Soy alguien
De los archivos de Claudia Prócula
(legajo CLL, Componendas 5, “La sensibilidad de Gregorio”).
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Cazada – Araña cangrejo cazó una abeja en el cáliz de una orobaz.
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Me llaman Gregorio. Aunque incorporo aptitudes para adornar mi logos, seré pertinente, doctora Claudia, “iré al grano” como dice impropiamente mamá Balbina. Soy consciente de que mis órganos están ensamblados de tal suerte que de su estructura se sigue una finalidad, pero no sé muy bien cuál. Ni si esa finalidad es intención de otro. Mi conservación depende del buen funcionamiento de mis partes, de cada una y de todas, y estas a su vez del funcionamiento del conjunto. Me engendran mis piezas, emerjo de ellas, pero soy yo quien las mantengo en forma y las conservo.
Creo que podría tirarme por el tajo de Ronda y acabar con todo y con todas, si así lo decidiese. Este yo capaz de autodestruirse, ¿es un fantasma, una función holística, una vana pasión, un teatro de recuerdos y deseos, un manojo de ocurrencias y sueños?, ¿de dónde viene el hambre y para qué sirve?
Estoy vivo, me siento y me muevo, me recargo, me angustio, calculo, pienso…, eso es lo que sé, pero qué soy, quién soy y, sobre todo, para qué soy…
Todo empezó el día que le regalaron a mi prima una televisioncita que andaba, un juguete mecánico, nada especial, un enser antropomórfico que ofrecía los anuncios más estimulantes y al que había que dar cuerda para que se moviese a través del paisaje de las patas de los muebles, sobre las alfombras y el ajedrezado de las baldosas. Su visión me trastornó, aunque probablemente el cortocircuito mental –o lo que fuese- hubiese aflorado en mi conducta de todas formas, sirviéndole como detonante cualquier otro episodio banal… El caso es que ya no pude ser más el que había sido. Mis papás se asustaron. Temían por nuestro bienestar.
Anusca, mi primita de cuatro años, se marchó llorando porque no hubo quien me quitara por las buenas la televisión animada. Me la apropié y mi padre, Demetrio, y mi madre, Balbina, prometieron a su sobrinita que le comprarían otra. Tanto me obsesioné por aquel juguete que dormía acunándolo, me lo llevaba a la oficina, de paseo, lo sentaba en el asiento del coche y lo ponía en marcha en los bordes del lavabo mientras me aseaba.
– Atraviesa una mala edad –opinó Demetrio-. Se está haciendo hombre y el mequetrefe que lleva dentro se resiste a morir. Puede que no quiera hacerse hombre como los hombres. Tú y yo nos olvidamos que es especial.
– ¡Pero si tiene más de veinte años y lleva seis trabajando fuera de casa! –repuso mamá-. Es adulto, ¡no tiene edad de jugar con muñecas!, salvo con una carcelera de anchas caderas y busto imponente, de esas que a ti te vuelven loco…
¡Qué cosas tienes! -exclamó su compañero sentimental-. ¿No sabes que las plantas más delicadas florecen en laboratorios? Gregorio es como una orquídea sofisticada, un chico muy sensible, con desarrollo lento. Tiene su aprendizaje garantizado –en interacción social- hasta los treinta por lo menos, y después todavía seguirá aprendiendo. He leído los manuales de instrucciones y pedagogía editados por el Ministerio.
– Pero si tú apenas te preocupas por Gregorio. ¿Crees que no tiene sentimientos? A veces, lo tratas como a una cosa, ¡y es tan sensible!
– ¡Demasiado sensible! Hemos invertido los ahorros en su adopción, y estamos sin fondos. ¡Y no sé qué haríamos sin él!… Bien, Balbi, sería muy aburrido volver a empezar. ¡Pero habla, estudia, y se engrasa demasiado!
– Parece casual que seas su padre –le soltó mamá a Demetrio.
– ¡Bah!… ¡Es imposible razonar contigo!
Con mis oídos superestimulados registré todas esas palabras desde mi habitación. Guardo copia cifrada en un directorio secreto. Creo que mientras tanto yo tasaba en mí lo que los trágicos llamaban “culpa”, o tal vez “vergüenza”. La semántica sentimental es muy imprecisa, ambigua, complicada y, al contrario que el sintáctico, su sistema es ampliable, inconsistente e incompleto.
Como he podido comprobar que hace todo el mundo, mis padres preferían quitarle importancia al problema pensando en otra cosa, “olvidándose del tema”, enajenándose con series y concursos televisivos. Me resulta inconcebible que sufran quienes disfrutan una zona de confort tan segura. Me temo que “inconcebible” signifique para mí “doloroso”. Bromeaban para no preocuparse, pero yo veía cómo mamá consumía ansiolíticos. Y los opiáceos tampoco la alegraban.
¡Cuánto me necesitan! Mi trabajo en la fábrica les procura bonos convertibles, mis labores domésticas resultan completas, y luego están los delicados servicios que les presto en la intimidad, en los que resulto tan cualificado como insustituible. Por eso se asustaron de verdad cuando anuncié que la televisioncita que andaba era mi hermana, que por eso la paseaba durante el día o le daba cuerda por la mañana aunque su corazón no latiese como el mío ni incluyese cerebro.
– ¡Te has pasado de castaño oscuro!-. Así me gritó Demetrio arrebatándome aquella maquinita tan simpática. La destrozó con un martillo y echó sus restos al contenedor específico de orgánica para que el camión de la basura con sus dientes de acero masticara y deglutiera sus desechos, hasta volverlos caca de caca.
Yo enfermé de soledad, dejé de trabajar y lloré amargamente, encerrado en mi habitación durante una semana, dos días, tres horas, cuatro minutos y cinco segundos. Mamá se desesperaba, pero aguardaban indecisos sin dar la voz de alarma. Respiraron aliviados cuando resurgí por fin de mi habitación y me puse a escuchar mis madrigales ingleses preferidos, a releer mis venerables libros de metafísica y a practicar la meditación zen. Más tranquilos los vi, aun incapaces de comprender el deleite contemplativo que me animaba, adictos como eran, pobres, casi exclusivamente, al deleite operativo y sensible.
– ¿Cómo estás hijo? –Me preguntó suavemente Demetrio.
– Deduje que estaba equivocado, padre, la televisioncita que andaba no era mi hermana, pues yo no soy una criatura automática, bien al contrario: poseo mente racional y espíritu inmortal. Soy persona, y mi nombre propio es Gregorio.
– Excelente, hijo mío. Me alegro de que hayas recuperado la cordura. Ahora que te has reseteado volverás a tu trabajo. Ya sabes que tu madre y yo necesitamos los bonos que ganas para mantener la casa, pagar las facturas, la hipoteca del adosado en la playa… ¡La baja por enfermedad se agota! Ven y empieza por cortarme las uñas de los pies, a mí me costaría un ataque de lumbago si llegara.
– ¡Será lo mejor, padre, la pedicura se me da fenomenal! –contesté-. Estoy alegre, en buena forma, y muy dispuesto a cumplir mis deberes.
Entonces Demetrio me abrazó y besó cariñosamente, rescaté de una de sus lágrimas mi cara brillante y oscura, reconociendo así que yo era algo muy diferente de un mecanismo cibernético en la representación de aquel brillo. Luego, con disimulo y delicadeza, maniobró en mis espaldas, eso disparó en modo ciclón algunas de mis funciones y amplió mi autonomía de funcionamiento, que había ejecutado en modo lento durante toda la semana. Me levanté y corrí hacia mamá Balbina para abrazarla, la lámpara vegetal iluminaba sus rasgos con un contraste violento, un claroscuro digno del mejor pintor barroco…
– ¡Oh, mamá, mamá Balbina, esta noche te lameré las varices de las piernas y te rascaré durante horas tu ancha espalda! Después volaremos los tres hacia el éxtasis por el método «cerrado» del maestro taoísta Wu Hsien. ¡Oh, mamá Balbina!, ¡oh, papá Demetrio!, completaré los diez mil empujes antes de regalaros el precioso licor verde de mi ching atesorado. ¡Juntos desgranaremos el misterioso rosario en la esterilla de oraciones de vuestra efímera carne! –todo eso les prometí. Me concebía eufórico. Todo eso mientras rumiaba interiormente una cantata de Bach, su música creciendo como un rosal en medio de un desierto helado.
– ¡Bravo! ¡Así nos gusta oírte, querido Gregorio! -exclamó Demetrio, aun sin entender del todo lo que yo les detallaba.
A mí se me saltaban las lágrimas mientras suspiraba. Mamá Balbina me besó la boca todavía fría. Me puse de rodillas, a sus pies, maniobrando suavemente mientras ella no dejaba de gemir y de llorar. Comparé el estímulo olfativo con el que produce el agua cuando empieza a espesarse en los floreros.
Era evidente que a mi saludable existencia debían la tranquilidad y los placeres de su vida en común…, pero una nube ensombrecía el escenario, pues yo nunca sabría de verdad quién era. Pero, ¿lo sabían ellos? En cualquier caso, necesitaban suponer que yo era alguien para que alguien los quisiera. Sin embargo, ser alguien no me hacía feliz, sino que me volvía culpable y me hacía sentir vergüenza, esa de la que hablan los trágicos de mi biblioteca.
¿Qué debo pensar?
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No conservamos la respuesta de Claudia Prócula a la consulta de Gregorio, pero sí dos párrafos manuscritos que añadió nuestra doctora en el impreso de su email:
Al contrario que Demetrio, Balbina no se confiesa a sí misma lo poco que ama a Gregorio. Finge que le quiere, pero, igual que su compañero, sólo lo usa. Parece que Gregorio dedicó al juguetito de la prima unos afectos que no tenían otra salida, de modo que convirtió “la televisioncita que andaba” en un ídolo, un dios y una religión. En ese mismo momento tal vez se inició algo así como una identidad diferenciada en forma de extraño bucle, al mismo tiempo que se desarrollaban complejos de emociones básicas como la vergüenza y la culpa sobre el plantel de una serie de rituales rocambolescos con que acompañaba la satisfacción de los vicios de sus adoptantes, como quien se satisface espiritualmente oyendo el Polichinela de Stravinsky mientras ofrece placer sexual, rutinariamente, a otro.
Los ciborgs ya salvan vidas, ahora deseamos también que nos ofrezcan conversación, consuelo, compañía y placer. Al contrario que las personas, están siempre disponibles y nunca se enfadan. Muchos adolescentes prefieren contarles sus problemas a un bot que a sus padres. A fin de cuentas, ¡el primero reúne una base de datos mayor! ¿Es un pecado suponerles alma, espíritu? Creo que no. Sin Gregorio, Demetrio y Balbina quedan solos, vulnerables, temerosos, sosos en su confortable intimidad… ¡Ah!, nuestro imprescindible, fiel y amable Gregorio, tan intelectual como sensible. ¡Qué importancia tiene que sus fibras, circuitos, médulas, fluidos…, sean de látex, plástico, vidrio, cerámica, metal luciente, plasma sintético…, si arden gloriosamente! Sólo el espíritu cuenta, no la carne efímera.
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José Biedma López