El Barón Bermejo [Jornada XL. Gruta marina]
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Ya emergía Bermejo ligero de equipaje como los hijos de la mar, agarrándose a las lapas de los rocosos dinteles de la gruta marina, arañado por conchas y golpeado por las olas, cuando Talestris, que le seguía por el mar salado a dos o tres brazas, le grita en varios idiomas: “Fuis moi, je te suis! ¡Escapa de mí y te seguiré! Entkomme mir und ich werde dir folgen!”. El encuerado y rasguñado barón recuperó el aliento y consiguió la suficiente conciencia de sí para atisbar aquel antro húmedo e inverosímil de tinieblas desordenadas, caprichosas e incontrolables, que verdeaba con la mística luz aportada por cintas, trenzas y tapices de algas pálidas.
¿Era consciente la reina de las mazodronas de la llamada “paradoja de la pasión”? Dicha incoherencia muestra que casi siempre uno de los dos partenaires es más cariñoso y se implica más en la relación que el otro. Cuanto más demanda el apego, menos estará el huidizo dispuesto a entregárselo y adoptará a vegadas el beso de la cobra… Sin embargo, Talestris no rogaba, imponía; no solicitaba, agarraba; no desanudaba, cortaba de un tajo el gordiano. Pensamos que su pauta de comportamiento es más bien instinto depredador, el de la loba que no te ataca si quieto no sudas, si no te huele el miedo. Nada tenía que ver la actitud de la reina con la angustia o con el miedo del partenaire dependiente: ese temor al rechazo o al abandono.
No nadaba con estilo libre desesperada tras el barón, sino tan ilusionada y vehemente como Perceval antes de ser armado caballero, tan ensimismada como si hubiera descubierto por el rastro de sangre en la nieve que su venablo había hecho diana en el costado de su presa. En este sentido es posible hallar cierta analogía con el amante apasionado, pues también este intenta evaluar y descodificar obsesivamente los movimientos del amado a fin de empoderarse de la relación, de cercar y controlar a la víctima. El equilibrio sólo es posible tras la muerte o, en el foro de la analogía, en el relajo que proporciona esa pequeña muerte del éxtasis erótico, cuyo correlato físico es el orgasmo. Es perfectamente lógico que la víctima, convertida en botín, sienta a la vez repulsión y atracción. No siempre es el polo dominado el que busca la fusión, si huye, desgarrándose, del apego, lo hace precisamente porque quiere preservar su independencia.
No cansemos al sufrido lector con especulaciones vanas queriendo resolver la paradoja de la pasión, que es como pretender comprender lo incomprensible. El caso fue que Talestris, que no se entretenía en reflexiones, ya emergida del mar profundo, quiso agarrar los pendejos y otras partes naturales de Bermejo, justo en el preciso momento en que ambos quedaron paralizados de espanto al oír un horrísono ladrido procedente del interior de la gruta…
¡Una cosa grande y peluda venía hacia ellos! Tal parecía un hombre con cabeza de perro y llegaba acompañado de otros descabezados, deformes monstruos que tenían la boca en mitad del pecho y los ojos en los cuartos traseros. Difícil saber si tales tarascas poseían corazón, ni dónde. Era horrible pensar que, al tener los ojos en las posaderas, con dificultad podrían sentarse y aquellos engendros estaban obligados a ver lo que defecaban y a comer lo que no veían. Detrás de ellos acudieron otros que ya no podríamos llamar humanos, sino bestias de seis brazos y cabeza cornuda, parecida a la de un toro. Tánto jaleo armaban los trogloditas aullando y mugiendo, que a Talestris se le pasaron las ganas de jollamar. Ella y el barón se miraron unidos por el asco y el horror ante aquella chusma escapada de su isla y manufacturada por el doctor Moreau. Casi al unísono el barón y la reina de las mazodronas se echaron de cabeza al mar para regresar a la playa y al chiringuito, nadando por donde habían venido, unidos al compartir parecida repugnancia y náusea similar.
Lo hicieron a braza. Como podían hablar, Bermejo, que iba detrás, le preguntó a la mazodrona por unas plumas como de rabilarga que le creían en la rabadilla, al otro lado del pegujal. Talestris le dijo que los tales brotes eran yemas volátiles que probaban su origen divinal.
Cuando Talestris salió del agua acudió enseguida una teniente mazodrónica que ofreció un manto corto a su reina y capitana general para que se secara, otra le acercó sus prendas… Bermejo recogió también las suyas. Allí seguían por la gracia de Nuestra Señora la cota de tela de seda afelpada que vestía bajo la loriga, las bragas de censal y las calzas teñidas de brasil. Sacudió la arena de todos sus enseres y complementos, mas antes de ponérselos y para secarse y calentarse acudió al fuego que había encendido Hernando en honor de Cristóbal de Licia, santo varón que después de servir al diablo se enteró de que éste temía el nombre de Dios, por lo que se convirtió y es patrón de viajeros y reminiscencia de Atlas. Luego de echarse al coleto un trago de Izarra, licor de hierbas del Pirineo con miel y armagnac, se vistió encima Bermejo el brial talar que para él había tejido Misolinda, como señal de la fidelidad a su dueña. Además, el pellote tenía la cualidad de guardar tanto del frío como de la calentura.
Cerca de la fogata tañía el juglar Macías un dulcimer, instrumento de la familia del salterio con el que evocaba de maravilla cómo se veía la luna en un charco o el modo de mirar de una joven a su amado a través del fuego o la tristitia post coitum de un adúltero. No era música bailable, sino chillout. Y el barón no se dio por aludido cuando escuchó en cantinela de bufón: “Barón Bermejo, de Vandalia natural, / nadie conoce su verdadero nombre, / mas sí el motivo de su pesadumbre / por ver aventuras sufrió gran temporal: / porque perdió la dama y la dueña formal! / ¡Y cobrará ambas, pues les fue muy leal!”.
La copla de Macías, arte mayor, le pareció a Bermejo buen vaticinio. Miró a su alrededor los rostros y actitudes de las mazodronas indómitas, que poco tenían de amable y hospitalario, las mismas que bebiendo demostraban más saque que los dioses japoneses. Más allá de la fogata descansaba el asno con la lengua fuera, sin quejarse ni decir nada. Bermejo buscaba con la vista a los suyos, preguntándose si estarían bien después del asalto de las hembras fieras.
Sentados en la arena, Macrinus conversaba con el escudero Artemio, que estaba fresco por así decirlo, pues las mazodronas no habían podido hacer nada con un capón. El poeta le decía al bailón que soñar es muy cansado y eso a pesar de que es lo más antiguo que hay. ¡Antes que hablar!…
̶ Además, muchacho, creer con fuerza lo que no vemos nos invita a negar lo que miramos… -añadió el vate-. ¡Ay!, tal vez por eso merezca yo la venganza de Akiko, la señora ceramista que mucho acarició y bien besó mi barba. Mordía por amor como gata, más amistosa que un capibara. Hasta sus dentelladas echo de menos. Yo también, como el viudo del tango, daría esta brisa marina por oírla orinar otra vez, en la oscuridad, en el fondo de la casa, “como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada” –hizo Macrinus el gesto de las comillas-. Sueño, Artemio, con la golondrina que vuela en sus ojos y hasta con el perro de furia que asila en su corazón.
–A veces bajando se sube al Cielo, ¿no? –dice y pregunta el escudero.
–Bien ama quien nunca olvida… Pero cada olla tiene dos asas, una fría y otra que abrasa. Y no debe sorprenderte, amigo, que el mismo sentido que sirve para mirar te sirva para llorar, tales son las decepciones que nos causa el mundo y a las que añadimos las provocadas por nosotros mismos. Pero, ¿qué le importa a la luna que le ladre el perro? Me afeité la barba, la cagué, ¡ya está! Así fue porque así lo quise. Merezco su ausencia y que el fantasma de Akiko me persiga mientras viva (Macrinus).
Ausonia la marciana se acercaba más graciosa, más galana y más atractiva que libélula, gavilán o avispa, con manto y brial de púrpura obscura tachonada de plata, el cuello del manto repulgado con cebellinas negras y doradas… Radón le hace enseguida la cortesía de tomarla entre sus brazos y atraerla hacia sí. Ella le va a llorar bajo su cara. En modo alguno le veda que la bese. Ella recuerda a la bruja Melia, las humillaciones sufridas, a su querido padre Titonio, el acoso de Asarina en el Kepos, y la luz del fuego alumbra también en sus ojos al revivir cómo estranguló con sus propias manos al pseudo-endriago.
Por fin el barón vio a Tordés y se acercó a él. Le echa el brazo por encima del hombre y le pregunta:
–¿Cómo te fue, compañero?
–Me embromáis porque porto talega, pero de la panza sale la danza. Tripas llevan pies, que no pies tripas. Bailé con algunas buscando a la menos ruda y me batí con tres que me acorralaban, bailaban tan mal que pelearon; a dos las puse en fuga, la tercera me apresó, ¡una tipa rara, bizorrísima! Un sortilegio fatídico debió desplazarle la vena del gusto desde la bezmellerica al ombligo, primero, y del ombligo al colodrillo. Me agarró de los dos brazos; sus manos, mejor garras, esposas de acero. Hundía la nariz en la arena como almadraque, a fin de que la satisficiera cabalgándole la nuca… Me derramé fuera, en la trenza… No sé si era postiza, ni lo que hizo luego con ella, ni si la usó como esponja y alcancía (Tordés).
Cerca de allí se hallaba Álex, que hablaba con un par de mazodronas. Al ver al barón, el ballestero las dejó a un lado para abrazar a su amigo.
–¿Cómo te fue, compañero? (Bermejo).Me amenazaron con la pera de la angustia si no accedía a todos sus caprichos (Álex).
̶ ¿Con púas o sin púas?
̶ Sin.
̶ ¿Por dónde?
̶ Por abajo.
̶ Y sólo tienes uno.
̶ Sí, el obscuro.
̶ Y cediste…
̶ ¡Claro, prefiero el rábano en la oreja a la pera en el culo! ¡Menos mal que pude echar mano a la shilá de santa Hilda, regalo de nuestra querida Haltamisa! La amonita negra me protegió. Sentí que la mujer que vive en mí deseaba hallarme varón, ese deseo propio, en lugar de agobiarme, me excitó y los miembros respondieron, sin angustia. La penca se ajustó al papo. Hinché varias medidas ¡y no eran fáciles de llenar!, ni les bastaba brizna de hierba a la liebres, pero yo sabía bien por donde les caía el ojo de cucharica de plata. Espeté a una de pie y por eso ahora me tiembla un poco la cabeza. Ellas se llevaron lo mío, como quien ordeña a un toro. Dejaron al varón exhausto y a la mujer tranquila… Sí, Bermejo, ¡el serpentón de santa Hilda me salvó, sea Haltamisa justamente bendita y alabada!
̶ ¿Te habías bañado antes?
̶ Ablución completa en el mar, con cuidado y poco a poco, porque digería cordero…
De repente sonó un tambor, un tantán ensordecedor con redoble y batintín. Ipso facto las mazodronas formaron en cuatro pelotones de a ocho que conformaban dos escuadras de a dieciséis. Antes de que cantara el gallo, con su reina a la cabeza y a paso ligero se alejaban del chiringuito, sendero arriba. Cuando se acercaron al asno y lo dejaron de lado este rebuznó con fuerza; aliviado, sin duda, en son de despedida. Algunas le acariciaron las orejas, otras el lomo, otras la pata céntrica…
¡Y allí ya no quedó ni morena ni rubia ni pelirroja! ¡Qué poco sabían ellas del amor contenido que aprecia los pequeños gestos y aguarda las menores señales y favores del amado en ilusionada espera, nunca confirmada, nunca desengañada, jamás cumplida!
̶ ¡Poca cosa han dejado! Ni de comer para abeja –le dice Hernando.
̶ ¿Pagó algo a cambio la reina Talestris? –pregunta Bermejo.
̶ Cinco ajorcas anchas de plata-925.
̶ Son de ley.
̶ Sí, pero no cubren el gasto.
̶ ¡Malandrinas, todo lo engruesan y embarazan de mogollón!
Continuará…
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José Biedma López