El Barón Bermejo [Jornada LX. Resquicio marciano]
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Aquella noche Ausonia, la bella marciana, descansaba en la cama contigua y en la misma habitación que Radón, caballero del que se había hecho escudera. Ambos mezclaron sus sueños y por eso no se le presentó al Augur su hermano Aurelio, al que tanto echaba en falta, o sólo supo de él por una música de jazz que sirvió de atmósfera al deseo sincopado y realizado, pues ambos, escudera y caballero, se desvelaron y holgaron en uno.
Sucedió que se encontraron –no sabemos si en el lecho de él o en el de ella- junto al broncíneo brocal del pozo imaginario, donde oyó el augur por fin el canto de Filomena, la abuela de Ausonia, porque la joven quiso contarle que la madre de su padre era partidaria del achuchón heteromorfo y heteróclito, como antiguamente se disfrutaba; que Filomena mandaba a la caca los mandamientos de Artemisa, o a un desfiladero de Lesbos las reglas de la secta para que con los restos de Safo se precipitaran al pedregal de la costa hasta ser desechos por el mar Jonio y comida de peces y bivalvos. Por entonces el transactivismo adolecía lesbofobia, pero Filomena renunció por ende a transmutar útero en aguijón. No era una refundida y quiso ser optimata reproductora y no optimate estéril. Contaba a Ausonia la alegría con que oyó por primera vez el llanto fuerte de Titonio, su hijo natural.
– ¡Pero lamento, caballero, no haber conocido madre! Y echo de menos la atención y caricias de mi padre Titonio. ¡Y eso que nuestros espíritus están entrelazados en ternísimo amor paternofilial! Mas, aunque el amor sea cosa del alma, bien necesita su guarnición de besos y abrazos, ¿no creéis?
Miraba Radón embelesado las aletas de la nariz de Ausonia que marcaban con sus ligeros movimientos el ritmo entrecortado de su respiración entre confidencias. Aún temía la joven marciana los diabólicos celos de Urganda y aún supuraba por la herida de la traición de la Infanta Melia (v. Jornada XVI), sicaria de Urganda Proteica que la vendió a un serrallo petro-islámico de alcance global.
Radón y Ausonia bendijeron juntos al Santo Lohizo, cogidos de la mano, y elevaron una oración por la causa de su escuela redentora y soteriológica. (Es un hecho psicológico que la plegaria, aunque no exista Dios, mejora nuestro estado de ánimo). ¡Pero una vez más, la doncella del planeta rojo hubo de ser víctima del diablo de los celos!, ya que celos y envidias infestaron como un íncubo las entrañas de Asarina, astrónoma del Kepos, cuyas atenciones degeneraron en diabólicas intenciones y sadomasoquista trato.
– Donde nos atendíamos recíprocamente –le susurraba la escudera apoyando la cabeza en su pecho y esparciendo su cabellera flotante, lustrosa y bermeja como la granada, por el hombro de Radón-…, donde nos cuidábamos con mirada limpia surgieron imitaciones plausibles de lo que deseábamos. La indignidad de ciertos motivos se volvió interesante y Asarina quiso domesticarme como esclava para someterse ella misma a un deseo que nos arruinaba. Saltaba de un yo bueno a un yo malvado buscando compromisos imposibles, disponiéndome a sufrir aún sin obedecer. Jugaba entonces el dolor un papel demoníaco, indistinguible del placer, o su condición. Las ideas de culpa y castigo se volvieron herramientas sutiles para que su yo ingenioso me martirizase y se martirizase en aquel infierno de relación tóxica…
– Lo del flautista y falso endriago prefiero no recordarlo –siguió recordando Ausonia-. Ni tener en cuenta quiero mi estúpido deseo de convertirme en traveler influencer y personal shopper de la Meseta Alta.
– ¿Qué pasó con los coyotes en la Meseta Alta?
– No quisiera habla de eso, caballero, por no entristeceros ni abatirme…
– Sí, querida, la idea de sufrimiento confunde a la mente y en ciertos contextos, como en el del examen de conciencia, puede disfrazarse de purificación, aunque rara vez lo sea. Platón no dijo que la filosofía fuese el estudio del sufrimiento, sino que es el estudio de la muerte (Fedón 64ª). Son dos ideas muy diferentes, que el perfeccionamiento implique sufrimiento suele ser verdad, pero el sufrimiento en ningún caso puede ser un fin en sí mismo. Es mejor olvidarlo y hacer mejor el tiempo pasado.
Asentía, movía Ausonia las aletas de su nariz, suspiraba, una lágrima se escurría por su mejilla derecha y rodaba por el pecho desnudo del caballero. En uno de sus suspiros se le fue un hipo y luego un pequeño eructo. Todo eso excitaba a Radón porque sabía que Ausonia contaba con una sensibilidad olfativa hipertrofiada y que tenía por atractivas sus varoniles feromonas. “Mona, monísima, mi ferromona, ferromonísima para abismarse en su sima o despeñarse en su fosa…”, pensó Radón tontunamente y con seguridad empalmado u online -como entonces se decía-, “en línea” al discurso de la bella que se echaba sobre el mismo lecho franqueando su grieta. “¡Volvámonos humanos, qué leche!
Ausonia parecía algo avergonzaba, siquier por el eructo, siquier por el recuerdo del homicidio del flautista al que estranguló, pero no tenía por qué, porque el vapor no calzó regüeldo y el flautista fue endriago pederasta… Y después de un silencio cómplice por fin le tentó y contentó, tentación concretada en contacto manoseardor. Preguntole el caballero por sus poderes ocultos, pero ella contestó que si hablaba de ellos la vanidad los ahuyentaba como exorcismo.
– Tu rostro es un espejo, Caballero de gracia, donde bebo mi olvido. Eres el fuerte viento que me libra de la cuita, de la zozobra y del vestido…
Radón no pudo ya permanecer en lo alto y bajó a colonizarla dulcemente y se desnudó y demudó en mudanza de íntima ilación, ahora carnal, con su escudera del planeta rojo. Quiso hacerla suya pero el fóculo estaba defendido por una espineta afilada. Comprobó que ella le alentaba, confirmó que sus apetitos le inflamaban y, alquimista guedejudo, no tardó en hallar resquicio pendejoso para hincar con ahínco mientras besaba su cuello cisniego y acariciaba sus pechos del fresco y meloso color de la cereza temprana; su vientre ambarino con el brillo resinoso del abdomen de las andrenas florales; su espalda y su trasero, con lunares como diminutas polillas azules.
Ni siquiera fue el caso de que el recuerdo de su hija Moira –a quien Ausonia semejaba- enturbiase el éxtasis o la pureza del arrebato. Y si la marciana tuvo en cuenta el vacío que había dejado en su alma la prolongada ausencia de su padre Titanio, con el que estaba entrelazada cuánticamente, fue para llenarlo de músculo y contento firmes.
– ¿Buzeáis, mi señor, Caballero atento?
– Si bien te toca, canta mi mano como tu boca. ¡Descufro, despoto, compapo compota! ¡Ni copo ni buz despreciará mi lengua, ávida de vuestras sales y flu, flu, fluidos corrientes, Señora amiga!
Ya no hablaron más, para oír bien y escuchar mejor el reír de la carne. Amorados y demorados en pasiamiento, jollamaban buscándose cosquillas en vísceras, músculos (Ausonia los tenía poderosos), tuétanos, médulas, meollos… Miró Radón con mimo el ojo de cucharica de plata como hoguera de pupilas, bûcher de prunelles, y entraña encendida del musgo, mientras uno de sus barrilitos rodaba por el suelo. Admiró su pleocroísmo, pues el gorgojo cambiaba de color si se lo miraba desde diferentes ángulos cual bezmellerica de topacio, como piedra preciosa de su anillo. Ni echó de menos el augur su dorado penacho, símbolo de su honra, ni lamentó que otros alientos ya hubiesen mecido las flores de aquel jardín.
Apuró Radón la pulpa y miga del horno marciano durante aquella noche, recordándose que ningún regalo se debe dar tanto un caballero, que si en camino, o por mar o en guerra le falta, le sea causa de notable pena o daño. Mas no pudo evitar verse como hombre de mundo y bon vivant, como rodaballo bien corrido y escurrido…
Al alba sería cuando su mente arcoirisaba los fulgores del prisma sin que el sol entrase siquier por la ventana, porque miraba el Augur el rostro tranquilo de la marciana, que descansaba colmada en otra cama, y a su ronquido tenía por rumor de oceánica resaca. Y por un momento se sintió montado en el trono flotante del rey Salomón o cabalgando la flecha de Abaris, sabio hiperbóreo que viajaba con facilidad prodigiosa y tuvieron por donjuán, que lo fue por despecho de Abisag, la sunamita que prefirió acostarse con el viejo rey David a mayor honra patriótica. Seguramente no había tanta diferencia de edad entre él y Ausonia como entre Abisag y el rey mujeriego…
Nada más mostrar su resplandeciente rostro la Estrella Reina, elevó Radón el rostro en la mañana pajarina y dio gracias por que la joven marciana no se mostrase con él ni cogotuda ni zahareña, sino llana, palpable y campechana.
Continuará…
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José Biedma López