«La musa inquietante». Una lectura de «L’Immortelle» de Alain Robbe-Grillet, de Alberto Ruiz de Samaniego – Una reseña de Miguel Ángel Hernández Saavedra

La musa inquietante. Una lectura de L’Immortelle de Alain Robbe-Grillet, de Alberto Ruiz de Samaniego [Reseña]
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La musa inquietante. Una lectura de L’Immortelle de Alain Robbe-Grillet, de Alberto Ruiz de Samaniego
El potencial lector debe saber que no importa si no ha visto la película en la que se apoya el libro (L’immortelle de Alain Robbe-Grillet), de la misma manera que no haber estado –o no acordarse de haber estado– en el mundo de las ideas no es impedimento para leer a Platón. Más bien al contrario. Será mucho más sencillo acometer la empresa, ver el film tras la lectura del libro, que acceder a ese mundo invisible de modelos impertérritos.
Entre el francés del nouveau roman y las églogas castellanas, el autor engalana la lengua sin que se note, lo cual es condición del gran estilo, que no presume de serlo y se ejerce por necesidad, sin voluntad mediante, como un imperativo fisiológico que nace del cuerpo del escritor, filósofo y escritor, avenido al alma de las letras. Los poemas de Garcilaso de la Vega que jalonan el discurrir del libro producen una atmósfera intempestiva y sutil, signo de la eternidad que nos es dada, también por amor a la lengua desnuda, al origen de las palabras, de cuyo nacimiento, sin embargo, solo sabemos a través de hipótesis y cábalas: del gruñido que rompe con el silencio al silencio que rompe con la palabra acostumbrada a sí misma, poniendo en cuestión la cuestión del sentido que nos acompaña y que, de repente, tras un periplo de comodidades históricas, nos pone de bruces frente al sinsentido que nos obliga a elaborar nuevas tramas.
¿Se puede vivir absolutamente al margen del sentido? ¿No tiene ya sentido, a pesar de la apariencia nihilista, hacerse esta pregunta? A quienes les inquiete esta cuestión (¿es que hay otra “cuestión”?), tratándose como se trata de inmortalidades, les está prescrita la lectura de este libro. Eso sí, que no esperen viejas pócimas que les conduzcan por el camino de la salvación. Si el lector quiere salvarse de verdad, de verdad de la mala, es mejor que lea otras cosas. Que no entre aquí quien confunda, en verdad, la ficción con la mentira.
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La musa inquietante (Abada Editores, Madrid, 2022) es, además de “Una lectura de L’immortelle de Alain Robbe-Grillet”, un tratado sobre lo intratable de la narración, de la escritura, de la vida. Un tratado sobre lo intratable de las imágenes. No es que sea esto además de aquello. Pensándolo bien: aquello, el film, es la coartada de esto, y esto lo es todo. Es común en la prolífica obra del autor el uso de textos y pretextos que actúan como disparaderos de sus obsesiones: lo espectral, la ruina, el deseo y su falla… Por eso, importa mucho que el lector sepa que no importa en absoluto si conoce o desconoce la película de Robbe-Grillet. Incluso sería deseable que no la conociera y la viera tras la lectura del libro, convertido así, conforme a sus propias premisas, en la elaboración secundaria, y sin embargo a priori, de una contemplación ulterior, a modo de magistral didascalia.
Tampoco importa si no ha visitado Estambul, aunque sería conveniente que la muerte no lo sorprendiera sin haberlo hecho alguna vez. Este libro es un mar de Mármara, un Cuerno de Oro, un Bósforo melancólico que, de repente, siempre de repente, nos incita a la aventura. En el estuario de la tristeza que ocasionan las pérdidas, se produce por arte de reflexión –la más cara de las magias– una reconciliación con el espíritu que sobrevuela las aguas, con el alma empapada de vida que, asomando a duras penas la cabeza, dice sí a la musa inquietante que desbroza, a la vez que enreda, los caminos arruinados de la existencia.
Como sucede con los libros que merecen su nombre, precisamente aquellos que cuestionan la naturaleza de un libro, este de Alberto Ruiz de Samaniego rechaza las síntesis, los resúmenes, las reseñas. Aquí se trata, simplemente, de incitar a su lectura.
Hay que decir, no obstante, que La musa inquietante no es otro monumento imaginativo, aunque ciego, a favor de las imágenes; no en el sentido a veces acrítico o visionario que acompaña la producción de tales apoteosis visuales, en una suerte de antiplatonismo desquiciado que acaba dando la razón a los sabios más resabiados. La compañía del racionalista incondicional que fue Jacques Derrida (la fórmula es del ya espectro de El-Biar) atempera el presentismo con que otros hacen de la capa de las imágenes el sayo de una imaginación que campa a sus anchas, aun de coscorrón en coscorrón, como si no hubiera “lo real”, aun en el modo de una sustracción originaria que solo se patentiza después: lo que resta tras el desmoronamiento de los órdenes de lo imaginario y lo simbólico, cuando no el producto de su luminosa confluencia. Una luz que se hurta a sí misma y que se busca en lo que desvela, y así se desvela en la búsqueda. Tal como decía Antonio Machado (cito de memoria): “una linterna capaz de ver aquello que ilumina”. Luz que, en tiempos de zozobra, pone el foco en el narrador moderno, en la novela decimonónica con su secuencia de personajes, tramas y coherencias lineales, contra la que se erige el nouveau roman en una especie de contraataque que solo es posible donde el otro equipo sabe jugar la pelota, controlar la posesión y, al fin, verse asaltado por lo imprevisto. Luz que, abatido el narrador oficioso del bajo imperio de la creencia, se focaliza en el protagonista de la historia, quien proyecta sentidos alrededor de la míriada de sendas y fortalezas traspuestas de Estambul, palimpsesto de las grandes ciudades, de los crisoles magníficos que expulsan, como erupciones volcánicas, piroclastos de civilizaciones muertas que se enseñorearon sobre las huellas de otras civilizaciones.
La musa inquietante es, además de todo lo que es, un tratado sobre la escritura de lo que ya no es y de lo que nunca fue del modo como quiso ser: un monumento de mitos agolpados que se sostiene en la mirada refleja –capaz de verse a sí misma por un instante– de los ojos que lo contemplan. Por estas razones y emociones, el libro es un manantial y un tratado de manantiales, una topología de las fuentes de la poesía, reino de las musas y de los demonios del mediodía.
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He aquí el núcleo mismo de la cuestión, núcleo descentralizado que va y viene, ora capital del sentido, ruina y emporio turístico, ora mogollón: el poder de la imaginación. La analítica de las imágenes que incluye La musa inquietante echa mano de nociones a menudo no suficientemente reivindicadas por parte de los adeptos –o adictos– al psicoanálisis. Como es sabido, y con frecuencia olvidado, toda interpretación es una elaboración secundaria, empezando por la interpretación de los sueños. Sucede asimismo con los mitos, cuya reflexividad los hace aparecer –por mor de la mirada refleja– como en esencia son: metamorfosis de sí mismos, transformaciones acumuladas en el redil de los tiempos. Esencias inseparables de las apariciones mismas, que son, por decirlo así (de alguna forma hay que hablar), la antesala de las imágenes.
El mundo de las ideas es –o con toda seguridad no deja de ser– un mundo de esencias arruinadas (las formas también se degradan, afirma el autor), acopladas poéticamente a las ruinas de los cuerpos que las sostuvieron y que son, imaginación mediante, los fantasmas nuestros de aquel día, que cada día se ocultan y a veces asoman. Y todo lo remueven: los personajes, los hilos conductores, los destinos planificados como se planifican unas vacaciones. También los fantasmas hacen huelga y rompen nuestros planes.
No hay mito sin reflexión –elaboración secundaria– del mito. El poder de las musas y de las ninfas es consustancial a la atribución de poderes que nace de la mirada auto-extrañada. La “catexis”, energía libidinal que vincula al sujeto con el objeto del deseo, las dos caras de una misma moneda, explica el devenir idolátrico de la mujer convertida en musa, o en ninfa, así como el “punto de capitón”, en su versión lacaniana, explica los fulgores que cosen las tramas y por los que, transcurrido el tiempo, las madejas –y los sujetos que de ellas tiran y en ellas se aovillan– se deshilachan.
Hay que ser muy fuerte, nietzscheanamente hablando, para soportar tanta verdad doliente –nos duele a nosotros; la idea de la verdad es inconmovible– en las verdades efímeras.
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Decíamos que no hace falta haber visto la película de Robbe-Grillet para acometer la lectura de este impresionante libro. Decía que incluso era lo deseable. La paradoja se cierra así, abriendo la exploración por parte del lector, en el que se actualizarán –si de un buen lector se trata– las muchas potencias que contiene el texto. Un buen lector es, a fin de cuentas, un narrador que contempla las escenas protagonizadas por otros, narradores transformados en sujetos objetivados de las historias que perciben y son percibidas por otros que las reelaboran, conformando un castillo de mitos, una fortaleza de arena.
Tal como decía Henri Bergson, y Hegel antes que él, proceder a un análisis previo de las capacidades y límites del entendimiento puede coartar las posibilidades de una razón que, por aspirar a ser una y la misma, no alcanza a vislumbrar otros caminos, prejuzgando descubrimientos o invenciones que acechan a la vuelta de la esquina. La “musa” de Ruiz de Samaniego alumbra el camino que la propia mente depara, pero nunca en un ejercicio de pura complacencia estética o en un regodeo solipsista que desprecie lo real y las posibilidades hasta la fecha actualizadas, mal que bien, y depositadas en el cementerio de imágenes en donde nacen, crecen y se reproducen los fantasmas, los buenos y los malos, para los que, mientras hay vida, aunque no sea la suya sino la nuestra, hay esperanza.
Además de inquietante, la musa se inquieta ante la probabilidad de un olvido tan grande que ni siquiera tenga cobijo bajo las lápidas, en los hornos centelleantes del recuerdo que lo aviva. No hay recuerdo que se acuerde de todo ni olvido tan desmemoriado que por casualidad no recuerde lo que olvida. Los hay, por supuesto, bajo la forma de la enfermedad, tratándose de personas. ¿Podría haberlos bajo la forma de una sociedad, tratándose de ciudadanos absolutamente fieles a la ficción que los vincula? Que no entre aquí, en verdad, quien confunda la ficción con la mentira.
El libro de Alberto Ruiz de Samaniego contiene una teoría alternativa del logos, acaso de raigambre heraclítea, que nos previene contra las divisiones estereotipadas de la razón, pero también contra los alegatos visionarios de una mente enfebrecida por las imágenes que ella misma produce y enajena como si vinieran de otra parte, lo cual es, a la altura de estos tiempos nuestros, otra especie de dualismo no menos dogmático que el de los amigos del mundo de las esencias separadas de las cosas sensibles. El logos al que apunta Ruiz de Samaniego es una razón sensible, un pensamiento apasionado (también el pensamiento puede ser inconsciente: “Porque el inconsciente no renuncia a nada”), una razón común en la que el fuego, metáfora ardiente de la vida, como decía el sabio, adopta las fragancias de la cosas que arden en él y se metamorfosea en cada una.
Las imágenes de las que habla el libro no provienen de la experiencia ni la preceden como esquemas trascendentales de las cosas, lechos de Procusto que la imaginación fabrica, amputando o estirando miembros a dicreción. Ni realismo ingenuo ni exacerbado kantismo. Son las imágenes, las apariciones, un dispositivo poético en otro sentido no menos trascendental, aunque no necesariamente trascendente; o son lo trascendente de lo inmanente, la verticalidad que, ley de vida, de tanto en tanto se desploma, escombros preciosos que a otras miradas inspiran, horizonte de lo horizontal que de nuevo se eleva. Ellas articulan y desarticulan el devenir de los sentidos y del sentido no presentido –o solamente presentido– que modifica el devenir. Pues un devenir perfectamente articulado sería, como sucede con las tramas novelescas del XIX, allá donde suceda, como sucede con la confianza ciega en la dialéctica histórica, allí donde la dialéctica sustituye a la providencia, un devenir paralítico, una imagen petrificada del cambio. Desencantada solución final con que la mente se consuela de su propia desesperación, arrastrando cadenas lógicas en un afán por señalizar y urbanizar los caminos de la noche oscura, a plena luz del día. El análisis sobre el delirio que realiza el autor, de la mano de Freud y otros, aclara la naturaleza de esa paranoia racional que a todo aspira para acabar estrellada contra la nada, sobre la que el autor ha escrito, con títulos explícitos o tangenciales, otros libros memorables: Cuerpos a la deriva, Alegrías de nada, Pintores de la vida moderna o La ciudad desnuda (donde el pretexto, otra coartada en el mejor sentido de la expresión, es “Un hombre que duerme”, de Georges Perec).
En esa ciudad en la que nada se pierde, metáfora freudiana del inconsciente, y en la que los espectros deambulan como ciudadanos de pleno derecho, sobre todo por las noches, sobre el territorio de los sueños, pero también bajo la vigilia consciente (o preconsciente), nace un libro con sabor a Estambul, a Bizancio, a Constantinopla, a colina de Pierre Loti, a mequita y cisterna. Un libro con sabor a sueño y con mil saberes acumulados en ciento veintitrés páginas que caben, como un tirachinas, en el bolsillo trasero de un pantalón. Uno de esos libros, tan pocos, cada vez menos, que debería ser sometido a la más delicada consideración; libro poblado de Derridas, de Rilkes, de Garcilasos, de Gradivas y Giordanos… y de Samaniegos. ¿Quién es el hombre que así contempla lo que mira? Pasen y lean.
Una obra que, tal como el autor expone tratándose de otras, produce un “efecto de verdad” por mor de la ficción y coadyuva a no hacernos olvidar que no todas las ficciones merecen ese nombre. Las hay logradas, aunque malogradas al fin por el paso del tiempo, fantasmas exquisitos, y las hay que nacen ya cadáveres, aunque de ese modo se ganen la adhesión de un público poco exigente. Público ese que, si además desprecia lo que ignora, se caracteriza por tener todos los miramientos del mundo: por hacer de las imágenes del mundo en que les toca morir, estereotipadas o presuntamente espontáneas, el patrón de la vida que entretanto, de bostezo a pasatiempo, entretiene y pasa como si aquí no hubiera pasado nada.
Esta es la mayor inquietud, como ya se ha sugerido, de la musa inquietante: no tener a quien poseer, no tener a quien desengañar tras cautivarlo, carecer de candidatos entre los que elegir a sus mejores cantores. Carencia compatible, dicho sea de paso, con la proliferación de poetas, sobre todo con los que hacen alarde de la experiencia como si la experiencia no fuera, también, el silencio que acompaña a la experiencia, que muda de pieles como las serpientes, que muda de imágenes como el cinematógrafo, y cuyas pieles muertes, valoradas por los mejores tramperos, que no tramposos, fueron los abrigos de otras épocas.
En definitiva, este libro exige del lector estar a la altura de sus mejores fantasmas, hayan o no mudado sus sábanas. Si no los encuentra, tal vez su lectura contribuya a producirlos.
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Miguel Ángel Hernández Saavedra
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Nota
Alberto Ruiz de Samaniego. La musa inquietante. Una lectura de L’Immortelle de Alain Robbe-Grillet. Abada Editores, Madrid, 2022. ISBN: 978-8419008213.
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