El Barón Bermejo [Jornada LV. Architeutis ontofántico]
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Dejaron los caballeros con gusto y desahogo la Isla de las Maravillas. Con el tiempo se supo que el Portal de los Espejos fue invento del narcisismo megalómano de Semerina y que Crapulón enfermó al poco de la muerte de Dulcamara, de mal caduco o gota coral, y hubo que sacrificar un asno para que comiese su hígado en ayunas y pudiese beber el polvo de sus uñas. En pos de los placeres sobrados, vienen los enojos colmados.
También cundió la noticia de que Gallardona, por gastar su tiempo en ejercicios no culpables, construyó una catedral a la Virgen del Manantial reciclando materiales y desechos, pero quedó muchísimo residuo, que se fletó al África. En su altar mayor, la flamante reina de la Isla de las Maravillas gemía en su casta desnudez, en mitad de rituales artísticos con eróticos fervores, como una ménade sofisticada. Cuentan las plataformas mediáticas que había inventado una liturgia para proclamar que en la cárcel de los sentidos las almas tiemblan bajo la mirada de fantasmas intrusos, como el agua de las charcas y albercas bajo las estrellas lejanas. Sin duda los espectros de Dulcamara (su injusto degüello) y de Semerina (su madre putativa) molestarían como intrusos la paz de sus noches. También el odio al traidor del Melifluo le sacaba de quicio poniéndole las antenas al rojo vivo.
Por distraer la travesía hacia las costas de la Floresta Triste, desde donde sería más fácil sorprender al malvado Salmanto, raptor de Lynette, echaron los pasajeros de la Caronta redes en la mar, pero sólo pescaron crustáceos cerámicos de carne incomestible. Eludían el pesimismo en relación a su misión gracias al humor del Chente y de su contramaestre Alejo, pues montaban entremeses, sainetes y vodeviles en cubierta.
Entre distracción y evasión, Bermejo dudaba, habían perdido demasiado tiempo en auxilios irrelevantes y empresas secundarias, mientras seguía Lynette presa por el malvado Querulante… Radón con su bohonomía le consolaba: “Al hombre que hace todo lo que puede en las obras virtuosas que ensaya, no podemos decirle que no hace lo que debe”. Pero Bermejo respondía: “con ninguna cosa el corazón consuela cuando de lo que padece es culpable”. “Los drones tenemos las espaldas más anchas que las optimatas, para poder cargar con la mochila de la culpa”, remató el augur sefardita, que ya echaba de menos las caricias de Gallardona con su mirada.
Al segundo día, de la masa quieta que parecía una isla en mitad del mar, se desenrolló espumando las aguas un monstruo con más dientes que una pelea de lobos o un escaparate de peines. Aquel leviatán deforme se limitó a echar sobre la Caronta un hedor más apestoso que el aliento de Drácula. Parecióles por un momento Sierpe de Luz, símbolo de la caída y del conocimiento, nacida de la sangre del ángel rebelde cuando fue herido, moradora de infiernos soterrados, de donde sale reptando a veces para perjudicar la curiosidad de las hijas de Eva y la intención de los drones, pues les presta su luz a cambio de la satisfacción de ver que los caballeros ejecutan sus obscuros designios, los de la Sierpe, logrando hacerles creer, muy malandrina, que ellos mismos los concibieron.
Sin embargo Tordés arriesgó la conjetura de que aquel enorme bicho marino no fuese Sierpe de luz, sino quizá alguno de aquellos kraken, criaturas raras, que asolaron los mares hiperbóreos durante siglos. Medía medio kilómetro de largo y cien metros de alto. Desde luego, además de dientes, contaba con poderosos tentáculos que podrían haber destrozado en un momento la Caronta. Chente paró los motores y mandó guardar silencio. El gigante pareció mirar la embarcación indiferente con dos enormes ojos más negros que el azabache, como si acabara de abrirlos después de profundo sueño… ¡Gracias a la diosa, aquel coloso desapareció pronto en lo profundo, dejando en pos de sí un torbellino de espuma y tinta!
A Ausonia se le fueron en esto todos los colores del rostro y le acudieron luego amontonados. La piel de su rostro irisaba como yema abrigada por braga de armiño o como capullo anidando en platino. Partículas de oro como arena impalpable alumbraban las místicas pupilas de la dama marciana. En su mirada tiritaba el ánimo y se reposaba la fluidez del agua íntima. Tordés acudió a abrazarla como hace un padre con una hija asustada.
Esa noche Bermejo soñó con Misolinda. “Por el mar de mi boca, la tormenta de tu lengua”… Sí, fue un sueño lascivo, pero también recordó su sonrisa agradecida cuando después del primer vuelo nupcial le regaló aquella perla, grano de niebla cuajada. A Misolinda le debió costar una fortuna. No sólo, pues recordó también como en su viaje al parque tropical de la India, ella insistió en probar la cocina local, especiada picantísima. Semanas después aún se purgaba con ruibarbo tostado y cortezas de mirabolanos citrinos. Echaba vinagre al vino, usaba hinojo, arrezuz y anís en ayunas…, pero nada de eso le servía, porque se zullaba tanto como aquel toro de Peonía, llamado Bonasus, que con el hedor de sus cagadas abrasaba como un fuego a los que le acosaban. De todo tiene la viña: uva, pámpanos y agraz.
Menos mal que, de lo vulgar a lo sublime, también recordó Bermejo en sueños y con nostalgia agridulce como salsa china aquellos duetti que entonaban juntos: “Io pango”, “Io pleuro”… El barón rascaba sin parar las sedas de su rubio basitarso. Eso la complacía. Eso y el beso gálico. Después se acostaban y ella, melipona, dormía embutida en sus brazos, a veces llorando; otras, chufletera, riendo; a veces, pocas, maldiciendo; y muchas más, de placer desmayada. Entonces se hacía una bola, más inmóvil que una colorida kora atrapada por el ámbar.
¡A cualquiera le parecería admirable que una dueña tan rica emocionalmente como Misolinda se contentase con un solo potro! Corrían rumores de que más que coquetear al requiebro había consentido al encuentro con Ardán Tremolante (no confunda el lector a este caballero con Ardán Tribulante, guaperas al que Tordés venció en duelo de tonantes, compitiendo por el favor de Julia). Era seguro que el Tremolante había corrido justas y lizas como adalid eventual de su señora, pero eso no desdecía la autoridad de la optimata. Misolinda poseía toda la estimación, respeto y confianza de su humilde servidor Bermejo, no así todo su gusto ni todo su corazón, que era muy grande, como las antenas de un zángano o la lengua de una esfinge.
A la mañana, después de un frugal desayuno, Bermejo saludó en cubierta a Artemio, sin estirar el tipo, pues aquel maestro de danza disminuido poseía una inteligencia abarcadora y un alma bondadosa. Por entretener la travesía, y porque el buen café del Chente le había hecho efecto, Bermejo le preguntó:
– ¿Tú crees, Artenio, que se puede querer absolutamente a una sola persona?
– ¡Ay, señor! Me eduqué, como sabe, en la Orden de Lohizo, allí aprendí a manejar la dialéctica o metafísica ontofántica defendida por Kitaro, filósofo del siglo XXI. Aplico el principio de apencamiento según el cual todo lo no enteramente falso o inexistente es existente y verdadero. Por lo tanto, respondo sí: puede darse un amor absoluto a una sola persona, aunque me temo que un afecto así sería tan consumador como destructivo.
– ¿Y se puede querer a dos personas a la vez sin estar loco? .
– ¡Desde luego, caballero! Implementando las enseñanzas de Kitaro, sobre la relación de abarcamiento estamundano de la existencia, es perfectamente admisible… ¡Y a tres personas, íntimamente, con tres amores distintos y hasta gradualmente diversos en tiempo, lugar y forma!
– ¿Abarcamiento estamundano? Explícate, porfa.
– Sí, “estamundano”, porque no recurre ni postula ningún otro cosmos “supramundano”. Tanto la verdad –es lección de Lohizo- como la existencia –es lección de Kitaro- se dan en infinitos grados aquí y ahora, en este vasto mundo deviniente. Es necesario propender a comprender el ser, ya que “todo fluye” –como sentenció el príncipe melancólico de Éfeso- en sus contradicciones, sin caer en la delicuescencia, haciendo viable la paraconsistencia según la cual distinguimos una negación fuerte: “no, en absoluto”, de otra simple: el mero “no”, que con tanta frecuencia usan las meliponinas fértiles. Existen también –hay que decirlo- infinitos grados de falsedad, como –mutatis mutandis- no hay cosa tan buena que el uso no pueda hacer mala.
Estas palabras de Artemio dejaron a Bermejo un tanto perplejo. Lo tenía por un excelente bailarín, ¡del que no esperaba tan sutiles razonamientos!… En tales disquisiciones se les fue la mañana con la ilusión de atisbar al día siguiente las costas obscuras de la Floresta Triste, donde el barón esperaba, ayudado por sus colegas y escuderos, liberar a su amada Lynette, con la que raramente soñaba, pues solía pensar en ella cuando no lograba dormir la siesta, y de día si no estaba muy ocupado.
Continuará…
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José Biedma López