El Barón Bermejo [Jornada XXVII. Avatares y cetrería]
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Tanto insistieron los tres conejosos, que Radón también se miró en el Pozo del Rayo buscando avatares. Lo que vio le abrió las carnes de gusto. Apretó en uno de sus bolsillos el escarabeo de esteatita que le había regalado Haltamisa y entonces contempló emocionado que vivía otra vida en la que su hija Moira no moría atropellada por un tráiler, porque esa noche la ninfa dormía en la Asperícula del Santo Reino de Vandalia, uno de los cortijos que Radón gobernaba. Él velaba su sueño. Moira descansaba bajo su protección personal porque él no era ya el Radón del Penacho, caballero y augur sefardita que batallaba por una “causa superior” lejos de casa, como puta por rastrojo en empresas remotas y extrañas, jugándose la salud y la seguridad de los suyos mientras gentes ociosas apostaban por su victoria o su caída. Su hija estaba junto a él y no en la calzada de la metrópoli por la que aquel maldito camión pasaba baladrando alaridos de endriago. Moira suspiraba entera, tranquila en su lecho, con el alma recogida en su interior, como se sueña, y no entregada para siempre a la Diosa, dejando atrás el cuerpo destrozado en siete cachos.
Luego las carnes se le encogieron cuando reconoció a su hermano Aurelio, herido por un rayo que él mismo había lanzado contra un tirano bajo una luna de cuernos obtusos. A causa de aquel accidente, de aquel mal que involuntariamente había causado a su querido hermano, al que dejó impotente, marchó a la Nueva Tirinto de suplicante como Belerefonte, matador de Quimera y domador de Pegaso, y allí en la Meseta Alta se sintió muy joven, orando a la Diosa, sin embargo ésta tomó pronto la cara de Ausonia Marciana, a la que el avatar de Radón requebró cortésmente. Aquella hermosura lucía sobre el peinado un lazo de Apolo.
Radón Alternativo, el del Pozo del Rayo, exclamó: “¡Mi señora, mi dueña, mis amores! ¿Por qué no os alegra mi victoria, ni la parte ganada en tantas justas ni mi lanza ni el penacho de plumas amarillas que vos misma escogisteis? ¿Qué misterio provoca vuestro enojo?, ¿Por qué me rechazáis si he mostrado valor y gentileza como honrado caballero?”. Sin embargo, fue Asarina la cabalista, posesiva compañera de Ausonia en el Kepos de Lohizo, quien le contestó:
“Sabemos, Radón, augur sefardita, que fuiste elevado a caballero desde la condición de zángano serenes, es decir, no gregario, y vos sabéis que, si alguna optimate ruega a cualquier caballero que haga algo por ella y éste no lo hace pudiendo, al tal llamamos ‘mal mandado y no bien comedido’. Renunciaste a una empresa por quedarte y proteger a Moira, tu hija, por lo tanto Moira sigue viva por vuestra cobardía, por vuestra negligencia y descomedimiento”.
“¡Por el aspa de San Andrés! ¡María Theotokos vence, reina e impera! ¡Tetas y sopas no caben en la boca!” –respondió amargado Radón, alterado y dando grandes voces. Y pareció que iba a decir otra cosa cuando oyó, a pesar de las palabras de la cruel Asarina, que su Señora Ausonia le alababa y sintió que le acariciaba el mentón. Entonces se hincó de hinojos y bajó los ojos a tierra porque no la osaba ni mirar. Le parecía tan hermosa la joven marciana y se alteró tanto con aquella la su caricia, que sus palabras naufragaban en la su boca y allí se consumían. Al fin callando cayó, despenachado, desfigurado…, comprendiendo cómo se pasan otras vidas en sufrimientos distintos pero no menores y sabedor de que Sócrates tenía razón cuando recomendaba huir resueltamente de las personas bellas, porque no es fácil permanecer sabio y cuerdo con su trato. Oyó entonces la voz de Bee (@VersusBee) llamándole “cobarde”. Radón se revolvió como en sueños llamándose “prudente” y teniéndose por tal, pero Bee añadió que lo que deseamos no existe. Radón respondió “¡por eso mismo, por eso mismo el miedo nos hace prudentes!”. Y despertó.
Álex el Ballestero también se miró en las honduras caleidoscópicas del espejo del Pozo del Rayo, pero fue como mirarse en los serenos estanques y atardeceres fotografiados por Pi (@PiliCarrington). No contó lo que vio en aquellos cristales irisados que prolongaban su reflejo hasta el infinito, igual que un espejo borgiano. Sólo dijo que como perfecta quimera compartía el genotipo de dos sexos, porque había sido provisto de dos ADNs distintos, tal que feto resultado de la fusión de dos embriones, por lo tanto ya se sabía dos personas en una y al mirarse en el pozo se sintió trinidad y avatar perfecto.
Tras reponer fuerzas con unas cortezas fritas de bacalao seco y un trago de quitapenas, nuestros hidalgos dejaron atrás a los tres conejosos. Lo hicieron con pena porque las mascotas abandonadas les lamieron las manos gimiendo y abriendo enormes ojos lastimeros. ¡Tristes son siempre las despedidas! ¡Otras largas!
No cabalgaban muy lejos todavía del Pozo del Rayo cuando se encontraron con siete diestros cazadores de altanera cetrería o de cetrera altanería, todos a caballo, muy apuestos. Llevaban a la izquierda poderosos neblíes traídos de la orilla del mar Caspio y ágiles gavilanes africanos. Las acicaladas garras de sus aves de presa se asían a los guantes de becerro, sus cabezas ocultas bajo capirotes de grana y con sutiles cascabelillos de oro en sus patas nervudas.
Bermejo le comentó a Álex: “Los egipcios dieron a su dios Horus la forma de un gavilán en la creencia de que es el único volátil capaz de mirar directamente los rayos del sol, sin esfuerzo ni daño. Cuando se eleva en su vuelo a grandes alturas el fuego divinal no le produce perjuicio alguno. Algunos han comprobado que es capaz de volar al revés como libélula”.
Tras educadas y hasta zalameras presentaciones, Álex reparó en la extraña ave que portaba en su puño uno de los siete cetreros y preguntó por ella.
‒Es un Tragopán –dijo el jinete, y liberó de la caperuza una bella cabeza purpúrea con enormes ojos de pupila negrísima sobre fondo amarillo, pico ancho y poderoso y dos cuernos curvos brotando de las sienes-. Es mayor que un águila real. Me encanta acariciar su suavísima pluma de color óxido de hierro, tan suave con el de las palomas marcheneras, ¡pura seda!
Otro portaba adiestrado un clóreo de color verde amarillento, rapaz de la envergadura del milano real (Milvus milvus).
‒No hay sierpe ni escorpión ni alimaña maligna que escape a su agudísima vista, ni de noche ni de día, salvo la concha felona –explicó el señor del clóreo. Le gusta la sangre de las palomas y su lujuria es ilimitada, salvo por la concha cochina. Dicen que los huesos de sus patas atraen el oro y que han existido clóreos que han cumplido cien años. Pero existiendo la concha rufiana, yo no lo creo.
‒Sería raro y sobresaliente –confirmó Bermejo. Y se cercioró de que iban bien orientados hacia la Cala del Caimán. El alférez de cetreros aseguró que la ruta de la Cala pasaba necesariamente por Galaqués, ciudad en fiestas, si querían evitar de noche los Acantilados de Acero.
Cuando la noche con su manto negro ya tendía por la tierra siniestras lobregueces llegaron a Galaqués en noche de desfile, pasacalle y torneos nocturnos, llamados Lizas de las Siete Lunas. Tres de los satélites de Fourrier proyectaban una luz especial como enormes ensaladeras de neón. Álex no tardó en inscribirse en una de las lizas de “dardo y manzana” usando su comunicador. Antes, los caballeros trabaron sus cabalgaduras y aseguraron su condumio. Después, se dispusieron a admirar la procesión desde un porche, cuyo alquiler pagaron.
Hermosas ninfas se asomaban a casi todas las ventanas. En honor de la venerabilísima Persistencia de la Memoria abrían la marcha cinco heraldos a caballo con los estandartes del Imperio de la Hamburguesa, a los que seguían sendas escuadras de trompeteros y clarinetistas proclamando la bendita Profanación de la hostia. Cien bomberos vestidos de seda, dirigidos por hermosas optimates con fusta, llevaban de la rienda pangolines, osos hormigueros y animales de presa reducidos o domesticados, hasta resucitados leopardos de las nieves machos, con genitales enteros. Todas las bestias iban ricamente enjaezadas con gualdrapas y paramentos de brocado y figuras de relojes blandos. Detrás de selectos caballeros y drones reproductivos escogidos, tras un enorme pendón con el sagrado Corpus Hipercubicus, marchaba a compás vistosa turba de pajes y escuderos rodeando el Cadillac vestido de Gala (Taxi-lluvioso) sobre el que parecía peligrar el rollizo y voluptuoso cuerpo de la reina Esther. Veladas matronas añadían nota retro con infantes de pecho alimentados a pecho, y por último, precedidas de un coro de reducides vestides de ángeles, las autoridades civiles, académicas y religiosas del Oriente del Parque se mostraban acompañadas de figuras sobresalientes de los parques del Oriente.
Por eso mismo no faltaban motorizados parientes de la emperatriz del Parque Sinense; su embajadora lucía en armonía de movimientos sus cuatro brazos sobre un templete soportado por manchúes forzudos. Cerraba la procesión una Maharaní, figurante de la Galatea de las esferas, sobre un elefante tan realista que era difícil descubrir si se trataba de un ingenio automático, a su cola iba atado un sanantonio barbudo y desnudo. Un pelotón de hidalgos zánganos escoltaban a la Rani luciendo cadenas de oro, piedras preciosas y grandes sombreros cubiertos con airosas plumas de todos los colores y dibujos. Los comandaba el Torero Alucinógeno. Cerraba la procesión la guardia de honor de su Santidad, reencarnación de la Eritrea, rodeada de arqueros suizos, lanceros griegos y honderos baleares.
Continuará…
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José Biedma López