Si tu vida es un folletín, búscate un buen fin
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Con sobrada razón ya afirmó Vicente Aleixandre que “no hay palabras feas y bonitas (…) no hay más que palabras vivas y muertas”, y a nosotros los hablantes compete vivificar nuestro léxico, rescatar palabras preteridas por el inexorable correr de los siglos o por el desdén de la sociedad y sus caprichosas modas.
En reiteradas ocasiones, a lo largo de mi vida, varias y observadoras personas han dado en calificar mi prosa, entre chanzas y veras, como libresca y folletinesca.
Recuerdo que hace unos años, siendo a la sazón Jefa del Departamento de Comunicación de un Centro de Educación de Adultos, disfrutaba lo indecible redactando las actas de nuestras reuniones, seleccionando con delectación las palabras, buscando las más eufónicas, y propendiendo, inconscientemente, a la hinchazón retórica para darle un tono literario y diferente a unos escritos tan impersonales y fríos. Llegado el momento de proceder a la lectura de las actas de la reunión de la semana anterior, mis compañeros expresaban su satisfacción por el cambio otorgado a las mismas, les gustaba oír cómo las leía con un cierto tono declamatorio y recalcando los vocablos o ideas fundamentales. Uno de mis compañeros, incluso, subrayaba que la literatura que había leído y analizado en los últimos años para hacer mi tesis, indudablemente, me afloraba hasta en aquel acto tan prosaico y burocrático, y que, decididamente, mis expresiones eran decimonónicas y folletinescas.
No he de negar que, a instancias de mi padre y de mi abuela materna, leí algunos de aquellos relatos que cabe etiquetar como folletinescos. Mi padre, por ejemplo, a imitación de su abuelo, que fue tipógrafo de Rivadeneyra, me contó que leyó folletines que estaban arrumbados en el desván de la casa familiar, y trajo a colación un título, María o la hija de un jornalero, de Wenceslao Ayguals de Izco, del año 1845, que luego yo localizaría para saber qué leían nuestros antepasados.
Mi abuela Clara, de educación francesa, y que vivió parte de su vida en Casablanca, sintió una paladina preferencia por los Dumas, en especial por La dama de las camelias, de Alejandro Dumas (hijo). Ni que decir tiene que cuando me citó aquella novela no tardé ni un minuto en ir a la biblioteca, a fin de conseguirlo y adentrarme con curiosidad en sus páginas.
Error notorio es, a mi modo de ver, empeñarse en menospreciar sin más este tipo de relatos populares, tan denostados en la actualidad, cuando fueron leídos con fruición por las generaciones que nos precedieron, tal como revelan los estudios literarios de los especialistas en la literatura española del siglo XIX, a los que mencionaremos en líneas ulteriores.
Amén de ello, algunas de las figuras de primera magnitud de la literatura declararon sin ambages que para ellos estos escritos lacrimógenos fueron también un venero de inspiración, y que adoptaron algunos de sus recursos estructurales, toda vez que los leyeron con interés. Es el caso de Benito Pérez Galdós, que, a decir de la crítica, revela en sus novelas cumplir con alguno de los rasgos canónicos de la novela folletinesca; aunque claro es, él les otorga su impronta, y el resultado de su técnica narrativa dista mucho de la de los folletines que le sirvieran de modelo, pues su estilo narrando es insuperable.[1] Manifestó el propio Galdós su admiración por uno de los autores vinculados a esta forma de escribir narrativa: “No existe nadie en la generación presente que no haya gustado en su juventud el placer indecible de aquellas lecturas sabrosísimas, ni que desconozca el interés calenturiento de la novela histórica en que fue maestro don Manuel Fernández y González”[2].
Manuel Fernández y González fue uno de los más destacados representantes de la literatura folletinesca, muy celebrado por el público popular del XIX, y que llegó a redactar más de un centenar de novelas de la misma factura. Este autor declaró taxativamente que su novelística era deudora de las obras de su dilecto Walter Scott, lo que explica que entre las novelas que mayor fama le procuraron, al ser publicadas a modo de folletín en la prensa, se encontrara El Doncel Don Pedro de Castilla, fechada en 1838. Por otro lado, cabe citarse otro de sus títulos más seguidos, Luisa o el ángel de redención, que data de 1857.[3]
El profesor Jesús Antonio Martínez Martín[4] es uno de esos eruditos que ha analizado de manera pormenorizada al público lector del siglo XIX y sus preferencias, y nos permite comprender una de las razones del triunfo sin parangón de este tipo de literatura popular, y de que las clases menos pudientes se fueran incorporando al proceso de lectura y al de adquisición de literatura: en el mercado editorial español aparecen, por vez primera, productos asequibles a todos los bolsillos y de variada temática.
En su acertado análisis de esta época, el profesor Martínez Martín pone de relieve un dato sustantivo en este sentido: en el año 1848 el analfabetismo en España llegaba al 75% frente al 32% que se daba en el país vecino [5], Francia, el modelo en que todas las naciones europeas se miraban por su modernidad cultural, científica y por su riqueza cosmopolita.
De ello se colige que los lectores en la España de estos años habían de ser muy pocos, unos seis millones [6] (pensemos que en esta época había unos dieciséis millones de españoles [7]), según se nos indica en el citado estudio, aunque los precios de los libros, ocho reales de la época, que venían a suponer el jornal de algunos obreros [8], explica igualmente esta carestía de lectores.
Los datos expuestos, por tanto, nos permiten comprender la irónica observación del experto Hipólito Escolar sobre este asunto, señala que en esta época “el público lector era tan escaso que alguien dijo que los libros de moda eran el libro de misa para las mujeres y el librillo de papel de fumar para los hombres”. A renglón seguido, pone de manifiesto cómo los títulos más leídos eran, fundamentalmente, folletines y novelas por entregas.
Otra de las estudiosas del panorama editorial y periodístico de estos años es Mari Cruz Seoane [9] la cual revela que el perfil de quienes leían mayoritariamente en la España del siglo XIX era el de un lector que consumía preferentemente prensa. Es por ello, que aprovechando la coyuntura, los editores de periódicos, a imitación de los franceses, introdujeron en ellos unas hojas a modo de cuadernillo, en el que se publicaba por entregas capítulos de un folletín nacional o foráneo [10]. De tal suerte que, por un módico precio, con ciertas facilidades económicas, como si fuera una compra a plazos, un español podía ya estar en posesión de un libro, ya que, cuando todos los capítulos eran editados, se proporcionaba a los lectores unas tapas para encuadernarlos.
De esta forma, por ejemplo, en un periódico como La Correspondencia de España se incluyeron como folletines insertos títulos como El iris de la tormenta (1860) de José María Velasco; La dama del guante negro (1862) de Ponson du Terrail o Los amores de una gran señora (1870) de Alfredo Brehat. [11]
En la misma línea surgieron las novelas por entregas, cuyo mayor conocedor es Juan Ignacio Ferreras, que en un exhaustivo estudio, La novela por entregas (1840-1900) [12], nos descubre este fenómeno literario sin precedentes.
Como su propio nombre indica, el producto en que recae nuestra atención eran novelas que las editoriales proporcionaban a los lectores por entregas, siempre tras previa suscripción, y al interesante precio de un real cada entrega [13].
Ferreras nos ilustra acerca de cómo eran tipográficamente estas entregas, un dato nada baladí, toda vez que se empleaba una letra grande, con mucha separación entre palabras y entre líneas[14], para que la lectura resultase un ejercicio fácil, incluso, para quienes no estaban avezados en estas lides. Quiere ello decir, que se estaba pensando en un público popular también, que según los estudios especializados en este tema, prueban que empezaba a practicar la lectura como fuente de ocio y compraba literatura, merced a las facilidades ofrecidas por las editoriales. Como muestra probatoria del éxito cosechado, Ferreras aporta la siguiente información, la novela por entregas dada a la estampa como Cristóbal Colón en el año 1867, y firmada por Julio Nombela, alcanzó los 25.000 suscriptores, todo un logro editorial.
La temática y la variada galería de personajes, muchos de ellos, pertenecientes a las clases populares, con los que, indefectiblemente, se identificaban los nuevos lectores, enganchaba a los suscriptores. Así, entre sus protagonistas encontramos tipos como la huérfana pobre que sufre lo indecible, tras la enfermedad y pérdida de sus progenitores, y a causa de su indefensión económica; malévolas madrastras que se aprovechan de la ingénita bondad de sus ingenuas hijastras; sufridas y desamparadas viudas con una prole de hijos a su cargo; el don juan atrabiliario que seduce muchachas cándidas y devotas sin escrúpulos, jugando con sus sueños de amor y futuro; madres solteras señaladas por la sociedad; maridos coléricos, maltratadores que viven de los ímprobos esfuerzos de sus abnegadas esposas; enamorados desdeñados…
Las características de estas novelas también influyeron en su éxito, en mantener vivo el interés de los suscriptores. Entre los rasgos que más encandilaban a sus fieles suscriptores, podemos citar, como botón de muestra, las técnicas narrativas con las que se creaba tensión, como, por ejemplo, terminar el capítulo en un momento crucial, dando lugar a un suspense que se mantenía hasta la llegada de la siguiente entrega; los diálogos melifluos, declamatorios, con vocablos altisonantes, llenos de densidad lírica, de pompa musical, plenos de comparaciones y metáforas, párrafos que a todo enamorado le gustaría que le dedicase la persona amada; prodigalidad de escenas que movían a lágrimas por el dramatismo de la situación o por lo sensiblero; los protagonistas virtuosos y sufridores, que encarnan el bien, son los héroes que todos desearan imitar por su entereza, nobleza de sentires y por triunfar en la lucha de la vida frente a los villanos del relato, que representan la maldad del mundo, y empecen sus anhelos de felicidad y de medrar en la sociedad.
Fuerza es reconocer que tales ingredientes están aún presentes en las novelas televisivas, románticas, que son herederas de estos títulos del siglo XIX, y su preeminencia en los canales de televisión y su pujanza dos siglos después, se halla relacionado con lo anterior.
Lógico resulta, por tanto, que cada vez fuesen más los lectores españoles de las clases populares que seguían con fervor estas lecturas, convirtiéndolas en su modo de ocio, toda vez que es una verdad incontrastable que quien más y quien menos, hoy como ayer, vivía de puertas para dentro su propio folletín: el de la dura vida real.
Todas estas reflexiones me surgieron ya años atrás, como explicación en una clase de 4º de ESO, a raíz de la lectura de Marianela de Benito Pérez Galdós, y debido a los comentarios de los alumnos sobre el hastío que les provocaba la morosidad descriptiva de algunos fragmentos, así como las escenas flébiles y empalagosas en demasía. Ante tales reproches argumenté que eso se explicaba porque la obra tenía una deuda explícita con la literatura folletinesca. Pronunciar dicha palabra desencadenó una oleada de protestas entre el alumnado:
“- Profe, tú que eres tan formal y educada y jamás has empleado palabras vulgares, ¿cómo utilizas esa palabra tan grosera?”- inquirió un alumno con un tono inquisitorial.
“- Pero, vamos a ver, ¿qué crees tú que significa literatura folletinesca?”- le pregunté algo sorprendida.
“- Pues… literatura de gran carga erótica, ¿no, profe?”- me dijo con un tono ya dubitativo, mientras examinaba mi rostro demudado, que debía ser un cuadro.
La pura y casta Marianela y el ingenuo Pablo, pensaban entonces los alumnos, que al final del libro abandonarían su historia de amor platónica para entregarse a una vida de desenfreno. Es admirable cómo cualquier excusa sirve de acicate para que la imaginación de los alumnos se desate y se conduzca por vericuetos insospechados.
Es sorprendente cómo el desconocimiento del significado de algunas palabras, las asociaciones inconscientes y subliminales realizadas por motivos arbitrarios, puedan llevar a malentendidos como éste; cómo por no conocer las acepciones y sinónimos de los vocablos, alguien se puede creer severo censor y despojar de su valor, arrumbar a un lado con desprecio una palabra, e, incluso, juzgar moralmente a una persona.
Es llegado, pues, el momento de disipar tales dudas y de investigar sobre la etimología y las acepciones de “folletín” y “folletinesco”.
El paso previo para dilucidar esta cuestión es apelar a la autoridad de Joan Corominas, que en su Diccionario etimológico de la lengua castellana explica que “folletín” y “folletinesco” proceden etimológicamente del vocablo “folleto”, documentado en el año 1732 en nuestro idioma, y que surge a partir de la palabra “foglietto”. Todos estos términos derivan de la palabra latina “folia”, cuyo significado es “hoja”. [15]
María Moliner en su Diccionario de uso del español aporta más datos relevantes, señala que es un “escrito que se inserta en la parte inferior de alguna hoja o periódico, de modo que se puede cortar para coleccionarlo; generalmente se publicaba así novelas por partes; a veces también artículos o ensayos. Como las novelas que acostumbraban a publicar en esa forma eran de intriga, con sucesos y coincidencias de carácter muy dramático, sorprendente e inverosímil, se aplica también el nombre a una novela u obra dramática con estas características”. [16]
A este respecto se señala en el Diccionario de la lengua española de la RAE que “folletín” es el diminutivo de “folleto”. También la “sección de un periódico en la que se publicaban por entregas textos dedicados a asuntos ajenos a la actualidad, como ensayos o novelas”. Se reseña otra acepción, la de “novela de carácter melodramático y gusto popular”.
Por otra parte, dicha fuente de información indica sobre “folletinesco” que es un adjetivo relativo a “folletín”.
Aclarado esto, cumple decir que muchas de mis alumnas me han confesado que ven diariamente en TVE Acacias 38, un serial ambientado en la España finisecular, donde, incluso, se muestra cómo los personajes leen a Benito Pérez Galdós y folletines. En suma, los folletines siguen vendiendo como antaño, seguidos por un público muy concreto, cierto es; mas continúan cosechando éxitos, que es lo curioso del tema.
En nuestra peregrinatio vitae, todos, quiéranlo reconocer o no, hemos vivido capítulos de tintes folletinescos, y nos hemos enganchado a lecturas de este tipo y novelas de pareja factura; ahora bien, cuando la vida con sus mudanzas se torna en auténtico folletín de los lastimosos, más nos valiera pensar que el fin último de todos nuestros folletines vitales es el mismo, la muerte, que nos atenaza diariamente. Por ende, vayamos construyendo un final más a nuestro gusto para nuestras historias folletinescas del día a día, un poco de risas y felicidad no están de más ya. Y los libros pueden proporcionarlas también.
Como decía Jorge Luis Borges “que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.
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Gloria Jimeno Castro
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Notas
[1] – Ynduráin, F.: Galdós entre la novela y el folletín. Madrid. Taurus. 1970.
[2] – Pérez Galdós, B.: “Fernández y González”, en Obras inéditas, Vol. II, Madrid, Biblioteca Renacimiento, 1923.
[3] – Ferreras, J. I.: La novela por entregas (1840-1900). Madrid. Taurus. 1992.
[4] – Martínez Martín, J.: Lectura y lectores en el Madrid del siglo XIX. Madrid. CSIC. 1991.
[5]- Ibídem
[6] – Ibídem
[7] – Sobre estas cifras significativas consúltese Nadal Oller, J.: La población española (siglos XVI a XX). Barcelona. Ariel. 1976.
[8]- Martínez Martín, J.: Op. cit.
[9] – Seoane, Mª C.: Historia del periodismo en España. Vol. II. Siglo XIX. Madrid. Alianza Editorial. 1986.
[10] – Ibídem
[11] – Ibídem
[12] – Ferreras, J.I.: La novela por entregas (1840-1900). Madrid. Taurus. 1922.
[13]- Ibídem
[14] – Ibídem
[15] – Corominas, J.: Diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid. Gredos.1990. Pág. 322.
[16] – Moliner, M.: Diccionario de uso del español. Madrid. Gredos. 2008. Pág. 172.
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