El Barón Bermejo [Jornada XVII: Aviso de cuclillo]
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José Biedma López – Exosoma lusitanicum, galerucas chrisomélidas copulando sobre gamón (Sierra Morena).
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“Nuestra Señora siempre ha querido ver al hombre arrepentido”
“Nuestra Señora nunca falló a aquel que bien se arrepintió”
Ramón Llull
El caballero Radón despertaba cuando sintió lacerado y frío el pecho por las lágrimas heladas de su ahijada Ausonia, ausente. Lo primero que vio fue el morrión tirado por el suelo. Su casco no era de metal, sino de plástico durísimo y transformable, con diversos ojetes para el copete, que ahora se alzaba casi recto a la frigia, en forma de cresta o media luna. Lo prefería mejor a la beocia, tal que estandarte casi recto surtiendo de la parte posterior como la cola de un dogo moloso. Nada más acomodar a su gusto el penacho dorado, vio la silueta de Ausonia recortada en negro sobre la claridad de fondo de la entrada de la gruta. Dio unos pasos perezosos, inseguros. La luz no era sólo de amanecida, sino del fulgor caliente de una gran hoguera en que ardía fuera el aparatoso disfraz del endriago.
Radón se quedó de piedra pómez. A los pies de la oronda y joven marciana yacía el cuerpo desbaratado del flautista como un enorme pez abisal arrojado sobre la arena apestando a proteínas en descomposición. Por un instante, sobre aquellos despojos se agolparon como páginas de un libro los espectros de los caballeros y drones que Radón había muerto. Comprobó que se trataba de restos mortales, ¡los del falso endriago! Bastó una mirada para que Ausonia y él se entendiesen. Radón comprendió que los músculos de los poderosos brazos de Ausonia se habían sobrado para romper aquel cuello de viejo.
- ¡Lo comprenderéis! ¡Se lo había ganado! Esperaba poder abusar de mí antes de venderme a los coyotes de la Meseta Alta –les dijo la marciana con mirada intimidatoria-. Quiso mi ángel guardián que vos os presentaseis primero. ¿Y todos esos chicos a los que raptó en el pueblo?… ¿Sabremos qué hizo con ellos o qué fue de ellos?
Radón no quiso saber más, comprender el alma de una mujer es como abrir una puerta al abismo, una puerta que prefería mantener cerrada, sobre todo por la analogía que había establecido su espíritu entre Ausonia y su añorada hija fallecida en mortal accidente de tráfico.
En la misma pira donde ardía el chasis del endriago chisporrotearon y ardieron las pocas grasas del flautista. Todos se miraban sin saber qué decir.
- Hay que morir para madurar –sentenció Tordés, a modo de epitafio.
- Tres son los lugares privilegiados para la experiencia de Dios: el mal, el silencio, y el Soberano Tú. Este último habrá de juzgarnos. ¡Que su sentencia te sea más leve que el fuego! –añadió Álex el Ballestero, hipnotizado por la candela.
De pronto, se encendió de naranja el reloj Evamicruz en la muñeca de Bermejo. Alguien les observaba con intención opaca. Y era una manada de “coyotes”, que fieros cayeron sobre ellos desde los confines de la Alta Meseta, tres tipos grandes, vestidos como cazadores y bien armados, que olían a sangre, cuero y tempestades. También Álex calzó su ballesta infalible. Tordés echó mano a su pistola. Ensangrentada hubiérase afeado la escena si Ausonia no se hubiera situado entre las dos partes exigiendo atención y contención. - ¡Tranqui, troncos! Los he llamado yo –dice Ausonia-, mejor dicho, los ha llamado Titonio. Ya sabéis que mi padre y yo estamos entrelazados cuánticamente. No importa la distancia que nos separe, nuestras mentes y aún nuestras acciones permanecen “fantasmagóricamente” unidas, por decirlo con la venerable expresión del Físico violinista. En la Meseta Alta, una optimizada clase A, amiga de Titonio, mi padre, ha mostrado su disposición a acogerme en su matriciado productivo, extensión del Ministerio de Asuntos Sociales que estudia la situación e intereses de los colectivos racializados y, entre ellos, naturalmente, del colectivo marciano. Las del planeta rojo tenemos curiosidades que ofrecer, aptitudes que merecen ser estudiadas y, algunas añadimos, a la diversidad funcional, superpoderes… Estos drones me acompañarán y garantizarán mi seguridad hasta llegar al matriciado. ¡Más les vale! –añadió, guiñando un ojo a Radón-. ¡Así que ha llegado el momento de despedirnos, señores caballeros!
No se pueden relatar, sin alargarse en demasía o enojar al paciente lector, las caricias que se regalaron y lindezas que se dijeron cuando Radón abrazaba a la chica marciana como padre putativo con melancólica remembranza de su muy amada hija Moira, asesinada por un tráiler en el polígono industrial de Metrópolis. Mientras los coyotes y la valiente marciana desaparecían cuesta arriba, Radón permaneció como Arjuna sostenido sobre un solo pie, esperando que un dios le regalase un arma definitiva contra los celos, la envidia y los tráileres endemoniados. No se olvidó por ello del compromiso con la empresa del amigo del alma, el Barón Bermejo: o sea, la liberación de Lynette, idealizada dama de su compañero. Enseguida, arrearon sus cabalgaduras cuesta abajo haciendo cantar a las pizarras cuando al borde de los cercanos bosques sonaba la primera llamada del fullero cuclillo.
Bordeaban la Meseta Alta de oriente a occidente, camino de la colina de la Adivinación y del consejo inexorable de Haltamisa. Abajo, en la lejanía, los ejidos, pastizales, campos y bosquezuelos rodeaban las casitas humeantes de Fonterrisa. En su extremo los cipreses de un cementerio no regalaban sombra ni sueño, sino que como dedos flamígeros reclamaban justicia al Cielo. Ya no tendrían sus aldeanos que preocuparse por el Endriago, ejecutado limpiamente por Ausonia la marciana, quien muy pronto sería –aquel pajarito tramposo lo anticipaba- una traveler influencer de primer ordenamiento, ahora que viajeros y turistas se habían convertido en la mayor nación del mundo con bandera y mote, pues Progreso exigía romper vínculos y moverse sin tregua ni siesta ni sueño de un sitio para otro, aunque fuese con mascarilla.
Para entretener sus liberales ocios mientras cabalgaban al paso de la mula de Artemio, se contaban los caballeros anécdotas de los años de formación en pulimento y caballería. Tordés recordó al Brigada Marchena de la Cruz de Malta, famoso por sus solos de trompeta. Con sus agudos supersónicos sacaba a las liebres de sus madrigueras y las ponía en fuga, por lo que los desfiles de su Séptima compañía eran seguidos por reatas de galgos con dueños oportunistas. Recordaban los infanzones alegremente laureles compartidos, como cuando los del Profeta apresaron a diez cristianos en mazmorra a la espera del pago de su rescate, entre ellos el eruditísimo caballero Borín de Cartagena y Carcunda el Abollao, su bravo escudero, a los que Bermejo con ayuda de Tordés salvaron del copo y libraron de la cadena, y de cómo Borín y Carcunda fueron pidiendo a Dios gracias para los caballeros por la gran merced que les hacían y galardón por así les acorrer. A raíz de aquel trance, Borín de Cartagena colgó el yelmo de caballero y el escudo con su emblema. Pasó el resto de su vida estudiando textos de la alta Edad Media, empeñado en demostrar que San Fulgencio (468-533), obispo de Ruspe, cuyas homilías hacían llorar al arzobispo Bonifacio de Cartago, fue la misma persona que el mitógrafo y comentarista virgiliano Fabio Plaucíades Fulgencio. Y más descabellada fue aún su pretensión al afirmar que el obispo númida reencarnó un siglo después en San Fulgencio de Cartagena, hermano de Santa Florentina, San Isidoro y San Leandro, y cuya quinta hermana, Teodora o Teodosia, fue madre de Hermenegildo, príncipe gótico decapitado en 585, también mártir y santo.
Trajo a colación Bermejo las enseñanzas de su maestro de armas el Capitán Jumilla, experto cetrero y criador de grandes daneses con pedigrí, así como las excursiones nocturnas que el oficial artillero organizaba a las ruinas del castillo templario, ascendiendo un sendero iluminado por luciérnagas vivas. Desde su altura de corona mellada se abría el horizonte a todas las luces costeras del Purandam septentrional, cuyas aldeas como fantásticos belenes eran cortejadas gentilmente y lamidas, muy golosamente, por las espumas de un mar muy negro y nuestro, a borbotones que brillaban como encajes de plata enlucidos por la luna. En ese cielo profundo pacía el Altísimo sus rebaños de rutilantes estrellas.
Continuará…
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José Biedma López
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