El más hermoso territorio: despedida a Francisco Brines – Un homenaje de Sebastián Gámez Millán

El más hermoso territorio: despedida a Francisco Brines – Un homenaje
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El más hermoso territorio: despedida a Francisco Brines – Un homenaje
De todos los poetas de la llamada Generación de los 50 tengo para mí que ninguno ha escrito tanto sobre el amor, el deseo encendido de los cuerpos y la sensualidad como Francisco Brines (1932-2021). No obstante la idea central de su poesía es “el mundo como pérdida”. De ahí que el título de su poesía reunida sea Ensayos de una despedida. Dificilísimo, pues, escoger un poema de amor en un autor cuyo canto oscila entre la elegía y el himno, pues casi todos son o acaban siéndolo.
Entre las principales influencias recibidas sobresalen Luis Cernuda, Kavafis y Juan Ramón Jiménez. A su vez, es un maestro de la poesía española contemporánea, reconocido por Carlos Marzal y Vicente Gallego, entre otros. Desde 2001 es miembro de la Real Academia Española. De los prestigiosos premios que ha recibido a lo largo de su trayectoria destacan: el Adonais (1960) por Las brasas; el de la Crítica (1967) por Palabras a la oscuridad; el Nacional de Literatura (1987) por El otoño de las rosas; Premio Fastenrath (1998) por La última costa; el Premio Nacional de las Letras (1999); el IV Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca (2007), el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2010) y el Premio Cervantes (2020), que le acababan de conceder desplazándose excepcionalmente a Oliva, tierra nativa y de despedida.
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EL MÁS HERMOSO TERRITORIO
El ciego deseoso recorre con los dedos
las líneas venturosas que hacen feliz su tacto,
y nada le apresura. El roce se hace lento
en el vigor curvado de unos muslos
que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado.
Allí en la luz oscura de los mirtos
se enreda, palpitante, el ala de un gorrión,
el feliz cuerpo vivo.
O intimidad de un tallo, y una rosa, en el seto,
en el posar cansado de un ocaso apagado.
Del estrecho lugar de la cintura,
reino de siesta y sueño,
o reducido prado
de labios delicados y de dedos ardientes,
por igual, separadas, se desperezan líneas
que ahondan. muy gentiles, el vigor mas dichoso de la edad,
y un pecho dejan alto, simétrico y oscuro.
Son dos sombras rosadas esas tetillas breves
en vasto campo liso,
aguas para beber, o estremecerlas.
y un canalillo cruza, para la sed amiga de la lengua,
este dormido campo, y llega a un breve pozo,
que es infantil sonrisa,
breve dedal del aire.
En esa rectitud de unos hombros potentes y sensibles
se yergue el cuello altivo que serena,
o el recogido cuello que ablanda las caricias,
el tronco del que brota un vivo fuego negro,
la cabeza: y en aire, y perfumada,
una enredada zarza de jazmines sonríe,
y el mundo se hace noche porque habitan aquélla
astros crecidos y anchos, felices y benéficos.
Y brillan, y nos miran, y queremos morir
ebrios de adolescencia.
Hay una brisa negra que aroma los cabellos.
He bajado esta espalda,
que es el más descansado de todos los descensos,
y siendo larga y dura, es de ligera marcha,
pues nos lleva al lugar de las delicias.
En la más suave y fresca de las sedas
se recrea la mano,
este espacio indecible, que se alza tan diáfano,
la hermosa calumniada, el sitio envilecido
por el soez lenguaje.
Inacabable lecho en donde reparamos
la sed de la belleza de la forma,
que es sólo sed de un dios que nos sosiegue.
Rozo con mis mejillas la misma piel del aire,
la dureza del agua, que es frescura,
la solidez del mundo que me tienta.
Y, muy secretas, las laderas llevan
al lugar encendido de la dicha.
Allí el profundo goce que repara el vivir,
la maga realidad que vence al sueño,
experiencia tan ebria
que un sabio dios la condena al olvido.
Conocemos entonces que sólo tiene muerte
la quemada hermosura de la vida.
Y porque estás ausente, eres hoy el deseo
de la tierra que falta al desterrado,
de la vida que el olvidado pierde,
y sólo por engaño la vida está en mi cuerpo,
pues yo sé que mi vida la sepulté en el tuyo.
Recogido en su poemario más elogiado, El otoño de las rosas (1986), el poema es una detallada y cuidada descripción del más hermoso territorio, que es el cuerpo amado, claro está. Se recrea en dicha descripción como si al tiempo que escribe se demorara recorriéndolo con las manos, la lengua y el cuerpo todo. A diferencia de los poetas del 27, como Lorca, Aleixandre o Cernuda, en Brines, al igual que en Gil de Biedma, el amor homosexual está más plena y naturalmente asumido, lo que a su vez nos ofrece una radiografía de la época histórica.
El poema contiene numerosos recursos estilísticos que recrean con acierto las sensuales sensaciones suscitadas por el goce sexual: oxímoron (“luz oscura”), sinestesia (“brisa negra”), aliteraciones (“reino de siesta y sueño”; “de labios delicados y de dedos ardientes”); dobles adjetivaciones: “crecidos y anchos, felices y benéficos”, “larga y dura”, “suave y fresca”; metáforas (“dos sombras rosadas”: pezones; “vasto campo liso”: vientre; “breve pozo”, “infantil sonrisa”, “breve dedal del aire”: ombligo; “sedas”: piel… Así como eufemismos: “las laderas llevan / al lugar encendido de la dicha”: órgano genital masculino.
Evidentemente, no pretendo agotar la identificación de los recursos estilísticos. Las imágenes geográficas del poema son tributarias de la metáfora del título: “el más hermoso territorio”: cuerpo humano. Asimismo, las demás metáforas y eufemismos sirven para invitar al lector a un ejercicio de imaginación. En tanto que hay juego con la imaginación hay erotismo y, en consecuencia, distancia con respecto a lo pornográfico.
Mas la poesía de Brines, “el autor más homogéneo de su promoción”, como si desde su juventud hubiera descubierto la voz poética que le acompañaría durante su vida con las ligeras pero inevitables alteraciones del curso del tiempo, posee un carácter meditativo. Hacia el final de la tercera estrofa brilla esta antítesis junto con una metáfora preposicional: “y queremos morir / ebrios de adolescencia”.
Según Brines, “la búsqueda erótica de la juventud no es sólo la búsqueda de la belleza o el apaciguamiento del esplendor del instinto, sino la búsqueda de mi propia vida, el intento frustrado de lograr el encuentro con mi propia juventud. Es el deseo, en vida, de una primera resurrección”. Por otra parte, cabe relacionar la anterior antítesis con los impulsos biófilos y tanáticos que veremos en el siguiente capítulo.
Otra antítesis en consonancia con la anterior y donde se cruza de nuevo la vida y la muerte aparece en los dos últimos versos de la quinta estrofa: “Conocemos entonces que sólo tiene muerte / la quemada hermosura de la vida”. Si la vida es tiempo y pérdida que se encamina hacia la muerte y el olvido, nada como el amor y el erotismo revelan el esplendor de la vida mientras es.
Ahora bien, de las seis estrofas que componen el poema, la más reveladora, como es habitual en Brines, es la última, donde encontramos el epifonema, que viene a ser una reflexión extraída de la experiencia: “y sólo por engaño la vida está en mi cuerpo, / pues yo sé que mi vida la sepulté en el tuyo”. Como los anteriores, este eufemismo no pretende tanto enmascarar como embellecer la forma no sólo de referirse a la relación sexual y la penetración, sino además declarar su amor.
Con los anteriores versos, “Y porque estás ausente, eres hoy el deseo / de la tierra que falta al desterrado, / de la vida que el olvidado pierde”, pone de manifiesto la ley del deseo, que no es otra que amar aquello de lo que se carece, como manifiestan los amores platónicos. Añade por medio de una anáfora dos significativos símiles acordes con la metáfora del título, comparándose con un desterrado, con un olvidado que perdió la vida al perder el cuerpo amado. La plenitud del amor y de la vida, acaso inconcebible sin la luz de la nada que nos aguarda.
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Sebastián Gámez Millán
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