El perro de Goya o la condición humana
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“El tiempo también pinta” (Goya): la recepción de una obra indeterminada. La interpretación de Manuela Mena: “de la vana lucha contra el destino”. La interpretación de Guido Ceronetti: “Me he visto a mí mismo, tal como soy en esta Nada de la vida”. Un método para aproximarnos a la pintura: observar la obra al tiempo que nos adentramos en nosotros. La interpretación de Antonio Saura: “No soy solamente un perro, sino también su propio autor y todos cuanto me contemplan, pues soy ante todo pintura, ya que sin ella no existiría”. Sobre las emociones cognitivas. De las estrategias retóricas de Goya para poner al ser humano frente a sí mismo.
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Por medio de la línea y el color las imágenes, recurriendo a una formulación ya clásica, hacen visible lo que hasta entonces tal vez había sido invisible. Quien ha contemplado de veras Perro semihundido de Goya no ha visto simplemente cómo se hunde un pobre animal; y si solo ha visto esto es que no lo ha visto de veras en toda su infinita vastedad. Debería mirarse adentro y comprobar si se reconoce. Es lo que hizo Guido Ceronetti en su memorable lectura de esta obra de Goya, que con el tiempo no ha hecho sino crecer, de acuerdo con el dictum del pintor aragonés: “el tiempo también pinta”.
Aunque la pintura posea sobradas fuerzas para conmovernos, y esta es acaso una de las máximas aspiraciones que puede tener una pintura, al igual que un discurso, Perro semihundido de Goya es un caso evidente de cómo la recepción de la obra ha incrementado el ser de la misma, de tal modo que cuando estamos frente a ella, ya no la vemos sin la larga estela de ecos que la acompañan. Alberto Manguel ha sostenido que “cada obra de arte va acompañada de su apreciación crítica”.
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La observación, hasta donde sabemos, procede de un maestro suyo, Borges. Manguel agrega que “cada obra de arte se desarrolla atravesando incontables capas de lecturas, y cada lector tiene que retirar esas capas para llegar a la obra bajo sus propias condiciones. En esa lectura última (y primera) estamos solos”.
Dudo que haya que retirar esas capas; tiendo por el contrario a pensar que esas capas de lecturas que genera la recepción de una obra y, en especial, los grandes creadores e intérpretes de la misma, generan al mismo tiempo las condiciones de posibilidad de sentido de la obra y, por consiguiente, muchas veces resulta casi inseparable los sentidos de la obra y la recepción que esta ha tenido a lo largo de la historia.
Entre los motivos por los que no ha hecho sino crecer esta misteriosa pintura mencionaremos varios: en primer lugar, la inquietante anécdota que “relata” o más bien muestra: un perro no sabemos bien si hundiéndose, o bien, para ser menos inexactos, la cabeza de un perro con el hocico algo levantado. La pregunta es inevitable: ¿a qué apunta? ¿Qué se nos quiere decir con ello, si es que hay algo que decir?
“La modernidad de El perro –señala Valeriano Bozal– se identifica con su profunda visualidad: las palabras son poca cosa para sugerir, mucho menos traducir, lo que la pintura es. El efecto de la pintura es estrictamente visual, narrarla en palabras dice bien poco de su condición”. Bozal añade que “esta rigurosa visualidad –que disminuiría al incluir más motivos anecdóticos, pájaros o cazadores– es rasgo del arte contemporáneo y razón de la afinidad de El perro”. En efecto, esta forma de pintar está en consonancia con las tendencias cada vez más acentuadas de la condensación, la simplificación y la abstracción.
Es cierto que, al igual que la poesía cuando es tal no admite ser traducida, la pintura, cuando es pintura de verdad, tampoco admite ser traducida, interpretada o comentada. Es como si en todo tiempo hubiera un excedente de pintura que desborda con creces la interpretación, la glosa o el comentario. Sin embargo, reiteramos, si esta pintura no hubiera sido tan traducida, interpretada y comentada no poseería esa estela de ecos que, de manera consciente o inconsciente, suscita en el espectador contemporáneo.
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Por otro lado, si no pudiéramos, siquiera de modo aproximado, narrar cómo ha sido interpretada a lo largo del tiempo por algunos de sus más destacados intérpretes, no podríamos transmitir lo que han percibido en ella algunos de sus espectadores más cómplices y perspicaces. Asimismo, si las demás pinturas negras son precursoras del expresionismo, bastante más que del impresionismo, como a veces se ha dicho de modo desacertado, El perro anticipa la llamada de manera equívoca abstracción.
A juicio de Valeriano Bozal, “el expresionismo está ya presente en las obras de Goya, hasta el punto de que puede hacernos pensar que el expresionismo no es tanto una tendencia como una posible constante (alternativa) en la historia del arte. Desde un punto de vista formal y estilístico es expresionista el “brochazo” que construye los rostros de las brujas del Aquelarre, como lo son las aguadas de las estampas, el tratamiento del aguafuerte o del aguatinta del que se sirve para crear espacios indeterminados pero fuertemente emocionales. Es expresionista, o pre-expresionista si se quiere, la expresividad de facciones y gestos, pero sobre todo lo es la carga de subjetividad con la que todo es recreado/representado y, de forma muy especial –es rasgo propio del expresionismo del siglo XX–, la referencia a la soledad desde la que todo se contempla y en la que todo se transforma: no una mirada convencional o legitimada por los usos visuales de la colectividad, sino una mirada personal, que no puede encontrarse en ningún otro, que percibe desde la soledad un mundo que parece rechazarle”.
Salvo por la cabeza figurada del perro, todo lo demás es prácticamente una pintura abstracta: espacio y color, espacio abierto por el color. Esa ausencia de detalles es otro rasgo característico de su sorprendente modernidad. Y no será el último: el protagonista es un perro, un animal no humano al que la sensibilidad contemporánea no ha hecho sino abrazar paulatinamente, si bien, repetimos, el perro no es un perro: puede simbolizar otras cosas, entre ellas, la condición humana, como acertadamente han sugerido Antonio Saura y Guido Ceronetti. Nos preguntamos si el poder de esta obra para alcanzarnos y emocionarnos sería igual si en la figura incompleta del perro no se dejara vislumbrar al mismo tiempo el destino del ser humano.
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Pero describámosla de una vez por fin con el objeto de percibirla no solo visual, sino también discursivamente, teniendo en cuenta que ambas perspectivas son convenientes y necesarias para una visión más íntegra: “Un perro asoma su cabeza por lo que parece un talud, de consistencia indeterminada, en un espacio indeterminado (la indeterminación, propia de la desfiguración o, si se prefiere, de la abstracción, ¿no es el aspecto formal más determinante para levantar hipótesis en torno a esta obra?).
Las explicaciones de algunos autores introducen rasgos que permiten “normalizar” y, así, comprender, la pintura. Angulo, por ejemplo, lo tituló “Perro condenado a morir en la arena”, afín, al menos en su idea, a Duelo a garrotazos. Pero este es un título demasiado explicativo que va más allá de lo que en la pintura percibimos: ni siquiera sabemos que sea arena, tampoco que vaya a enterrarse, mucho menos que esta sea su condena o destino”.
Obsérvese que el título de Angulo contiene toda una interpretación de lo que aparece en esta obra de Goya. Aunque compartamos el espíritu del argumento por el que Valeriano Bozal rechaza esta hipótesis de Angulo, no estamos de acuerdo plenamente con el argumento, ya que los títulos, a menudo elegidos por los propios pintores, indican en cierto modo una intención o una finalidad de lo que aparece pintado y, en consecuencia, suelen ir más allá o más acá de las representaciones. Por ejemplo, en algunas obras de Turner tampoco apreciamos con certeza qué representan y, sin embargo, el título que habitualmente se ha aceptado, y por el que se identifican y reconocen es Marina con boya (1840) o bien El amanecer después del naufragio (1841), lo que nos ayuda a reconstruir imaginariamente la representación.
Tampoco sabemos si es un perro, puesto que lo único visible, lo único que llegamos a reconocer con cierta claridad, es la cabeza de un perro, y, no obstante, hablamos de esta pintura como la pintura de El perro. Obviamente, no es arena sobre lo que está la cabeza del perro, sino unas manchas de color. Pero en ellas podemos imaginar la tierra, así como con frecuencia imaginamos muchos otros objetos que no son tales, sino manchas de color.
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Lo que Valeriano Bozal parece querer, al rechazar estas propuestas hermenéuticas de esta obra de Goya, es no determinarla con un suceso, no limitarla a una anécdota, dejarla “abierta” con el fin de que siga interpelándonos y haciéndonos hablar y, de ese modo, se nutra, se enriquezca e incremente el ser de la obra, cosa que no podemos sino compartir. Pues estamos casi seguros de que la recepción y el interés que ha suscitado esta obra entre artistas, críticos y público en general ha ido creciendo a medida que su recepción aumentaba.
Asimismo, sospechamos que la indeterminación de la obra es la que ha provocado que esta pueda acoger en sí múltiples y variadas interpretaciones. De todas ellas las que preferimos son las de Antonio Saura, Manuela B. Mena Cortés y la de Guido Ceronetti, por razones distintas que a continuación procuraremos explicitar, si bien a veces coinciden, lo que no deja de ser interesante, entre tanto, para alcanzar una verdad entendida como consenso.
La interpretación de Manuela Mena, aparte del propio interés que posee por tratarse de una profunda conocedora de la obra de Goya, es interesante porque la relaciona con la temática de otras pinturas negras, como Las Parcas y Lucha a garrotazos. Según ella, se trata “de la vana lucha contra el destino, de la indiferencia suprema de la Naturaleza por la suerte de las vidas concretas. La tenaz pero ciega y afanosa lucha del perro por mantener la cabeza fuera de la arena o del agua no es más que un breve respiro en torno al mecanismo ineluctable del Cosmos, y nos afecta más porque el perro, como se ha observado, no tiene la culpa. Esto es lo que quiere decir precisamente Goya: que el hombre es desbaratado por el tiempo y por la destrucción”.
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Esa indiferencia con la que tanto los animales como los seres humanos somos destruidos por la naturaleza lo asociamos a la crueldad, a la impotencia, al absurdo, quizá porque no comprendemos adecuadamente la naturaleza, o no aceptamos su indiferencia hacia nuestras vidas. En este sentido Perro semihundido se convierte en una representación pictórica universal de la condición humana, pues no hay ser humano que de una manera o de otra no se sienta en la situación de este perro.
Entre los aciertos de la interpretación de Ceronetti destacaríamos, además de los mencionados, el que esta pintura, como muy pocas, nos incite a contemplarnos a nosotros mismos a través de ese perro semihundido:
“Me he visto a mí mismo, tal como soy en esta Nada de la vida; yo mismo, el que lucha, con el banderín de su esfuerzo extraviado, contra las fuerzas de la muerte, dentro de poco victoriosas; yo mismo vivo y yo mismo cercano a la muerte, sacando la nariz y el ojo por encima del embozo sudado de la sábana; yo mismo muerto, perdido en la disgregación, alejado con un gesto soberano, para siempre; yo que no río; yo hecho animal de salmo; yo que tengo miedo; yo jeringado; yo en la verdad de una visión ejemplar. Y puedo decir que estoy contento como un perro de la feria de San Isidro, porque el haberme reconocido en ese perro hundido en un Manzanares hondo como el Océano de la vida y de la muerte me permite afirmar que, entre los más de quinientos retratos que hizo Goya, ahí, también está el mío”.
Antes decíamos que esta obra nos interpela de tal forma que es difícil que en una recepción lo suficientemente cómplice no nos veamos a nosotros mismos en lugar del perro. Con Perro semihundido, insistamos, Goya logra la paradoja de representarnos a cada uno y todos; por eso no nos extrañaría que se convirtiera en un símbolo universal de la condición humana, si es que en cierto modo no lo ha hecho ya.
Pero esto no es un rasgo único de Perro semihundido ni exclusivo de Goya, sino que más bien lo comparte la gran pintura en general. Una gran pintura que no es posible sin unas adecuadas recepciones, como suelen hacer los grandes pintores con otros grandes pintores, por ejemplo. Lo que queremos decir, en otras palabras, es que del mismo modo que los buenos libros, más que ser leídos por nosotros, nos leen, la buena pintura no solo representa a fulano o mengano, sino también a nosotros mismos, en tanto que compartimos, no ya unas vivencias o experiencias, sino una misma condición, la condición humana.
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Para ello, repetimos, es necesario que nosotros seamos lo suficientemente cómplices de la obra que contemplamos, como hace Ceronetti con Perro semihundido. Consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, uno de los principales aciertos de esta interpretación de Ceronetti reside en que atina a descubrir el método con el que hay que aproximarse a la pintura para que nos interpele adecuadamente, o al menos uno de los métodos. ¿En qué consiste este método? En que al tiempo que observamos la obra tenemos que asomarnos a nosotros mismos: primero, porque sin habernos asomado a nosotros mismos no comprenderemos apenas la obra. Y, segundo, porque si no observamos bien la obra no nos adentraremos más profundamente en nosotros.
Los aciertos de Antonio Saura caminan por otras lindes: es sabido que como pintor estuvo obsesionado con esta pintura de Goya, y quizá como fruto de ello nació su ensayo, en el que a través del estudio más detallado que conocemos sobre esta obra, dialoga con numerosos intérpretes que se han acercado a ella en una suerte de síntesis. En este sentido su interpretación no es tan lírica y personal como la de Ceronetti, pero como estudio es más riguroso y completo.
Como puede apreciarse al final, su interpretación coincide en no escasa medida con las anteriores: “Un adiós a la pintura a través de una gran pintura y un mensaje dentro de ella: “No soy solamente un perro, sino también su propio autor y todos cuantos me contemplan, pues soy ante todo pintura, ya que sin ella no existiría”. El elemento que añade Antonio Saura, como no podía ser de otro modo siendo él por encima de otra cosa pintor, es la pintura. La pintura no solo es el medio, es al mismo tiempo el fin a través del cual es posible esta forma de expresión artística. Sin ella, en efecto, no solo no sería posible, además tampoco perduraría de la forma en que lo hace.
Por otra parte, Goya es un maestro indiscutible a la hora de poner al hombre frente a sí mismo con ayuda de su pintura. Con numerosas obras, desde los celebérrimos Fusilamientos del 3 de Mayo al Perro semihundido, pasando por Los Caprichos y Los Desastres, Goya parece decirnos. “Anda, mírate y avergüénzate”. De lo que eres, de lo que somos. De esta forma no solo penetra en la condición humana o nos ofrece una extraordinaria radiografía de su época, al mismo tiempo nos interpela moralmente.
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Años más tarde, Marx escribirá: “la vergüenza es un sentimiento revolucionario”. Sin este sentimiento que debe experimentar el receptor cómplice es sumamente difícil que el individuo actúe de acuerdo con la comunidad moral. Es más, la progresiva pérdida e insensibilidad de este sentimiento, la vergüenza, u otros relacionados, como la culpa, la falta o la responsabilidad, puede llevarnos a que nos alejemos de dicha comunidad, a que no sintamos las debidas exigencias recíprocas que conforman toda comunidad moral. Si bien en todo tiempo es conveniente y necesario que haya individuos que disientan respecto a los sentimientos de la comunidad moral, como suelen hacer los artistas.
La separación cultural entre razones, por un lado, y emociones y sentimientos, por otro, ha alejado durante mucho tiempo al arte de ser considerado como lo que es, una forma de conocimiento: de comprensión, interpretación y comunicación de las experiencias, que son tejidas por los lenguajes de las artes, y de la condición humana. Pero como poco a poco demuestran con más información y pruebas empíricas neurólogos, psicólogos, científicos y filósofos que se dedican a ello, las emociones y los sentimientos poseen una dimensión cognitiva. Por tanto, no son disociables las emociones y los sentimientos de las razones y el conocimiento.
Aún más, como anticipaba Nelson Goodman, “en la experiencia estética las emociones funcionan cognitivamente. La obra de arte se capta a través de los sentimientos además de los sentidos. La insensibilidad emocional incapacita aquí de una manera tan efectiva, ya que no tan completa, como la ceguera y la sordera”. Se diría que, por lo general, de las emociones y de los sentimientos pasamos a las razones y, con suerte, al conocimiento, de tal modo que sin esas emociones y esos sentimientos frente a una obra muy difícilmente podríamos ofrecer razones. Hay, pues, una continuidad entre emociones y razones, como intuyera Unamuno en su Credo poético, una continuidad que si bien habitualmente va de las emociones a las razones, no tiene tampoco por qué excluir el camino de vuelta: “Siente el pensamiento, piensa el sentimiento”.
Por otra parte, mas sin abandonar las emociones y los sentimientos, ahora ya no en su dimensión cognoscitiva, sino en su dimensión valorativa, moral y política, es sabido que El tres de mayo de 1808 en Madrid: los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, una de las pinturas de historia más impactantes que se han concebido durante la modernidad fueron guardadas en los sótanos del Prado por motivos morales y políticos. Cuando una obra resulta censurada es porque, por muy variadas razones, nos avergüenza demasiado ponernos frente a ella, o sea, le avergüenza sobre todo a aquellos que quieren censurarla. Paradójicamente, esto no hace sino poner de manifiesto el poder de las artes para interpelarnos y transformarnos, a pesar de que acostumbra de llamárseles, no sin cierta equivocidad, ficciones.
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Estamos de acuerdo con pensadores como Vico o Nietzsche en que todo lenguaje posee una dimensión retórica o, si se prefiere, que todo lenguaje es retórica. Y el lenguaje pictórico, en este caso, no es una excepción. Por retórica no entendemos los adornos estilísticos, sino más bien el poder del lenguaje para influir, para persuadir. En este sentido Goya posee una retórica casi infalible para que el espectador, más que conmovido, se sienta avergonzado ante sus pinturas y dibujos; o se estremezca porque previa o simultáneamente se ha avergonzado.
Podríamos reconocer al menos dos estrategias que emplea para ello: en primer lugar, como si se tratara de un reportero de su época, pero que no solo radiografía sino que a la vez diagnostica, pinta a los seres humanos en medio de costumbres que los retratan, ya sean supersticiones sin fundamento –válganos el pleonasmo–, tradiciones sin sentido o vasallos de prácticas de violencia que carecen de legitimidad. No solo los Caprichos o los Desastres podrían servirnos de ilustración, sino que gran parte de toda su obra está atravesada por esta intención y finalidad, aunque no sea la única.
En segundo lugar, deforma la imagen de los seres humanos a la manera de ciertos animales, como monos, burros o perros; o, dicho de otro modo, pinta a los seres humanos dejando entrever su animalidad. Es algo que ya observó Baudelaire: “en Goya no es posible encontrar ’la línea de sutura’ entre el ser humano y la bestia o el monstruo”.
Con ello parece anticiparse a pensadores como Darwin, Nietzsche o Freud: el ser humano, a través de la cultura y cuanto pueda haber en ella de civilizada, procura salirse de su animalidad, pero no puede hacerlo completamente, no puede desprenderse del animal de fondo. Quizá dos de los mayores continuadores de estas reflexiones pictóricas de Goya en el siglo XX sean Picasso y Francis Bacon, pues tanto el uno como el otro captaron y mostraron al hombre en ese espacio tan ambiguo como inquietante entre lo humano y lo animal.
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Por todo, como declaraba Siri Hustvedt, con Goya “nos descubrimos mirando a un espejo. En Goya los monstruos somos nosotros”. Esto es lo que la pintura del aragonés posee de inquietante para nosotros y por lo que nos atreveríamos a decir que no ha cesado ni acaso cesará de interpelarnos, ya que nos muestra como a veces no quisiéramos reconocernos pero al mismo tiempo como no podemos dejar de reconocernos si no queremos perder de vista la humanidad.
No solo ante Goya nos descubrimos mirando como a un espejo; tal vez toda gran pintura contribuya de una forma o de otra a descubrirnos. La metáfora del arte como un espejo en el que nos reflejamos no solo es válida, como se advertirá, para la literatura, donde podríamos trazar una genealogía a través de escritores tan dispares como Shakespeare, Lichtenberg, Stendhal, Proust o Borges; también es válida para la pintura, no digamos ya para la fotografía o el cine. La metáfora del espejo le sirve a Julian Bell para dar título a su historia del arte, El espejo del mundo, que tiene la singularidad de no reducirse a una historia del arte de Occidente u Oriente.
Pero, a diferencia del espejo, cada una de estas artes puede reflejar aspectos no solo físicos, que es donde acaba el poder de los espejos, sino que además puede descubrirnos aspectos emocionales, sentimentales o psicológicos que acaso no pueden serlo mediante otros objetos inventados por el ser humano, en ocasiones ni siquiera por las recientes y revolucionarias investigaciones neurocientíficas, a las que por otra vía parecen haberse anticipado a veces. En suma, las artes nos permiten comprendernos, interpretarnos y comunicarnos como quizá no nos lo permita ninguna otra creación humana. Y en este sentido son tan insustituibles como irrenunciables.
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Sebastián Gámez Millán