OMNIA PRAECLARA RARA
*

«Eristalinus taeniops» libando en una menta silvestre
*
“Antes muerta que sencilla”
María Isabel López
[De los archivos de Claudia Prócula, emotional coach, sentimental consultant]
Pláceme saludarle, estimable doctora:
Me gustan raritos… La extrañeza me mola, los excéntricos me ponen, la anormalidad me excita, los heterodoxos me estimulan…, como a Menéndez Pelayo. Ya en la secundaria, me enamoré de Ofelia, tan genial como maniática. Se pinchaba las axilas con agujas de punto y fingía que su padre la forzaba. Don Raimundo –el padre- pasó de investigado a imputado, de imputado a reo, y de reo a preso en un trasnoche, un año en prisión preventiva hasta que demostró su inocencia y la falsedad del testimonio de su hija bipolar. Se supo que la infamia no fue causada por la bipolaridad, sino por sus patéticos celos. Don Raimundo tenía otra hija menor a la que sí forzó tres veces y media, según confesó en palinodia virtual de su blog Electránico yocástico, edición cronometrada póstuma. Gracias a Dios, la peculiar e incestuosa familia se trasladó de ciudad y perdí de vista a Ofelia, aunque luego me enteré de que se abarraganó con un jipi que la llevó a vivir a una cueva.
Marciano parecía normal, a pesar de su nombre alienígena. Pero un día en su casa me mostró unos policromados cofrecitos donde atesoraba uñas que se mordía pero no deglutía, cinco para la mano derecha y seis para la izquierda. Cuando pregunté por qué seis para la izquierda, dijo que tenía un dedo espectral con uña etérea, invisible a vista de mortal, confirmación de su procedencia divinal, como verificaba también una plumilla angelical que le venía creciendo en la rabadilla desde la aborrescencia (sic).
Luego conocí a aquel tipo, Gatiano. El nombre hacía justicia a sus estrafalarias costumbres, chupaba el pelo de su felino doméstico para que no tuviera que trabajar demasiado, el gato. Lo de Birilo no asqueaba; tenía el capricho de llevar un calcetín de cada color y sendos zapatos de pares distintos. No era extraño verlo cojeando cuando los zapatos incluían distinto resalte. Fue él quien me presentó a Bernarda, apenas me interesé por ella hasta que me dijo que metía en la lavadora los pañuelos de papel, que una vez secados se acartonaban pero lucían limpios. Bernarda no era capaz de tirar casi nada, pero tampoco husmeaba en la basura como hacen otros… Vestía de varón, pero cuando se adobaba de mujer y se ponía galana con traje escotado calzaba zapatos frigios, que dejan ver el meñique pintado de fresa.
Mi amigo del alma, Orlando, recién terminados los estudios de lenguas eslavas, que completó con un máster sobre el magyar transilvano, se lio con un amaestrador de pulgas, por nombre Ceferino. Tanto amaba Orlando a Ceferino (desde el momento en que éste le solicitó un baile en el Bar Bitúrico, donde alternan “los que entienden”)…, tan rendido cayó Orlando a sus plantas, que libró los capilares superficiales de su piel al hambre de las pulgas del circo de Ceferino. Aquellos insectos saltarines lucían fuertes para arrastrar juguetillos en la pista o hacer equilibrios en hilos de araña, pero sorbiendo la sangre del pobre Orlando, y le dejaron algo más que una sonrisa de fino labio rojo en el brazo; le transmitieron una enfermedad exótica. Tanto quiso Orlando a Ceferino, que extendió su amor a las pulgas. Amor efímero; la fiebre tropical se lo llevó en una semana. Por lo menos, murió mártir, entregado a las pulgas, feroces como leones de teatro romano, aun diminutas. Orlando entregó su espíritu, como habiéndolo dado todo.
¡Un santo! -me dijo Ceferino en su funeral-. “Un tonto” -pensé yo, que estaba resentido por haberme robado y consumido a mi buen amigo como pasto de sus asquerosos parásitos. Mientras cremaban sus restos mortales, yo recordaba las veces que le acompañé al Bar Bitúrico. Pedíamos anís seco en copas con cinturón rojo. Nadie bebía ya anís seco, pero a Orlando y a un servidor nos daba igual lo que hacía la gente normal. Pasábamos de modas. Allí conocí a Lope de Bisejo, un tipo también raro. Afirmaba que había nacido en el XVIII y regresado a la tierra tras ser abducido por extraterrestres…. Allí conocí a Auxi, una historiadora feminista que presumía de haberse autofagocitado el útero mediante anorexia, en protesta voluntaria. Orinaba de pie en los servicios de tíos. Sus compañeras de estudios de género especulaban…, se preguntaban dónde aplicaba exactamente uñas y yemas digitales, o si Auxi se servía de prótesis o complemento a modo de pitorrillo uretral insertable. Lo cierto es que hacía pis sin salpicar y nadie se quejaba, aunque diera que hablar, o precisamente por ello.
Larisa, mi primera amiga con derecho a roce, se arrancaba las pestañas, una por cada contratiempo. A veces dos si el contratiempo daba en contrariedad, o tres si acababa en desastre. No se dio nunca el caso de que las perdiese todas en el mismo mes, porque convivía muy abrigada y era dura de contrariar. Sólo la incomodé una vez, poniéndome de rodillas para favor íntimo cuando ella exigió que me levantara. Larisa era también muy difícil de contentar. Tuve que alquilarle un borrico para hacer el camino de Lanjarón a Trevélez cuando quiso probar el jamón alpujarreño in situ. Adujo que no fabricaba hambre ni sed montada en coche. ¡Para caprichosa, Larisa! Jamás podía prever yo con exactitud si se arrancaría una pestaña, o si serían dos…, sus rarezas me volvían loco, loco de amor.
Sérvulo era un tipo amable con jeta simétrica. Parecía incapaz de matar una mosca. No te dejaba pagar el café. Repetía palabras y números con distinto tono. Parpadeaba tanto que parecía mirarte con los ojos cerrados. Luego me enteré de que rellenó galletas “oreo” con pasta de dientes y las regaló a un indigente para hartarse de reír. Un imbécil absoluto y cruel. Mejor olvidar a Sérvulo.
Esta atracción que siento por los…, llamémosles “inauditos”, no sé si es sólo cosa mía o también de ellos. De casta le viene al galgo. Le confesaré, Claudia, que tuve un bisabuelo emparedado. Se encerró a cal y canto tras descubrir un dilema destructivo que afecta a la omnipresencia divina, pues si Dios está en todas partes –razonaba-, también estaría en el infierno, y si Dios sólo está ensimismado en su Gloria, en comunión con los santos, entonces no está donde las almas pecadoras purgan sus errores malvados. Y ya que es imposible que la deidad visite a la vez el infierno y abandone en él a los pecadores a su suerte, entonces, o Dios no es omnipresente o no goza perfecto de su gloria. Este embrollo atormentó a mi abuelo de tal manera que, como le digo, se emparedó, manteniéndose a pan y agua que le suministraba por una gatera su fiel ama de llaves, Elvira la tuerta, que también le suministraba par de puros brevas a los que mi bisabuelo no renunciaba los fines de semana. Juró que se mantendría encerrado hasta que no disolviera el dilema eliminando la aparente evidencia de sus premisas. En su enmuramiento siguió la regla que escribiese el cisterciense Elredo de Rielvaux para su hermana reclusa.
El caso, Claudia, es que últimamente me acosa la pregunta: ¿No seré yo el rarito? Cuando me miro en todos esos tipos humanos que me repugnan tanto como me fascinan, no puedo sino preguntarme: ¿seré yo el peor de todos ellos?
Email Nital
***
RESPUESTA DE CLAUDIA PRÓCULA
Distinguido señor Email Nital:
No me extraña su actitud. Ni su pregunta. ¿Es raro que esconda su nombre propio? Desde que las masas constituyeron en norma su oscura fe, el normópata dominante no ha dejado de rebajar su solvencia intelectual ni de degradar su sensibilidad estética en prejuicios y chabacanería… Últimamente la impone como corrección política a todos “y todas”, hasta renuncia al nombre propio o lo escribe con minúscula.
Cierto, lo excelente es raro, amigo mío, ‘omnia praeclara rara’, y eso le tranquilizará; sin embargo, no es válida la conversión simple “todo lo raro es excelente”. Porque todos los periodistas graznen lo mismo y al mismo tiempo no significa que el graznido sea el más sublime de los cantos. Esta verdad le mantendrá en sana inquietud moral. La multitud a veces acierta, por casualidad o por instinto. Igual que el agua cae a veces donde debe, sin conciencia alguna de lo que debe.
Tal vez el humano no sea un animal demente (homo demens), por mucho que eso afirmen misántropos ilustres. No se percatan de que, si así fuese, ellos mismos aseveran locamente. Pero sin incurrir en generalizaciones arbitrarias, tal vez sí podría concluirse de la experiencia histórica, y de la reacción anti-histórica, que el humano es animal maniático. Uso aquí la palabra “manía” como el divino ateniense en Fedro. Se decía allí -¡chocante también en escritos de racionalista!- que las mayores bendiciones prenden en los humanos, precisamente, procedentes de la locura, a condición de que dichas “manías” sean entusiasmos o, dicho en teología, siempre y cuando sean como regalos divinos, es decir, siempre que tengan gracia. Manías graciosas son la felicidad del enamorado, el ensimismamiento del creador, el flash del visionario, el éxtasis del endiosado, el arrebato de la bailarina, el ingenio del buen bebedor, la gloria del héroe o el triunfo del atleta… Parece como si para ser felices tuviésemos que ahorrarnos toda la conciencia, y si no toda, al menos una parte, y desde luego, toda la mala conciencia y la mayor parte de nuestros resquemores y miedos.
Vista una gallina, usted las ha visto todas, pero cada alma humana es singular, imprevisible, anómala, contraria al orden natural, y por ello mismo, porque cada vida humana infringe con sus pretensiones el orden físico, porque se construye trancendiéndolo, es por lo que todas las religiones importantes han hablado de caída en el tiempo o de pecado original. La injusticia de haber nacido, ¡no del cuerpo!, sino de ese espíritu que combate rebelde contra el tiempo y las limitaciones del cuerpo. Esa voluntad rebelde que se resiste a ser criatura. ¡No nos basta con ser naturales! En verdad todos somos más raros que un perro verde, sólo que en algunos casos el verde rebosa más allá de la ley, en otros impregna como trampa de ley, y en otros ni siquiera aprovecha la oportunidad que ofrece la ley de decorar el mundo en verde.
La verdadera naturaleza (no la artificial y falsa de los anuncios) aterroriza. Cualquiera que haya vagado por selva, estepa o desierto lo sabe. La jungla es un horror de parásitos, depredadores sanguinarios, tormentas violentas, volcanes eruptivos y terremotos destructores. Si fuéramos naturales, los economistas acertarían en sus predicciones. El caso es que sentimos como culpa o como deuda la demasía de nuestros apetitos sensuales y rebeldías espirituales, mucho más característicos y dignos –no lo dude- que los simples apetitos sensibles, animalescos, que se satisfacen con tan poco. Aquellos, las que Descartes (¡otro racionalista rarito!) llamó “pasiones del alma”, son, como por milagro, insatisfacibles. Quizá por eso inventamos rituales exculpatorios, fantasías recurrentes, cavernas virtuales, dogmas que frenen o limiten nuestra ambición de infinito, asignándole objeto. Pero nuestra ansia carece de objeto terrenal, nada de este mundo nos complace del todo, porque todos queremos ser dioses. Nos escondemos así de la voz de Dios que nos pregunta por qué hemos querido saber tanto, por qué ansiamos su poder; la voz de Dios nos reprocha que abandonemos ¡voluntariamente! el paraíso de las bestias en el que nos había domesticado. Y es que ese orden suyo, no es nuestro orden. No nos basta con ser las pulgas amaestradas de su inhumano circo, sea explosivo o implosivo.
En absoluto me extraña que no se conforme usted con lo políticamente correcto, lo normalizado, con la “manifa” de moda, la indignación à la page, la romería sabatina a La Gran Superficie. “Lo bueno complace, pero lo nuevo satisface” –decía mi abuela, también maniática, equivocándose con gracia-. Busque usted a raritos graciosos, ¡ni celosos, ni crueles! Aprenda de ellos extravagancias sanas y alegres. Y entréguese a ellas con desdén de lo común, con desprecio de lo corriente.
Esperando alcance merecido recogimiento entre brillantes locuras,
Claudia Prócula, su leal consejera.
*
José Biedma López
______________
Nota