvo dorado o llama amarilla como lejano incendio en mitad de la noche. Sus músculos pectorales carecían de pezones, en su lugar los logotipos de dos marcas de ropa deportiva. Toda su piel verdosa y viscosa relucía salpicada de manchas rojas y amarillas de advertencia aposemática: “No me toques, no me comas, soy tóxico”. En el centro del vértice de su cabeza lampiña se hacían visibles dos platillos yuxtapuestos: escapo y pedicelo, sobre este último crecía una antena plumosa que recordaba el penacho amarillo de Tordés…
¿Anfibio o insecto? Le llamaremos tritonsecto. De su rostro salían dos palpos maxilares tras los cuales relucían dos poderosas, dentadas y afiladas mandíbulas, parecidas a las de los primitivos avispones. Seguramente la criatura había sido diseñada estenobionte para un hábitat muy particular y había caído en el arroyo de la Internacional Publicitaria accidentalmente, ¿o, quizá, se trataba de un monstruo asesino al servicio de los intereses defensivos del Quejumbroso?
Antes de que Bermejo pudiese responder a esta cuestión, el tritonsecto estenobionte le retorcía un brazo a Artemio que gemía de dolor. De nada sirvió que Radón le escupiese con saña a la criatura unos cuantos aforismos de Nietzsche y un par de poemas de Baudelaire en su original francés; aquel tritonsecto resultaba insensible a los paralizantes simbólicos e inmune a los desahogos líricos…
Continuará…
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José Biedma López