La raigambre cervantina de los relatos cortos de Pedro de Répide y la preeminencia de La Mancha como marco narrativo: «Un ángel patudo», su contribución a la Novela de Bolsillo – I – Gloria Jimeno Castro

La raigambre cervantina de los relatos cortos de Pedro de Répide y la preeminencia de La Mancha como marco narrativo: «Un ángel patudo», su contribución a la Novela de Bolsillo – I – Gloria Jimeno Castro

La raigambre cervantina de los relatos cortos de Pedro de Répide y la preeminencia de La Mancha como marco narrativo: Un ángel patudo, su contribución a la Novela de Bolsillo – I

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Pedro de Répide Gallegos [1882 – 1948]

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La raigambre cervantina de los relatos cortos de Pedro de Répide y la preeminencia de La Mancha como marco narrativo: Un ángel patudo, su contribución a la Novela de Bolsillo – I

Recientemente, me perdí por las tierras austeras y literarias de la Mancha, que apenas conocía más que por mis lecturas y por amenos documentales televisivos.

Mi primera toma de contacto con la Mancha y Ciudad Real fue con Puerto Lápice, que sinceramente, me apasionó, porque para mí resultó una suerte de parque temático literario, donde al más eximio de nuestros escritores y a una de las criaturas literarias más universales, se le concede la importancia que se le debe, para mí, en definitiva, aquel rincón era Quijotilandia.

La venta de Don Quijote,  situada en aquel enclave manchego, poseedora de un pequeño y encantador museo dedicado a este personaje de Miguel de Cervantes, así como a sus ediciones más señeras, y a decenas de representaciones icónicas de Don Quijote, resulta, a todas luces atrayente para quien se siente seducido por épocas pretéritas de España y por nuestro Siglo de Oro literario.

La venta, de añejo sabor, nos permite rememorar los viajes de antaño, las añosas ventas que aparecían en los cruces de caminos para el descanso y sueño reparador de arrieros, pastores, viajeros y caballeros andantes.

Sus suelos empedrados, su techumbre y vigas de madera rojiza, los viejos carros detenidos ya por siempre en su patio anchuroso, con su fresco pozo, y que antaño saciara la sed de caminantes y recuas de paso, me hechizaron.

Me senté junto a una antigua mesa redonda de madera, llena de marcas y arañazos e incisiones, que resultaban trofeos al tiempo resistido, a las ricas mantenencias servidas a generaciones y generaciones de viajeros, y acomodada en una silla de mimbre, seguramente, creada por manos artesanas de Castilla.

A mi alrededor se encontraban enormes tinajas de brillante color pardo, que parecieran creadas para guardar el licor que  libarían titanes, cíclopes, criaturas hercúleas y gigantescas, que poblaron épocas remotas, envueltas en el misterio de los tiempos.

Mis ojos permanecían atentos, esperando el milagro de que por alguna esquina apareciese Don Quijote para ser por mí armado caballero en aquella su venta.

Me detuve también en Alcázar de San Juan, por cuyas calles transito entre casas antiguas de factura manchega, escuchando al anochecer el eco hueco de mis pasos por el empedrado, sin apenas cruzarme con alma alguna, y respirando la paz de estos solitarios parajes.

Entro en un mesón manchego a tomar un refrigerio tras el viaje, y me ofrecen para acompañar mi bebida como humildes tapas, huevos duros, banderillas y un pedazo de queso manchego con pan de hogaza. Acostumbrada a las florituras de platos de las modernas tabernas madrileñas, siento gran añoranza, al probar bocados tan sencillos de la tierra, que hoy como ayer, alimentaron los estómagos de los manchegos y castellanos que vivieron y viajaron por estas tierras de don Quijote.

Mientras paseo,  no dejo de pensar que hay cervantistas que defienden que este es el lugar de la Mancha de cuyo nombre no deseaba acordarse Cervantes [1], y donde, incluso, se afirma, merced a la aparición de una partida bautismal, que allí pudiera haber  nacido también el autor del Quijote. Me encaminó hacia la colegiata de Santa María la Mayor, del siglo XIII, otrora mezquita, y mucho antes templo ibero. Allí se supone que pudiera haber sido bautizado el Miguel de Cervantes de esta aludida partida de bautismo.

Su fachada románica, con esa piedra rojiza que se observa en múltiples construcciones eclesiásticas de la zona, me subyuga, bajo una iluminación, además, acertada que acentúa el valor artístico del monumento y de la cercana estatua que preside la plaza: la de Miguel de Cervantes.

A su izquierda se alza, además, el Torreón del Gran Prior, de factura almohade y de estructura cuadrangular, y que, igualmente, data del siglo XIII.

La estampa es, simplemente, hermosa. En un lugar perdido de la Mancha se ocultan, pues, tesoros dignos de ser vistos, ya sea por un caballero andante o por un viajero del siglo XXI. Hecho éste que me hizo tener presente a Pedro de Répide, autor que se declaraba ferviente admirador de Cervantes, y que ambientara algún de sus narraciones en estos paisajes manchegos.

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Pedro de Répide

Vida y obra

Pedro de Répide, cronista oficial de Madrid, narrador de historias realistas y pintorescas ambientadas en la Villa y Corte, nació en la capital de España en el año 1882 [2].

Estudió el Bachillerato en el Instituto de San Isidro, y afirmó haberse licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Central, hecho este último, que discute Sainz de Robles, apoyándose en las investigaciones que llevó a cabo para localizar sus expedientes universitarios, y que resultaron infructuosas, según él, porque, probablemente, estos estudios de los que se vanagloriaba Répide no los llegó nunca a acabar.[3] 

En el año 1900, la reina Isabel II, que se hallaba desterrada en París, hace llamar a Pedro de Répide para que trabajase bajo sus órdenes como bibliotecario, ya que necesitaba que una mano experta le organizase su importante biblioteca del Palacio de Castilla, en el que se alojaba desde su forzada marcha de España.  Tan satisfecha debió quedar la soberana con el serio trabajo de Répide que le encomendó una labor de mayor importancia, que suponía una mayor responsabilidad, le nombró su amanuense. A partir de entonces, el autor madrileño quedará a cargo de su correspondencia, tendrá la oportunidad de leer las misivas más personales y comprometidas de la reina, redactará sus cartas, consultará su archivo personal [4].

Tras la muerte de Isabel II, acaecida en el año 1904, el autor regresa a Madrid.  Pocos años después, en 1906, obtiene su primer gran éxito en el panorama literario, le conceden el primer premio de novelas cortas convocado por El Liberal por su relatoLa enamorada indiscreta. De este modo, comienza su imparable y fructífera carrera como novelista.

En 1907 publica en El Cuento Semanal la novela Del Rastro a Maravillas, en la que pinta con el arte que le caracteriza, los barrios bajos de la capital, obteniendo como resultado un relato fresco y realista. A partir de ser incluido en la nómina de colaboradores de la colección ideada por Eduardo Zamacois, y de obtener un clamoroso éxito, Pedro de Répide figurará en todas las colecciones de novelas cortas que fueron saliendo al mercado editorial. Para Los Contemporáneos escribe títulos como Paquito Candil (1909); Curiosa y donosa historia del Duende de la Corte (1910); Puerto sereno (1913); La Corte del rey José (1916); Jardín de princesas

Pedro de Répide alternaba esta labor como narrador en las colecciones de novela corta con su trabajo como periodista en El Liberal, en el que colaboró desde 1907 a 1919, y en publicaciones como Por esos mundos, Nuevo Mundo, Mundo Gráfico…

En el año 1919, Répide ha de abandonar El Liberal junto con otros compañeros de redacción como Cansinos Assens, Manuel Machado, Antonio de Lezama y Luis de Oteyza, con quienes funda La Libertad, donde el autor publicará a diario entre 1921 y 1925 la historia de las calles de Madrid [5].

Con el estallido de la Guerra Civil, y debido a su postura ideológica, Répide se marcha de España, sus vivencias durante esta etapa convulsa de la historia española quedan reflejadas en su libroMemorias de un aparecido: relato fiel del sangriento drama español, publicado en el exilio, en Caracas, en el año 1937. Muere Pedro de Répide en el año 1948, siendo enterrado en el Cementerio Municipal de Nuestra Señora de la Almudena.

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Un ángel patudo

Un ángel patudo, relato n.º 17 de La Novela de Bolsillo, publicado el 30 de agosto de 1914, [6] con el que Pedro de Répide participa en nuestra colección, está compuesto de diecisiete capítulos y de un epílogo, en el que subyace todo el ingenio y la ironía del autor. Las ilustraciones del texto pertenecen a Galván, quien, además, en la p. 63 realiza un retrato de Pedro de Répide.

Tema y argumento

La novela narra las dificultades por las que ha de pasar el cura de un pueblo de la Mancha, de Valflorido, para cumplir con la promesa hecha a los feligreses de componer un soneto en honor de la Virgen de las Azucenas, que había de leer el día de las fiestas patronales.  Este servidor de Dios se hallaba en este brete por comprometerse a realizar una labor para la que no estaba capacitado. Don Hilario Saldaña, que así se llamaba el buen cura de este pueblo, siempre alardeaba entre sus amigos de ser un extraordinario poeta, se vanagloriaba de su talento poético, que, según él, desperdició en su juventud por preferir servir a Dios y al prójimo. Don Faustino, el médico del pueblo, y las otras autoridades de la población, todos ellos amigos entrañables del vicario, hartos de sus presunciones literarias, deciden ponerlo a prueba, le retan a demostrar públicamente la calidad de sus versos componiéndole un soneto a la Virgen.  Don Hilario, por orgullo, acepta la proposición, aunque pronto habrá de arrepentirse de haber dado su palabra:

El buen vicario no lograba convencer a nadie de sus habilidades  poéticas; y  no  hubiese  sido eso lo peor. Lo más grave era que no conseguía convencerse él mismo de sus dotes de oficiador en el noble altar de la poesía.  Todas las tardes cuando tornaba de su paseo vespertino por  los campos jocundos, y entraba en su habitual tertulia de la rebotica, donde se reunían las escasas personalidades del pueblo, no faltaba una voz de chanza […] – Y en mi vida me he visto en tal aprieto. Pero don Hilario, aunque  mortificado  por  dentro, dibujaba  en  sus  labios  una  sonrisa, y  les pedía paciencia hasta el día del soneto (p. 9).

El problema era que el día grande de Valflorido se acercaba, y el cura no había logrado escribir más que el título de la composición. La suerte de don Hilario cambia, sin él saberlo, cuando la mañana antes de las fiestas del pueblo se encuentra con un joven, quien recorría las tierras manchegas, no a lomos de un palafrén, sino de una práctica y veloz bicicleta.  Este moderno caballero andante, que, accidentalmente, y por designios del destino vendrá en su auxilio, resulta ser Carlos Quintanar, “el poeta de moda, y tanto como su firma era solicitada por el público, lo era su persona entre ricos y magnates, que contaban entre sus lujos  el  de  tener  a  su lado a aquel ingenio preclarísimo y gozar de sus dichos y de las primicias de sus obras” (p. 21).

El famoso escritor había permanecido hasta entonces alojado en la finca toledana de la Duquesa María Rivaclara, situada en la población vecina del Romeral.  Pensaba descansar allí del bullicio de la ciudad, del acoso que sufría por parte de los muchos admiradores de su poesía.  Su deseo no se verá cumplido, porque su noble anfitriona se lo llevó engañado hasta aquella serranía para que entretuviese a sus invitados y fuese la atracción de su animada tertulia.

A Quintanar acaba agotándole aquella estancia, por lo que huye del Romeral, decide recorrer en bicicleta la distancia que había hasta el ferrocarril, para así poder disfrutar del paisaje y respirar aire puro.  Mas sus planes de llegar pronto a Madrid se verán frustrados, al desviarse de su camino y perder el único tren que aquel día podía llevarle de vuelta a la capital.

Cuando don Hilario conoce el contratiempo sufrido por este“joven caballero que asía de la mano la bicicleta que le había servido de cabalgadura” (p. 13),y que no tenía un techo bajo el que cobijarse y pasar la noche, decide ampararlo en la casa rectoral.  Ante estos hechos que habían desbaratado todos sus planes, Carlos se resigna y acepta gustoso la invitación del vicario, aunque omite su identidad para poder pasar, al menos un día, inadvertido, sin sentir el peso de la fama.

Este “hidalgo andante” (p. 19),consciente del error que había cometido adentrándose en tierras manchegas sin conocer la zona, decidió acatar los designios del destino, esperar pacientemente a ver qué aventuras le deparaba este en un lugar de la Mancha.

La visión de la casa rectoral le trae a Carlos a la memoria la casa de don Diego de Miranda, del discreto caballero manchego con quien don Quijote se cruzó en una de sus innumerables peripecias, y que amablemente le ofreció su hospitalidad y la de su familia durante una noche:

Una casa anchurosa testimonio de la paz aldeana y de nobleza  solariega, como  aquella  en  la que don  Diego de Miranda  ofreció cumplida hospitalidad a don Quijote de la  Mancha […] No esperaba  en  ella al hidalgo andante la cortesía  y gentileza  de una dama como doña  Cristina,  de la casa del discreto caballero de la Mancha. Pero alegráronsele los ojos  y el ánimo por ende al  poeta  peregrino  cuando al  acercarse  a  la casona del amable clérigo, divisó  en  la  puerta la  figura  de  una  graciosísima  muchacha  que le saludaba con grandes  señales  de  contento. – Es mi sobrina – dijo el cura.  La  pobrecilla está tan triste en este pueblo que en cuanto ve a un forastero parece que se le ensancha el alma (p. 19).

Este moderno caballero andante, y para más señas trovador de moda en la Corte, se ve gratamente recompensado de su desventura de hallarse perdido en tierras manchegas, al descubrir a esta hermosa Dulcinea de Valflorido.  María, tal era el nombre de la sobrina del cura, había tenido una vida triste, ya que a su padre, capitán del ejército español muerto en la guerra de Cuba, apenas lo conoció, falleció cuando aún era muy niña, y a los quince hubo de sufrir también la pérdida de su madre, quedando huérfana y bajo la tutela de su tío don Hilario, con quien se vio obligada a vivir. El vicario la trataba como a una hija, velaba por su bienestar, aunque la joven pronto deseará huir de aquella región aislada del mundo.

Su primera oportunidad surgió en forma de oficial de caballería, cuando tres años atrás, el joven, de maniobras en el pueblo, se alojó en la casa rectoral durante tres días. María se lanza a su conquista, deseaba casarse y marcharse de Valflorido a cualquier precio. El bizarro militar, sin embargo, opta por seducir con engaños a la sobrina y marcharse del pueblo sin despedirse de ella, con lo que los proyectos de futuro de la joven fracasarán. María, desengañada del amor, herida por la impunidad con que actuó el que ella creía el hombre de su vida, adopta una drástica resolución, se vengará del género masculino, tratará con el mismo desprecio a todo caballero que se cruce en su camino, utilizará a los hombres del mismo modo que a ella la utilizaron:

 Poco a poco fue cicatrizándose la herida que en el alma tenía, y acabó por desear ella a su vez desquite.  ¿Por qué habían de ser los hombres quienes gozasen el monopolio de  la  infidelidad y la inconstancia?  También ellas tenían derecho a  vengarse  de  los  desdenes.  Y  si  volvía  a toparse alguna vez con el capitán, con gusto le diría: -¿Sabes que no  me  importó  nada,  porque  tuve  otro novio  enseguida? ¿Pero dónde estaría el novio aquel? (p. 39).

El novio aquel se lo trae el destino tres años después, esta vez en forma de caballero andante y poeta. Don Hilario le abre las puertas de su hogar a Carlos, le ofrece todo tipo de libertades para disponer de su habitación y de sus pertenencias, aunque el cura no alcanzó a sospechar cuántas se iba a tomar realmente el joven.

Tras disfrutar de una opípara cena manchega, Carlos se retira a su habitación, ansioso por disfrutar de este “refugio apacible, asilo de un perfecto sosiego para el cuerpo como para el espíritu” (p. 19). Poco después de  acomodarse,  ve entrar  en  la estancia a María, “a una mujer joven y hermosa, a la que juzgaba pura como el consabido aliento de los ángeles que rodean el trono del Altísimo” (p. 49), con lo que su cuerpo y espíritu comienzan a desasosegarse. María, claro está, venía buscando venganza, quería experimentar lo mismo que todos aquellos burladores de mujeres, que únicamente miraban por ellos, por su necesidad de saciar sus instintos, sin importarles la honra de aquellas ingenuas doncellas a las que enamoraban y seducían. La joven consigue su propósito, seduce al poeta y se retira a su habitación sin remordimientos, sin sufrimientos:

Este hombre no le había prometido nada, ni ella se lo hubo de exigir; con que  a nada quedaba comprometido. Así no tendría ella que preocuparse del paso del cartero, ni de  consumir en la desesperación las horas de su  vida  pensando  en  el  inconstante,  y  maldiciendo  al  perjuro.  (p. 51).

Después “de aquella tan grata e inesperada aventura” que el hidalgo caballero andante vivió en la Mancha decide “pagar en poesía aquella hospitalidad de la que por otra parte había abusado de un modo tan dulce, pero incorrecto” (p. 53), y aprovechando que sobre el escritorio de la habitación del vicario se hallaba el papel destinado a la composición del soneto de la Virgen, Carlos escribe unos hermosísimos versos dirigidos a la Madre del Señor. A la mañana siguiente, con el alba abandona la casa rectoral, despidiéndose únicamente del ama.

Llegado el 8 de septiembre, el día de la Virgen de las Azucenas, el vicario se levanta abatido por su fracaso poético. Enterado de la marcha hacía horas del forastero, entra en su habitación y encuentra escrito el soneto.  Agradece a Dios la oportuna llegada de aquel joven que le sacó del aprieto, lo interpreta como una respuesta a sus oraciones, como un milagro, y así se lo comunica a sus feligreses:

Aquel día en el sermón, el buen vicario de Valflorido, don  Hilario  Saldaña, habló  a  todo  el  pueblo congregado en la iglesia, del milagro  que  había  obrado  la  Virgen  de  las  Azucenas, enviando a la tierra un ángel poeta para  que  su  siervo  cumpliera  su  palabra.  El  pueblo  le  escuchaba embobado, y allá en el último y más oscuro rincón de  la  iglesia, María  la  sobrina sin  atender a  las  palabras de  su  tío,  estaba  muy  triste, haciendo  pucheros  de  cuando  en cuando (p. 61).

Don Faustino, el médico, era el único que reía en la iglesia por la ocurrencia del sacerdote, toda vez que él conocía al ángel poético y patudo” (p. 63)que sabía montar en bicicleta, y que hizo parada y fonda en la casa rectoral.  No obstante, será nueve meses después cuando el vicario se convierta en el objeto de chanzas de todo el pueblo, y, especialmente, del bromista y sarcástico galeno, porque María, como resultado de aquella noche de pasión, da a luz a un precioso retoño, al que el vicario acoge con complacencia, pese a todo:

[…] don Faustino, el médico zumbón y cultiparlante quien, aunque evitando  desde  luego  por cierto rasgo de piedad, hablar de ello en presencia de don Hilario, no dejaba en ausencia suya de traer a colación aquel suceso para comentarlo diciendo: – Vaya, vaya con el soneto del  ángel. Lo  que  el  cura  no  sabía  era  que  lo había  dejado  con estrambote (p. 63).

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Gloria Jimeno Castro

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Notas

[1] A propósito de ello es necesario leer los datos recopilados por Ángel Ligero Móstoles en “Autenticidad histórica de personajes citados en el Quijote y otras obras de Miguel de Cervantes”, en Cervantes su obra y su mundo; actas del primer congreso Internacional sobre Cervantes, Manuel Criado del Val (dir.), 1981, pp. 186-196.   

[2] Sobre la biografía del autor debe leerse José Montero Padilla, “Introducción a la literatura de Pedro de Répide”, Anales del Instituto de Estudios Madrileños, n.º 46, 2006, pp. 921-948, y del mismo autor “Recuerdo de Pedro de Répide, novelista y cronista de la Villa”, Ilustración de Madrid. Revista Trimestral de la Cultura Matritense, n.º 6, 2007, pp. 57-62; consúltese también William M. Sherzer, “Valle-Inclán, Pedro de Répide y El ruedo Ibérico”, en Fidel López Criado (ed.), Valle-Inclán: ensayos críticos sobre su obra y su trascendencia, 2008, pp. 337-388.

[3] Federico Carlos Sainz de Robles:Pedro de Répide, ingenio y gala de Madrid (1882-1948), Madrid, Ayuntamiento de Madrid, Instituto de Estudios Madrileños del CSIC, 1974, p. 6.

[4] Ibid., p. 7.

[5]  Acerca de ello consúltese Pedro de Répide, Las calles de Madrid, Madrid, Ediciones La Librería, 2018.

[6] Consúltese mi tesis sobre la mencionada colección,  Gloria Jimeno Castro, La Novela de Bolsillo (1914-1916): una colección literaria de “transición”, leída el 1 de febrero de 2021 en la Universidad Complutense de Madrid.

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