Abadía sideral [De los Archivos de Claudia Prócula]
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Licénido macho sobre semillero incompleto de diente de león.
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Lope de Bisejo, amigo y albacea testamentario de Claudia, no se explica cómo en el archivo de la doctora fue posible descubrir una carta aparentemente redactada un siglo y medio después de la muerte de Claudia. Pero el hecho es que la encontró allí, tal y como aquí se publica.
Orestes Vitalo, Abadía Orbital de Isenheim, Año 2151 (d. C.)
Estimada Claudia Prócula:
Supe de la existencia de la Abadía Orbital de Isenheim por Álvaro Cortina. En la segunda parte de su Ascensión hubo contado el desastre que sufrió el monasterio satélite en el siglo XX, antes de verse restaurado y ampliado. Su parcial destrucción resultó tan espectacular que por una vez los locutores la presentaron prime time, en lo que de verdad fulguró como hora estelar.
Para los prelados católicos de todo el mundo, desacreditados por escándalos sexuales desde hace generaciones, arrinconados por iglesias evangélicas y por el islam, se trataba de un satélite emblemático, así que para la reconstrucción de la abadía cundieron donaciones, campañas, llamadas de auxilio. Yo, querida Claudia, fui educado en un catolicismo casi idolátrico y aun creyente tibio, heterodoxo, siempre descarté la posibilidad de la gloria en este mundo, pero la ansié buscándola en los cielos, o más allá de los cielos, donde el divino ateniense entrevió las auténticas esencias. Busqué la beatitud dentro y fuera de mis ocupaciones diarias.
Desde la muerte de Faustina, confidente, amiga y amante de toda la vida, ¡ay, Faustina!, mi muy amada esposa, madre de mi única hija, tras su fallecimiento me sentía cada vez más incómodo en la Tierra, ajeno del todo a su icono-esfera virtual, por así decirlo. Lo terrenal me hastiaba. Ningún espectáculo me distraía de una profunda tristeza ni mitigaba mi desaliento. La buena salud me consentía cierta calidad de vida, pero aparte de los placeres elementales, comida, bebida, sexo, psicodélicos, me hallaba por completo ayuno de ilusiones. No es que quisiera morir, pero me daba pereza seguir viviendo. Y una vida vegetativa apenas me satisfacía, o más bien me desesperaba.
Desaparecida mi amada compañera, ningún vínculo familiar me ataba ya forzosamente a la Tierra. Mi hija Selena llevaba su propia vida al otro lado del mundo y no había consentido en darme nietos. Siempre creí que se me parecía demasiado como para que nuestra relación fuese satisfactoria. No habíamos roto, pero no hallábamos mucho placer en la convivencia, y ni por un momento quería yo resultarle una carga si alguna enfermedad me invalidaba o rodaba por la pendiente de los años a dependiente. Sentía que la gravedad del planeta madre me aplastaba y notaba agobio, sofoco, no mera asfixia física provocada por la contaminación del aire, sino algo más espiritual, más metafísico.
Tal vez vivía en el pasado sacrificando el presente. El caso es que ansiaba una sabiduría nueva y el principio del olvido. Por consiguiente, ahorré para pagarme un pasaje hacia el monasterio de Isenheim en la lanzadera más próxima. Caro, carísimo, pero no tanto como cuesta el billete a las colonias de Marte, de Ganímedes o de Titán. Quería conocer in situ el tipo de vida que llevaban allí los benedictinos en su abadía orbital, alejados de su mundo de origen, recogidos en oración, canto, contemplación y meditación, suspendidos en el espacio sobrehumano. Sentía curiosidad por conocer cómo habían reinterpretado la regla de San Benito, del Císter o del Cluny, cómo aplicaban en el siglo XXII el “ora et labora”. Liquidé mis pocos bienes. Gozaba de una digna pensión, que supuse suficiente para pagar los gastos de mi estancia como huesped, y luego no descartaba ingresar en la comunidad como converso o proficiens.
La abadía orbital era económicamente autosuficiente gracias a la agricultura hidropónica, el cultivo algas superalimenticias y la venta internacional de productos farmacéuticos. Lo reciclaban todo y apenas necesitaban provisión externa. Se habían reconstruido con la máxima seguridad los niveles traslúcidos de la estación, algunos de ellos inundados por completo como piscifactorías integrales. Por encima de estas granjas, las vidrieras góticas y los ventanales románicos de la abadía propiamente dicha eran más preciosos que cualquier lucero al alcance de un telescopio mediano. Gira en torno a Isenheim un satélite más pequeño, que no se destruyó con el desastre descrito por Álvaro Cortina. Se trata de ECO IV, el cementerio de los monjes, un extraño jardín ordenadísimo, inundado por la luz de las estrellas. Enormes ángeles esculpidos anclados en el suelo adornan esa especie de isla de los muertos, en la que también hay lugar para una pequeña hospedería a la que acuden sobre todo artistas, buscando inspiración y soledad. Al contrario que en la abadía, allí no hay gravedad, por lo que el cuerpo se deteriora pronto si la estancia es duradera.
Para acompañar su crónica del desastre de la Abadía, cuyo protagonista salva su vida y la del último monje precisamente en el satélite cementerio ECO IV, Cortina propone la audición de la Parte IV y V del Uaxuctum del compositor Giacinto Scelsi, conde de Ayala Valva y precursor del espectralismo musical. No puedo decir que el dramatismo misterioso de esta joya tímbrica me alegre el alma, pero sí que estimula mi imaginación hacia regiones arcanas y salvajes, a la vez primitivas y futuristas, justamente hacia el paisaje de una mitología tan cruel que invita a la huida. Inyecta fantasía para salvar la realidad. Por si alguien no lo sabe, Uaxactún [sic] fue una aldea maya abandonada en el siglo VIII por razones que desconocemos. Hoy yace en la región de El Petén (Guatemala). Conocí la obra de Scelsi gracias a mi amistad con un virtuoso de las ondas Martenot. La música de Scelsi expresa la mística que su autor imagina asociada a una autoinmolación colectiva por motivos religiosos. Evoca imágenes apocalípticas de masas de fieles equivalentes a las de los Libros de Daniel o de las Revelaciones. La audición de esta música me recordaba la voluntad de Aleksandr Skriabin de disolver toda humanidad y todo cosmos en un solo acto musical.
Sí, Claudia, yo deseaba morir del todo, pero no enseguida ni feamente. Anhelaba disolverme en la Luz o, por lo menos, en mitad de una iluminación. La reclusión en una abadía sideral es también un tipo de autoinmolación, ¿no cree? Un monasterio a cien mil kilómetros de la Tierra, una construcción pasmosa y sombría -como la describe Cortina- en mitad de la nada, apenas conocida por los católicos, ¡y por algunas empresas farmacéuticas!, debido a la variedad de hierbas de diseñan y cultivan sus monjes, por sus empleos terapéuticos que se asocian a propiedades “santas” y hasta “milagrosas” …, algo así llamó desde hace años mi atención, pues en la vida activa me dediqué a la bioingeniería. Tal vez los monjes de Isenheim apreciaran mis conocimientos. Tal vez el poder serles útiles alegrara mi vejez.
La verdad es que la música de Scelsi llegó a obsesionarme como una pesadilla recalcitrante de la cual sólo me despegaría viajando al monasterio benedictino de las estrellas. A mi llegada, la abadía no me decepcionó, por primera vez en muchos años sentí cómo se me aceleraba el pulso, su estructura escalonada y traslúcida relucía flotante como una pelota de copos de nieve o una esfera de purísimo fuego en estoica conflagración final. Cuando se abrieron los paneles curvos de su pared frontal, apareció una enorme cúpula, pensé en la intimidad de una gigantesca rosa azul mecida en la caldera profunda de un volcán. Con el monje portero que me recibió apenas intercambié diez palabras. Igual que el mayordomo o el prior, todos vestían de negro y pisaban sin hacer ruido, lentamente, con paso solemne, tal vez el exigido por las botas magnéticas. A través de un inmenso ventanal se podía ver el planeta de origen como una mole gris y lejana.
Atravesado el portón ya no hicieron falta botas magnéticas, el sistema controlaba los niveles de gravedad acercándolos a los de la Tierra, aunque no del todo, por lo que uno se sentía más ligero en medio de aquella total pulcritud. Una vez nos quitamos las botas, descalzo seguí al monje mayordomo hasta mi celda de visitante, un cuarto blanco con un baño, una cama y una lucerna por la que se oteaban estrellas lejanas. El mayordomo se fue a cantar su oficio de Vísperas y me dejó solo. Me dijo que esa misma noche conocería al abad Paulino.
A la hora de la cena volví a ver al mayordomo. Vino por mí para conducirme a través de un laberinto inmenso. Al final de alguno de los pasillos interminables distinguimos el borrón ceniciento de un monje moviéndose lentamente en absoluto silencio.
Isenheim había sido reconstruida con siete plantas en lugar de las seis que tuvo en su génesis. Arriba del todo (aunque “arriba” y “abajo” es aquí relativo), como en su polo norte, el portal y la recepción. Techos altos y minerales. Debajo, los motores que corrigen cualquier desviación de la trayectoria orbital prevista y el generador de gravitones para regular el peso de sus objetos y criaturas vivientes. Luego, las celdas y el claustro, de dos plantas con arquerías, con su sala capitular y otra de aislamiento en la de abajo. Se abre con un patio cerrado que mira a la galaxia a través de una inmensa claraboya. Un jardín atravesado por seis caminos que convergen en el centro, simbolizando los cuatro ríos del Edén y la doble vía hacia la virtud: moral y teologal.
Junto al claustro, la iglesia principal, cuya atmósfera artificial ocupa dos plantas, con obras de arte, entre las cuales cuenta el famoso Políptico de las estrellas de Alselm Des Près, cuya historia y estilo describe Álvaro Cortina en su crónica. Las siguientes plantas escalonadas están destinadas a huerta hidropónica y piscifactoría. Dos de ellas inundadas en parte y recorridas por pasillos libres de agua con paredes translúcidas y exclusas apropiadas para la intervención bioquímica y la recolección de abastos. Un sistema automatizado abre y cierra la cáscara esférica exterior para controlar la temperatura del agua o de las habitaciones dedicadas a cultivos aéreos.
Abrí mucho los ojos y la boca cuando al día siguiente paseé alrededor de estos inmensos tanques, muchas de las especies que veía me eran del todo desconocidas, seguramente habían sido diseñadas genéticamente ex profeso en la planta última, en el polo sur del monasterio, que servía de laboratorio, enfermería, botica y biblioteca. Peces grandes como elefantes, crustáceos enormes de patas hercúleas, algas colgantes como lianas selváticas de todos los colores del arco iris en aquel océano parcelado e inventado. Un espectáculo bello y aterrador a la vez. Enormes acuarios batidos por corrientes suaves procedentes de enormes depuradoras, seres muy diferentes en simbiosis más o menos estable.
Me he adaptado bien a los ritmos y rutinas del monasterio y he profesado como novicio. Mis conocimientos han sido útiles a la comunidad y aún he aprendido lo que no creía que pudiera ya aprender, pero una angustia creciente empezó a embargarme después de un año y medio terrenales de estancia en Isenheim. La música callada del monasterio era de buen tono, comprometiéndome con intensidad exacta, suficiente…
¡Pero faltaban timbres!… En la abadía de Isenheim no hay mujeres. Tan sólo paz vegetal y acuática, el murmullo de las fuentes, aquí y allá, y los salmos gorjeados por el coro en gregoriano, por voces graves. Este inconveniente, querida Claudia, me pareció primero insignificante. A mi edad, mis necesidades sexuales son muy limitadas. Las sublimo fácil. ¡Qué estúpido sería pensar que mi angustia tenía algo que ver con lo físico!
Un día formé parte del séquito fúnebre a ECO IV, el cementerio que orbita alrededor de la abadía, satélite alrededor de otro satélite, y al contemplar la cara andrógina de uno de aquellos enormes ángeles de mármol o alabastro escuché el eco de ciertos armónicos propios de la voz femenina: los de mi abuela cantándome una antiquísima nana, los de Faustina llamándome a la mesa, los de mi hija llorando por las noches o riendo cuando cubría muy lentamente las nueces con miel. Pensé en ella, en mi hija Selena, enterneciéndome como nunca antes me había enternecido. Podía comunicarme con ella telemáticamente, verla en una pantalla, oírla a través de una máquina, sabía de su vida, pero a esa voz que codificaba y descodificaba el sistema telemático le faltaba espectro, dinámica, los formantes específicos de su singular personalidad. Y su olor, Claudia, su olor, ¡desde la Abadía yo no podía oler a mi hija!…
El último mes me ha resultado desesperante. Pienso que esas cualidades que añoro son irrelevantes, puramente biológicas. O las difamo como enemigas del alma y potencias infernales. Todo para conformarme. Intento absorberme en las bellísimas iluminaciones de mi salterio, pero no lo consigo. Rezo y trabajo. He tenido algún mal modo con un hermano, un amago de ira, mis oraciones suenan, más que a lágrimas y a gemidos, a quejas inmotivadas y a gruñidos…
¿Qué debo hacer? El viaje de vuelta consumiría mis últimos ahorros, y dudo que la pensión restante me diera para vivir con dignidad en la Tierra; para pagar el pasaje a Isenheim quemé las naves, lo vendí todo para hacerme cenobita…
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Respuesta
“Levantémonos, en fin, pues nos despiertan las voces de la Escritura, que dice: ya ha llegado la hora de salir de nuestro sueño. Y abriendo los ojos a la divina luz, escuchemos con pavor las palabras que el celestial oráculo hace resonar todos los días a nuestros oídos diciendo: Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”.
Regla de San Benito Abad (480-547 d. C.)
No tendría que añadir más, estimado Orestes. Pero aún añadiré las palabras que el mismo patriarca de los monjes de Occidente, proclamado “Padre de Europa” por Pio XII, recita al comienzo de su Regla: “corred mientras os dura la luz de la vida, antes que con la muerte os anochezca”.
Quiero regalarle mi dictamen con la misma humildad que San Benito recomendaba a sus monjes cuando eran llamados a consejo. Empiece por descubrir sus pensamientos al prior o al abad, o al que más estime en el convento como mentor espiritual. No juzgo malas sus ideas, ni los sentimientos que las acompañan.
Renunciar a la voluntad propia para alcanzar la santidad, la beatitud, la felicidad, la gloria eterna, eso está bien, a favor del «hágase en mí según Tu voluntad», pero ¿cómo sabe una distinguir entre la voluntad de Dios y la propia? Se culpa a los deseos, pero sólo hay ilusión y esperanza mientras alienta en nosotros el deseo, ese apetito de plenitud, esencia del vivir. ¿No será también un pecado que un buen deseo, un deseo tierno y legítimo, el de abrazar a su hija, se refugie en la convención o la pereza renunciando a la acción? ¿Qué mal hay en dicha acción por que pueda resultar deleitosa?
Y el deseo de volver a la tierra de la que procedemos es perfectamente natural. Algunos animales superiores también vuelven al lugar que les vio nacer para entregar su alma. Un cerrar el círculo. Es posible que –como dejó escrito el abad santo- la muerte esté a la puerta del deleite, pero más aún está la muerte a la puerta del dolor y de la indiferencia.
Tal vez halle en ese abrazo que ansía la luz que le disuelva en un descanso eterno o en un olvido dichoso.
“Cada uno ha recibido de Dios su don particular, uno de un modo, otro de otro”
Regla del Gran Patriarca SAN BENITO, cap. XL. Abadía de Sto. Domingo de Silos, 7ª edición, 1980.
CLAUDIA PRÓCULA
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José Biedma López, otoño 2018
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Nota