La jaula dorada – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – X] – Rosario Martínez

La jaula dorada – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – X] – Rosario Martínez

La jaula dorada – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – X]

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La jaula dorada

No pudo llegarme en mejor momento la invitación de mi amigo para ocupar su piso vacío. Él no iba a necesitarlo durante una larga temporada. Y yo…yo acababa de ser despedido de mi trabajo y el desconsuelo inundaba mi espíritu. El mundo se había vuelto hostil. Mi novia argumentó que necesitábamos reflexionar sobre nuestro futuro, mis compañeros de trabajo habían dejado de llamarme, de interesarse por mi vida, y la casera frunció el ceño en una mueca espantosa cuando le dije que tuviera paciencia. Que era un desecho lo sabía pero, a veces, la verdad es lo último que necesitamos escuchar.

Un piso de dos habitaciones, una pequeña cocina y un aseo no se puede decir que sea un palacio pero, dadas mis circunstancias personales, eso me pareció. Ocupé la casa con cierta aprensión y vergüenza, ¿no estaría abusando de su hospitalidad?

Nada más traspasar la puerta de entrada un ruido quejumbroso había llegado a mis oídos. Alguien se deshacía en breves lamentos.

Quedé complacido cuando vi que un pájaro compartiría mi soledad. Al menos podría corresponderle con mi faceta de amante de los animales.

En el salón, al lado de la ventana, estaba la preciosa jaula dorada con un diminuto jilguero azul. ¿Era posible que de ese montón de huesecitos y plumaje pudiera salir ese lánguido sollozo? Me acerqué a saludarle. Cu-cu…El pájaro huyó al fondo de la jaula. Lo hizo de una forma altanera, marcando el paso con sus patas de alambre con cierto aire militar. Adiviné al instante una impostada seguridad. Al verse observado metió la cabeza entre las alas y decidió ignorarme. Un silencio cómplice se estableció entre nosotros. ¿Asombro, miedo, intriga, incredulidad…?

Me instalé en la habitación más pequeña, la interior. La otra, situada enfrente, era el dormitorio de mi amigo.

Al día siguiente hice la mudanza con mis escasas pertenencias personales.

Tenía por delante todo el tiempo del mundo. Exceptuando la escasa media hora que dedicaba a leer las ofertas de trabajo en el periódico, el día se me presentaba vacío de quehaceres. Al principio me negué a abandonar mis costumbres civilizadas: continuaba poniendo el despertador, interesándome por el pronóstico meteorológico, cargando la batería del móvil. Eso duró un tiempo. Luego vino la debacle. Llevaba pateada la ciudad sin resultado, sableado a mi familia con la ansiedad de un drogadicto y amanecido hecho un mar de pesadillas. Todo se había derrumbado y yo estaba entre los escombros. Nadie, nadie se ocuparía de mí, moriría como un perro callejero. La sensación de estar solo en el mundo se agigantó, tomó proporciones de catástrofe.

Esto me llevó a pensar que el cuidado de un ser vivo siempre es motivo de satisfacción y caudal de ternura. Si llegaba a un acuerdo con el jilguero podría sentir el latido de la vida de otra manera. En el fondo, envidiaba su situación. Casa propia, alimento y alguien que se ocupaba de él. ¿No era ese el anhelo de cualquier humano?

Lo intenté. Pero, en contra de mis deseos, el pájaro se convirtió en una pegajosa compañía. Comíamos a la misma hora, veíamos el telediario juntos, nos adormecíamos con los CD´s de música clásica que me devolvió mi novia, reflexionábamos mirando por la ventana y nos retirábamos a dormir a la misma hora. A veces, hasta le descubrí mojando migas de pan en el agua, al mismo tiempo que yo rebañaba la salsa de mi plato. En estos casos mi escasa autoestima se esfumaba pensando en el tipo de vida que llevaba. No es alentador tener el mismo ritmo biológico que un jilguero y más si se advierte en el compañero un círculo vital perfectamente definido, sin alteraciones ni miedos en su conducta.

Además, no había momento en que no me sintiera espiado y juzgadas mis acciones. El pájaro seguía todos mis movimientos con su mirada escrutadora. A veces con ruidos estridentes más propios de un loco que de un simple jilguero. Así fue durante meses. ¿Cuánto tiempo duraría esta situación? A juzgar por su obcecación en anularme…podría ser… ¿para siempre?

Recordé entonces el gesto descompuesto de mi amigo, su alteración al despedirse y sus palabras enigmáticas que atribuí a la excitación de su inminente viaje.

– Estaré fuera una larga temporada. Me voy a conocer esferas menos volátiles, donde espero que las cosas sean lo que parecen.

Una de las noches en que la sudoración había empapado las sábanas y la incontinencia urinaria me había hecho visitar el baño dos o tres veces, escuché como un repiqueteo de uñas en la mesilla. Tac, tac, tac… Encendí la luz y vi al jilguero picoteando el despertador como si quisiera comerse mi tiempo. ¡Otra vez había dejado la jaula abierta!

Maldije al pájaro. No se conformaba con tener su seguridad resuelta, alpiste y agua fresca, sino que, además, se permitía el lujo de asaltar mi habitación y despreciar mi sueño.

Le cogí por el cuello para pedirle explicaciones.

– El mundo está mal repartido – le dije. ¡Eres un bicharrajo presumido que solo sirves para gritar y vives como un rey! ¿Qué pretendes?

–Hiiii… griiii…hiii…

Desde el fondo de mi puño vi dos ojos humanos que brillaban como brasas. Le solté sobresaltado.

Con la sensación de unas manos alrededor de mi cuello, corrí angustiado hacia el dormitorio de mi amigo donde había hecho el descubrimiento algunos días antes. ¡Qué bien le comprendía! No es fácil sentirse acosado a todas horas.

Allí estaba todavía la nota relacionada con el cuidado de la casa. Sorprendido, comprobé que no había una sola alusión al jilguero. Miré a mi alrededor. Todo era orden. Abrí cajones y armario. Los primeros minutos fueron de confusión. Al fin encontré lo que buscaba: una pistola y una caja de zapatos vacía.

Miré la fotografía de mi amigo que estaba encima de la cómoda. Vi sus ojos tan llenos de escrúpulos y falta de coraje que sentí náuseas por los dos.

Salí tambaleante, inseguro.

Todo el día permanecí en mi cuarto royendo mis indecisiones, miedos, forma barata de enfrentar la vida, con los ojos cerrados y el oído atento a cualquier signo exterior.

Era pasada la media noche cuando recorrí descalzo el tramo que me separaba del salón. La oscuridad era casi absoluta, apenas la lejana luna vertía su claridad sobre la parte más próxima al exterior. ¿Dormía mi enemigo? En mi mano derecha llevaba la pistola, en la izquierda la caja vacía.

Un grito selvático se escuchó a mi espalda. El jilguero, desprendiéndose de la lámpara del techo, emprendía un vuelo desbocado hacia mi cara. Me protegí con la caja, solté la pistola. Yo tampoco fui capaz.

Un frío de niebla entró por la ventana abierta. Me sentí empequeñecido, diminuto, casi invisible. Me tenté los omóplatos, donde parecían querer surgir dos protuberancias, y contuve el gorgorito que acudía a mi garganta como un vómito.

¿Qué hacer? En momentos de indecisión, de la antecámara del cerebro acuden ideas premeditadas, antiguas; surgen como luminarias en forma de solución y nos dejamos llevar por ellas en un acto de total sumisión.

Eso debió ocurrir cuando entré en la jaula dorada y, con la garra derecha entre los barrotes, conseguí cerrar la puerta desde afuera.

Aún pude ver el corto revoloteo del jilguero emprendido en medio de la noche, sin rumbo, desconcertado, sin cobijo donde planear el resto de su vida. Será porque todos necesitamos un lugar cálido para vivir y también para morir.

Nada más añadir que necesité un gran vuelo imaginativo para volver a sentir el agua de la ducha sobre mi espalda, ahora que únicamente podía remojar el pico y las patas.

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Rosario Martínez

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