Claudia Prócula
Claudia hubiera nacido tan dulce y ligera como los ángeles si éstos fueran seres sensibles y no inteligencias puras. A su padre, Don Cirilo, le fusilaron en la última guerra incivil por tibio, por indiferente. «No es de los nuestros» -sentenciaron unos-. «No es de los nuestros» -sentenciaron los otros-. Y le pegaron cuatro tiros por indeciso o por manso, o por maestro de escuela, ¡vaya usted a saber!, pues los maestros de escuela siempre han tenido fama como los curas, o bien de corruptores, o bien de activistas, o bien de herejes, o bien de vagos.
Don Cirilo había hecho profesión de fe de escepticismo e independencia de criterio. Su modelo era Pilatos. «La verdad, ¿qué es la verdad?» –solía preguntarse de vez en cuando don Cirilo. Tanto interés sintió por la figura “mal comprendida” de Pilatos, que bautizó a su hija con el nombre de la mujer de don Poncio: Claudia Prócula, tan dulce y ligera como los ángeles si éstos…
Cuando Claudia tuvo uso de razón, don Cirilo le inculcó su doctrina:
«Hija mía, en este país de empaladores e inquisidores coléricos, tú no te señales nunca ni por ser de un bando ni por ser del otro. Vive como los pulcros, vive como los que se lavan las manos; mejor no tomar partido, que mancharse de sangre como Caín o de barro como Abel. ¡Hurra por los disolutos, por los indecisos, por los templados! No seas más que tú misma, es decir, la que puedes llegar a ser. Sé dueña de tus actos.»
Claudia guardó en su corazón aquellas palabras de su padre como un legado sagrado, dispuesta a ser una perfecta “idiota” en sentido etimológico. Como era inteligente y artista, pero nada astuta ni autista, estudió tres carreras inútiles: Antropología, Filosofía y Psicología, y se doctoró con una tesis en lengua muerta sobre el sentido de la clemencia y de la justicia en Séneca. Hubo que recurrir a profesores extranjeros para que pudieran entender su perfecto latín y juzgar sus fuentes sin ahogarse en ellas.
Claudia comprendió modestamente que ni el latín, ni el sentido de la clemencia, ni mucho menos el de la justicia, daban para vivir en aquella provincia del Imperio de la Hamburguesa en la que había nacido por casualidad y como a destiempo (no sabía bien si era intempestiva porque había encarnado demasiado tarde o demasiado temprano). Así que se transformó en una especie de maga ilustrada aprovechando el carnaval, ¡de su noche a la mañana de miércoles de ceniza, “polvo eres, etc.!”.
Ni corta ni perezosa, abrió una consulta en su domicilio, y puso en la puerta de su bloque de apartamientos una placa de metal dorado cuyas letras negras decían: «Doctora Claudia Prócula, metafísica y hermenéuta, quiromántica y echadora de cartas; consultora sentimental y parapsicoanalista doctorada»… A Claudia se le ocurrieron otros títulos con que ofrecer sus servicios personales, trainer, coaching y tal, a modo de encantamientos para halagar la pretenciosa ignorancia de aquellas gentes, pero le dijeron que no cabían más letras en la placa y, por otro lado, tampoco quería incurrir en el colonial papanatismo à la page.
Al día siguiente llamaron al portero automático. Su primer cliente fue un edil que, tras una década de concejal en el Ilustrísimo Ayuntamiento de una pequeña ciudad provinciana, ni siquiera contaba como propietario de un chalet adosado, ni con una cuenta abultada a base de comisiones y pelotazos, ni con un chollo consolidado en la función pública, ni con trato blindado en alguna empresa del Albondigón, ni siquiera con una canonjía en vulgar caja de ahorros… Para colmo de desgracias, había quedado inhabilitado por contratar para taxidermista oficial del Ayuntamiento al pariente de un compañero de partido, sin convocar la oportuna y viciada oposición.
– ¿Soy imbécil, señorita Claudia, o estaré chiflado? -le preguntó el miserable cesante.
-No se me contriste -le conminó la maga con una sonrisa solar.
Claudia le explicó que su error no estaba en ser decente, sino en no hacerse ilusiones sobre la superioridad metafísica de la decencia. Le confortó pintándole con los más trágicos y tristes tonos el destino funesto que esperaba a los corruptos, le habló de las penas del infierno que aguardaban a los mendaces y de un cielo sin tele ni redes sociales, y por fin le despidió más sereno y moralizado, regalándole, tras el razonable pago de la consulta, un manual de meditación trascendental:
Tratado del desprendimiento, autoeditado por ella misma en papel reciclado.
Su primera faena fue de campeonato. Durmió satisfecha.
El tiempo se deslizó fácil y suave en la cotidianidad de Claudia Prócula después de aquel debut tan exitoso. Desde entonces, consoló a múltiples espíritus mendigos y toreó a miuras insensibles, a cambio de unos cuantos billetes de banco. Se hizo con una clientela selecta y ganó merecido prestigio como terapeuta de atribulados espíritus urbanitas, pudiendo incrementar su minuta por encima del IPC.
Pronto, Claudia abrió consultorio sentimental en una famosa revista y se anunció
al final de una carta de ajuste, a altas horas de la noche, cuando miran la televisión los viejos, los insomnes y los que sufren tendinitis o dolor de muelas. Salía en pantalla con una máscara veneciana, no sabemos si por vergüenza o por decoro.
Sus gustos, sencillos, nada estrafalarios. Transigía con las personas desesperadas o con las de modesto peculio, pero nada le hubiera impedido comprar leche de hormiga o estupefacientes de diseño, viajar a países exóticos, engordarse las tetas o adquirir un marido dócil y feminista en las rebajas de Enero…, ¡si hubiera creído que con ello olvidaría el profundo desamparo causado por la injusta muerte de don Cirilo!
Fiel a la voluntad de su padre, se mantuvo célibe y ni siquiera se echó un coche propio encima, ni un chino chico. Disfrutaba caminando con parsimonia a todos sitios y repartía su corazón entre los afligidos clientes, consolando la comezón de su cuita, el rigor de sus temores y los sinsabores de sus torpísimas relaciones privadas (las propias y las de sus clientes). ¡El buey solo bien se lame!
Una aciaga noche de luna llena, cuando Claudia Prócula paseaba por un sendero solitario, mientras contemplaba la argéntea gasa con que el estéril satélite viste de magia y encanto las copas de los árboles y los matorrales del campo, tras haber sido agraciada con la rápida visión de una estrella fugaz, y sin poder hacer nada para evitarlo, fue arrollada por un todoterreno-de-papá que conducía un veinteañero dislocado.
Sus colegas le llamaban Coco, y por lo menos tuvo valor para detenerse, creyendo que había golpeado a un animal del bosque. Así fue, el virginal cuerpo de Claudia yacía tirado en la cuneta, roto exactamente en cuarenta y nueve pedazos.
-¡Hostias!, ¿qué he hecho? -se preguntó el memo, echando de menos las que no le habían dado.
Claudia musitó algo y expiró.
Había recitado unos versos de Tito Lucrecio Caro mientras moría en paz consigo misma, unos versos en latín que Coco no entendería jamás…:
‘At nunc seminibus quia certis quaeque creantur’
‘Nil igitur fieri de nilo posse…’
‘Quod nunc, aeterno quia constant semine quaeque’
‘Quod si non esset, nulla ratione moveri‘
¡Por Claudia Prócula, Virgen de las Encrucijadas!
Requiescat in pacem.
José Biedma López,
Cerros de Úbeda, 2018