Leonardi Aretini Isagogitio Moralis Disciplinae ad Galeotvm Ricasolanvm Incipit / Introducción a la Filosofía Moral de Leonardo Bruni dedicada a Galeoto Ricasolano – Prólogo, traducción y notas de Santiago Blanco del Olmo – II

Leonardi Aretini Isagogitio Moralis Disciplinae ad Galeotvm Ricasolanvm Incipit / Introducción a la Filosofía Moral de Leonardo Bruni dedicada a Galeoto Ricasolano – Prólogo, traducción y notas de Santiago Blanco del Olmo – II
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INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA MORAL DE LEONARDO BRUNI
PRÓLOGO
Leonardo Bruni Aretino (Arezzo, 1370 – Florencia, 1444) se estableció pronto en la ciudad del Arno y adquirió la ciudadanía florentina en 1416. Allí estudió retórica y se relacionó con otros humanistas como Niccolò de´Niccoli, Poggio Bracciolini y Palla Strozzi, coetáneos suyos. Allí frecuentó también a reconocidos maestros como Coluccio Salutati y el erudito bizantino Manuel Crisoloras (1350-1415) que aparece en Florencia en 1394 y fue considerado como el legendario fundador de los estudios griegos. Discípulos suyos fueron además de Bruni, Pier Paolo Vergerio el Viejo y los arriba citados Niccoli y Strozzi.
Su labor política se centró en torno a la defensa del papado y la ciudad de Florencia, de la que fue canciller en dos ocasiones.
Su obra más importante es la Historia de Florencia en XII libros, redactada en latín, teniendo como modelo a Tito Livio. Pasa por ser una obra científica precursora de Niccolò Machiavelli. De notable importancia fue su trabajo como traductor de obras clásicas griegas al latín para la renovación de los estudios humanísticos de filosofía, historia y retórica de su tiempo. Resalto aquí su traducción del diálogo filosófico de Platón el Fedón, además de la obra ética más importante de Aristóteles, la Ética a Nicómaco. Vertió también a la lengua del Lacio a Plutarco, Homero, Jenofonte, Demóstenes y san Basilio, en concreto su “Discurso a los jóvenes sobre la manera de sacar provecho de la literatura griega”. Como escritor en lengua vulgar, escribió en toscano las biografías o vidas de Dante y de Petrarca.
En Castilla fue autor muy querido de Íñigo López de Mendoza, el Marqués de Santillana, quien se hizo con obras del florentino como De militia y otras. Del Isagogicon Moralis Disciplinae, texto de que me ocupo en este trabajo, del que hay una traducción castellana del siglo XV, de autor desconocido, y que se encuentra en un códice conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid en el que además de éste se encuentran otros opúsculos del Aretino: Tratado de la Caballería, Cartas a Juan II, Carta a Poggio Bracciolini, Contra los Hipócritas, Carta a Hugo Benzo y Carta a Tomás Cambiador.
La introducción que aquí presentamos gozó de amplia difusión en Europa. En ella se pasa revista a las diversas escuelas éticas de la Antigüedad y es un diálogo filosófico moralizante escrito probablemente entre 1424 y 1426. Suele aparecer en los códices acompañando traducciones de Aristóteles. Tiene como modelo a Platón en cuanto a la forma, en cuanto al contenido es profundamente aristotélico. La lengua en que está redactado es un latín purísimo de corte ciceroniano, producto de la “imitatio”, en que se basaba la educación humanista, y de la admiración que se sentía en aquella época hacia el Arpinate. En esta obra no aparecen menciones a aspecto alguno ajeno a la Antigüedad grecolatina, como si el autor se abstrajera de la religión cristiana, de la Edad Media o Moderna en que vivía.
El texto latino que se incluye en este trabajo es el de un códice incunable que se halla en la Biblioteca Nacional de Madrid. La traducción corresponde al texto editado y dividido en capítulos para esta edición.
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INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA MORAL DE LEONARDO BRUNI
DEDICADA A GALEOTO RICASOLANO (1)
(I) Si así como nos preocupa el vivir, Galeoto, nos preocupara el vivir bien, juzgaríamos los casi infinitos trabajos, entre los que se agita la necedad humana, como superfluos e insensatos, de los que hay que huir en grado sumo y hay que rechazar. Pero ahora todo error emana de este punto, que vivimos sin habernos propuesto una finalidad; y como enceguecidos entre tinieblas, caminamos no tanto por una vereda columbrada y certera, cuanto por una senda que se nos ha ofrecido al albur, de tal manera que a menudo ni nosotros mismos sepamos decir adónde conducen nuestros pasos.
Por consiguiente no sólo nos arrepentimos con frecuencia de nuestro afán, sino que persiguiéndolo al mismo tiempo que nos acostumbramos a él, nos atormentamos por no hallar nada sólido en que descanse el necio apetito de los hombres. Pues hay en nosotros por naturaleza un insuflado deseo de verdad y bien, sólo que, ciertamente, confundido e inseguro, como obscurecido por opiniones falaces y no pocas tinieblas; cegados y engañados por ellas, nos extraviamos fuera del camino.
Mas hemos de buscar la asistencia de la filosofía, quien, si apiadándose de nosotros nos aporta su luz, disipará toda esta calígine que nos perturba y distinguirá el verdadero camino de la vida del falso.
Recuerdo en efecto que tú fuiste un estudioso de la filosofía desde tus primeros años, pero de aquélla que atañe a la investigación de la naturaleza que, aunque excelente y sublime, es con todo menos útil para la vida que ésa que desciende a las costumbres de los hombres y sus virtudes. (II) A no ser que por casualidad esté mejor dotado para la buena vida aquél que haya aprendido de qué modo surjan las escarchas y las nieves y los colores del arco iris, que si nunca hubiera aprendido aquellas cosas, o que sea mejor la vida de aquél que conozca los “alos y pristires” (2), que si fueran en absoluto desconocidos. El resto de las cosas que se nos ha transmitido mediante ella son semejantes a éstas; poseen el brillo extraordinario de la ciencia, pero no son útiles para la vida.
Por el contrario toda esa otra filosofía, por así decirlo, trata de nosotros. Por lo tanto quienes habiendo desechado el conocimiento de ésta se aplican a la física, éstos parecen de alguna manera dedicarse a un negocio ajeno y despreciar el suyo. Por consiguiente, Galeoto, yo te reclamo con vehemencia hacia estos estudios. Pues, ¿qué hay más hermoso para un hombre noble, amante de las virtudes por su propio natural y bien provisto de inteligencia y raciocinio, que aprender esas cosas mediante las cuales deje de vivir al azar y él mismo discierna sus caminos y sus actos?
Pero, una de dos, o satisfechos con esa exhortación ya no escribiremos más, o añadiremos algo para ti que en cierto modo ya estás persuadido a modo de introducción.
Pienso que mejor esto último, pues no es propio de quien invita actuar con tibieza, sino más bien exponer más prolijamente ese mismo asunto hacia el que hace su invitación. Te contaré por tanto una conversación habida recientemente por mí con mi amigo Marcelino; pues como hubiera venido él a casa para saludarme y casualmente me encontrara leyendo con atención, después de comenzar con lo que se acostumbra entre amigos, cuando ambos nos hubimos sentado:
MARCELINO – ¿Y qué clase de libro es éste? (Refiriéndose al que en ese momento tenía entre manos)
LEONARDO BRUNI – Es un libro de Aristóteles (3) acerca de las costumbres dedicado a Eudemo. (4) Son tres en efecto, como creo que has oído, los volúmenes de esta filosofía escritos sobre la moral. Uno de ellos dedicado a éste que te he dicho, otro a su hijo Nicómaco (5), el tercero es aquél que se titula “Magna Moralia”. Aunque hay en todos ellos una misma fuerza, con todo los mismos asuntos se tratan en un sitio con mayor rigor, en otro de manera más superficial.
(III) MARCELINO – Con razón y por cierto oportunamente has hecho mención de este asunto, pues ya hace tiempo que deseo vivamente saber cuál es el provecho que se obtiene de esta disciplina y, por así decirlo, el método. Nunca antes de hoy se me ofreció la oportunidad de preguntarte exclusivamente por esta misma cuestión; ahora, pues veo que estás ocioso, muéstrame por favor qué nos promete esta disciplina que trata sobre las costumbres.
LEONARDO BRUNI – ¿por qué me lo preguntas a mí? Como si tú mismo no leyeras con frecuencia estos escritos de latinos y griegos, por quienes nos han sido legados.
MARCELINO – No sé griego y por cierto que, para ser sincero contigo, cuando leo estos textos latinos de nuestra gente y me afano en ellos, no me ayudan demasiado. En efecto conjeturo que esos escritos son tales que puedan antes perfeccionar al ya formado que instruir al profano desde el comienzo. Tú, que como dice Flaco (6) has bebido de la fuente griega, exponme por favor qué promete a sus seguidores esta disciplina de la moral.
LEONARDO BRUNI – No un obsequio de poco momento ni una no pequeña ganancia, por el contrario una cosa que es la más importante y sobresaliente de todas, a saber, hacer a los hombres felices, siempre que ellos mismos no se abandonen y sigan, en su comportamiento y en sus actos, sus preceptos y mandatos.
MARCELINO – ¿Y quién no se animará proponiéndosele tan grande esperanza? Por Hércules (7) ardo ya mismo por iniciarme en sus sagrados ritos; por todo lo cual, venga, revélame qué prescribe.
LEONARDO BRUNI – Es ciertamente algo largo y particular. Sin embargo lo principal y cima de todo consiste en vivir bien. Se da por hecho por cierto que no se trata de la mesa, sino de la mente. Pero puesto que me doy cuenta de que lo deseas y de que éste tu deseo es digno de ser socorrido, intentemos transmitirte algo, sea lo que sea, que los griegos llaman “isagógico”, esto es una a modo de introducción y clara exposición de esta disciplina para que puedas acceder a su conocimiento estando más preparado. Pero voy a empezar ya a hablar. Tú no dudes en interrumpirme si crees que hay que intercalar algo en lo que se dice.
TRATADO
(IV) La primera consideración, por consiguiente, de esta disciplina me parece habitualmente que es si conviene traer a colación cuál es el fin último y la finalidad en los asuntos humanos hacia el que hay que remitir todo lo que hacemos; la segunda, qué cosa sea este fin último; la tercera, por medio de qué recursos se llegue a él. Una vez conocidas estas cosas, conoceremos también de qué manera habrá de dirigirse la disposición de nuestra vida toda.
De entre nuestras acciones, a aquéllas que se remiten ciertamente al verdadero fin las llamamos no sólo frugales, sino también loables. A las que en cambio yerran a causa de una opinión falaz, a ésas las vituperamos y las rechazamos.
Mas empezaré desde ya a hablar acerca de éstas. Es evidente que en las cosas humanas hay muchos fines y que unos se encuentran contenidos debajo de otros. Entiendo por “fin” aquello por causa de lo cual hacemos algo. Esto mismo se verá más claramente con un ejemplo: alguien dispone una nave para navegar y navega para ganar dinero, y quiere ganarlo para ser más rico, y esta misma riqueza la desea por causa de otra cosa, ya sea honor, ya poder, o para no carecer de nada. Aquí ves por último que hay tantos fines cuantos actos son, y que unos subyacen tras otros. Lo mismo sucede con el resto de nuestras obras, pues nuestra intención por cierto va siempre de fin en fin y va avanzando. Y no cabe duda de que un fin superior será siempre más valioso cuando a causa de él tratemos de alcanzar otros inferiores. Sabido es también esto, que todas las cosas que nosotros hacemos, las hacemos a causa del bien. De lo que resulta que el fin y el bien son lo mismo. Pero o bien queremos todas las cosas por causa de otra y en ningún lugar se detiene nuestro apetito, o bien hay algún fin extremo y último junto al que, cuando finalmente se haya llegado, el apetito descansa.
(V) Hay que reconocer que hay alguno, no vaya a ser que, si por acaso negamos que hay alguno, vano y tonto se revele nuestro deseo y una progresión hacia el infinito y muchas otras cosas absurdísimas se sigan de ello.
Por consiguiente ese extremo, si es que hay algo de lo que se puede predicar abiertamente que existe, es necesario que sea tal, que no con atractivo externo alguno, sino él mismo, por sí mismo, con su propia fuerza, nos incendie y nos arrebate hacia el deseo de sí, que sea siempre buscado por sí mismo y nunca a causa de cosa alguna, hacia la que todas las cosas se vean abocadas, y él mismo no esté en ninguna parte. Será éste por consiguiente el sumo fin y el sumo bien, pues ya hemos enseñado que el fin y el bien son la misma cosa. Éste mismo será también principio y causa de donde se sigue que, por causa de su movimiento, todos hagan todo.
MARCELINO – Me parece que lo comprendo y que lo he captado muy bien. Por lo cual, si te parece, continúa con otros temas.
LEONARDO BRUNI – Venga, veamos qué cosa sea el fin último. Esto había sido propuesto en segundo lugar en esta cuestión. Acerca del nombre dice Aristóteles que hay acuerdo entre todos, tanto el vulgo como los eruditos lo llaman felicidad. Pero qué cosa sea la propia felicidad, acerca de eso discrepan cabalmente entre sí. Ni siquiera el vulgo y los sabios nos han transmitido lo mismo, mas ni tan siquiera los sabios; y no hay ninguna controversia tan grande entre los filósofos, pues algunos afirman que el placer es esa cosa extrema y última buscada por sí misma y gracias a la cual hacemos el resto de las cosas. Ciertamente está inculcado en nuestras mentes esto, que hacemos y sufrimos todo para posteriormente poder vivir satisfechos y tranquilos en el gozo y la alegría. (VI) Éste es el sumo placer y el verdadero. De ello resulta que los principios de apetecer algo o de rehuirlo parezcan provenir del placer o del dolor. Por lo cual piensan sin lugar a dudas que las mismas virtudes deben ser practicadas por los hombres precisamente por eso, porque son las causantes de los numerosísimos placeres, y porque, al contrario, la conciencia de los delitos y de los crímenes nos veja y nos angustia. Entonces, ¡ojalá que deseos inanes de los que llena está la vida toda de los necios, perturben sus mentes y no les permitan de ningún modo estar tranquilas!
Consiguientemente dicen que la elección del sabio consiste en esto, en acumular para sí los mayores placeres dejando de lado los menores y en rechazar los dolores mayores y más graves admitiendo los dolores pequeños.
Sostuvieron más o menos esta opinión Eudoxo (8), Aristipo (9) y Epicuro (10), aunque hubiera alguno de ellos que atribuyera un poco más o un poco menos a los placeres corporales. A éstos se les ha de sumar Demócrito (11), quien con un verbo poco inteligible y ciertamente no usado dijo que el sumo bien era la “euthymia” (12), una cierta tranquilidad del alma carente de toda molestia. Pero por otra parte otros asentaron la felicidad en el uso de la virtud, en el cual uso consideran que está basada la vida feliz. Juzgan que hay una labor propia del hombre para cuya realización éste ha nacido; no es ésta por cierto vivir, porque es algo que tenemos en común con las plantas, tampoco estar dotados de sentidos, porque es algo común también entre los animales, sino la vida y los actos según naturaleza, de la que aquél que haga un uso bueno y excelente, ése acaba felizmente la labor para la que ha nacido y vive rectamente y obra rectamente. En él reside aquel sumo bien del hombre que buscamos.
(VII) En esta opinión estuvieron de una manera muy aproximada Aristóteles y Teofrasto (13) y todos los demás peripatéticos. Pero cuando se preguntaba si acaso esta vida estaba en la potestad del sabio, es decir, si un hombre bueno podría por medio de la virtud realizar esta vida, parecían originarse muchas dificultades.
Puede suceder que el sabio y el hombre bueno e instruido, ornado de todas las virtudes, sea precipitado al exilio, a la pérdida de sus hijos, a la pobreza, a la pérdida de la patria habiéndosele arrebatado el patrimonio, asesinado a sus hijos y parientes; además de esto también es posible que vaya a dar en la cárcel del tirano, en el potro, en suplicios graves y lamentables.
¿Quién puede llamar a éste, aunque abunde en virtudes, feliz en medio de tantas desgracias? Porque si es así, tampoco la virtud sola parece suficiente para la vida feliz. A causa de ello estos filósofos de quienes hablo distinguieron tres tipos de bienes: del alma, del cuerpo y de origen externo. Restablecen la felicidad entre los bienes del alma, que son los bienes máximos y principales, pero dicen que conviene que los bienes del cuerpo y de origen externo acompañen al hombre, no porque ellos por sí mismos conformen la vida feliz, sino para que los trabajos de la virtud en que la vida feliz consiste no sean estorbados. Y es que en efecto un cuerpo afectado por suplicios y dolores no permite contemplar cosa alguna ni actuar, y la pobreza y el exilio impiden muchas cosas, porque a modo de instrumentos faltan para actuar.
¿Por qué entonces será desventurado el sabio entre esos males que hemos enumerado más arriba? No desventurado, por cierto; el hábito de la virtud lo protege de esa apelación infame. Pero sin embargo tampoco lo llamaré feliz en medio de tantas calamidades, pues la vida feliz es toda ella apetecible y llena de satisfacciones. Ésta, a buen seguro, agobiada por el infortunio, de ninguna de las maneras es apetecible y, por tanto, tampoco feliz.
(VIII) Esta es aproximadamente la opinión de los peripatético (14)s acerca del sumo bien y de la vida feliz. Y no es dudoso que, aunque poco, se le atribuya a la postre también algo a la fortuna. Y de esta manera Zenón (15) y quienes a partir de Zenón son estoicos(16), hombres acaso inflexibles y severos, opinaron acerca del sumo bien de forma diferente. Niegan que nada sea bueno salvo lo honesto, y en ello afirman incluso que descansa la vida feliz.
Es honesto aquello que emana de la virtud buena y loablemente, de modo que cuanto se hace con miedo, a capricho y abyectamente es declarado vergonzoso y lleno de bajeza. Así cuanto se hace con valentía, con moderación, y es proveniente de la belleza moral, lo proclamamos honesto, conveniente y bello.
Niegan que las ventajas del cuerpo, por otra parte, y de la fortuna sean bienes, y, al contrario, niegan que sus desventajas sean males. Consideran verdaderamente que la virtud se basta para vivir felizmente y que la vida feliz no se ve empecida ni por la cárcel ni por los tormentos ni por ninguna clase de dolor, o por la pobreza o el exilio. Que el varón sabio, continúan diciendo, y valiente de verdad depende todo él de sí mismo y ni se asusta de los infortunios humanos ni de las amenazas de la fortuna. Y si acontecieran éstos, nunca lo quebrarían, pues el exilio, la pobreza y los dolores no son males para el sabio. Porque al igual que no hay nada bueno sino aquello que es honesto y con virtud, así tampoco hay nada malo si no es aquello que se hace vergonzosa o viciosamente, cosa que de ninguna manera puede sucederle al sabio. Porque si alguien teme a la fortuna, nunca será feliz, cuando el miedo de aquella mudanza, si bien no cumplida, lo torne solícito.
(IX) Este es grosso modo, si no me equivoco, un retrato de la disciplina estoica, ignoro si verdadera, pero sin lugar a dudas varonil y robusta. He pasado lista para ti de todas las opiniones acerca del sumo bien que en verdad parecían dignas de conocimiento. Finalmente quisiera saber qué piensas de ellas.
MARCELINO – Yo te voy a confesar lo que me ha sucedido, me he convencido por completo de cada una de esas teorías que has ido refiriendo. Pues nada me pareció más deseable que la primera opinión, la que trataba del placer y de la ausencia de dolor, ¿pues qué puede ser o pensarse más feliz que una vida llena de gozos, una vez eliminada toda molestia? ¿O qué podemos imaginar más parecido a la vida de los dioses inmortales quienes, aun siendo verdaderamente felices y bienaventurados, parecen habernos dejado esta semejanza de felicidad a nosotros los mortales? Mas luego, cuando alcé los ojos al resplandor de la virtud, vencido por el elogio de su excelencia, hasta tal punto desprecié el placer y lo hice de menos, que incluso consideré que aquella felicidad había de ser adquirida con dolores y molestias. Por otra parte las comodidades del cuerpo y la prosperidad externa de las cosas las restablecía en nosotros como algo casi necesario. Mas he aquí que otros, saliendo al paso, niegan que nada tal haya de ser tenido entre los bienes. Le dan al hombre la posibilidad de transportarse a sí mismo, por sí mismo, a la felicidad, ¿qué puede haber más deseable que esto? Por consiguiente, como todos me arrastran hacia sí violentamente, estoy en duda acerca de qué camino considero que he de tomar mayormente.
LEONARDO BRUNI – No es sorprendente que admitas por bueno a cada uno de éstos, pues sin duda al común de los filósofos que decía cosas absurdas, ya hace tiempo que los discípulos y las mismas escuelas los desdeñaron. Permanecen estas enseñanzas que algo parecen decir que, aunque oponiéndose en las palabras, en realidad y en efecto se encuentran cercanas.
(X) MARCELINO – ¿Cómo cercanas? ¿Puede acaso algo estar más alejado?
LEONARDO BRUNI – Presta atención a ver si puedo demostrarte suficientemente esta cercanía. En primer lugar, ¿en qué crees que difieren los estoicos de los peripatéticos? Ambos están de acuerdo en que la virtud es con seguridad dueña y autora de la vida feliz. En esto está casi todo, y quienes están de acuerdo sólo en esto, difícilmente pueden disentir en todo lo demás.
Pues en cuanto concierne a las comodidades corporales y externas, que algunos llaman bienes, otros no bienes, esto es lo único que importa: qué cantidad le haya atribuido a cada uno. Si no más éstos que aquéllos, la diferencia estriba en la palabra, mas no en la realidad, porque a unos les gusta la palabra acostumbrada, a otros la nueva; pues a unas cosas éstos las llaman bienes, aquéllos males, éstos cosas preferibles, aquéllos desechables. Sobre los lances de fortuna, las torturas y los dolores corporales hay divergencia, por lo demás, no grande.
Los peripatéticos no piensan en realidad que la vida feliz sea desterrada por cualquier calamidad, sino por enormes y numerosas, y éstas mismas, si le sobrevienen a un sabio, no dicen en absoluto que éste se torne desgraciado. En cuanto a los estoicos, lo llaman feliz incluso en medio de estas calamidades.
Ves por tanto cuán poco espacio medie entre estos maestros de las dos escuelas filosóficas, y que aquellos partidarios del placer tampoco difieren mucho de éstos. Ciertamente no puede haber felicidad sin placer. Hasta tal punto está el placer implicado en ella y unido, que no puede separarse. El propio nombre con el que se designa la felicidad ha sido sacado entre los griegos del término “alegrarse”, como si se tratase de cierta vida placentera.
(XI) Por cierto que el ejercicio de la virtud, su conocimiento y contemplación, la conciencia en definitiva de las acciones rectas, contiene algunos placeres inmensos, de manera que uno no sabe si estas cosas son apetecidas por aquélla, o aquélla por éstas. El mismo Epicuro se queja de no poder vivir con el placer, a no ser que se viva justa, moderada y prudentemente. Y tampoco a su vez justa, moderada y prudentemente, si no es con el placer.
Así pues aunque hay tres escuelas filosóficas, todas en realidad parecen decir lo mismo, o casi, acerca del sumo bien. Por lo cual no debes temer en demasía que mientras frecuentes a unos, suceda que te alejes demasiado de los otros..
MARCELINO – Gratísimo es para mí haber oído esta, por así decirlo, conciliación de los filósofos, y no sólo me ha complacido tu disertación sobre estos temas, sino que también me ha gustado haber oído que una mente desasosegada se encuentre dubitativa sobre a cuál de estas escuelas se adherirá preferentemente. Pero te queda todavía aquella tercera parte, pues que hemos descubierto ya si hay un fin último y cuál sea ése, que me muestres ahora por medio de qué herramientas se accede a él.
LEONARDO BRUNI – ¿A partir de lo dicho anteriormente no lo disciernes tú mismo ya enseguida?
MARCELINO – Discierno que las virtudes son las señoras y causantes de la vida feliz y consiento en ello. Con todo, deseo vivamente oír algo de éstas mismas.
LEONARDO BRUNI – Oye, pues, aunque no me he propuesto tocar este asunto con tanta escrupulosidad, sin embargo será suficiente en un breve discurso llegar hasta el punto de que se vea con claridad.
(XII) MARCELINO – Eso mismo es lo que ahora pido, pero si me caben dudas sobre algunas particularidades, ya habrá otro momento.
LEONARDO BRUNI – Por consiguiente, puesto que por medio de las virtudes se llega a la vida feliz, y por encima de éstas se eleva la honradez y el placer verdadero, abordaré el asunto de las virtudes por sí mismas. Y aquello que primeramente debemos entender es que toda virtud es una afección constante del alma (17) que llaman costumbre por nombre común; de la misma manera que vemos al caballo engendrado por la naturaleza de forma que pueda no sólo correr, sino también hacer cambiar de dirección al jinete. Sin embargo todo esto no lo hace perfectamente, si no ha sido domado y adiestrado con frecuencia por medio de ejercicios y de tal manera habituado, que ejecute aquellas cosas bien y con habilidad, es entonces cuando parece haber adquirido algo a la perfección. Así también el hombre, bien preparado por la naturaleza, por medio de la ejercitación y la costumbre alcanza el hábito de la justicia, de la templanza y del resto de las virtudes, de manera que sea entonces perfecto por la práctica lo que fue iniciado por la naturaleza. Y de este modo más o menos ha de ser adquirido el hábito de toda virtud, manifiestamente conseguido mediante el ejercicio y la práctica del alma, para que cumpla su labor con maestría y conocimiento.
En cuanto a la primera clasificación de las propias virtudes, unas son morales, otras intelectivas. Convienen entre sí por cierto en que todas son hábitos; difieren sin embargo en que las morales nacen en aquella parte del alma carente de razón. Las intelectivas, en cambio, en aquélla dotada de razón. Además las virtudes morales suponen un término medio entre el exceso y el defecto (18). Las intelectivas por su parte ni tienen exceso ni término medio. Por añadidura las morales giran en torno a los afectos y los actos, las intelectivas, más en torno al descubrimiento de lo verdadero.
(XIII) Hay pues cinco virtudes intelectivas: sabiduría, ciencia, prudencia, inteligencia y arte. Es ciertamente mayor el número de las morales. Como afectos humanos que nos alteran e impulsan nuestro ánimo, tantas virtudes hay que se les enfrentan opuestas a ellos. Por lo que sucede que todas las virtudes morales versen ciertamente sobre algo arduo y difícil; pues es difícil contener los deseos casi como con freno, difícil reprimir la ira, difícil mantener la avaricia dentro de sus límites, y lo mismo con el resto de nuestros afectos.
Las virtudes se oponen a aquellas cosas a las que nos inclinamos por naturaleza. No hagas nada con miedo, dice la virtud, nada en exceso, nada con avaricia, nada con ira, nada inicuo, nada abyecto. Algo más grande en comparación ha sido propuesto para ti, y si acompañan las fuerzas, ¡resplandezca la grandeza de alma!
Los cargos públicos persíguelos de tal modo que te apartes de la ambición. Luzca la verdad no sólo en tu discurso, sino también en toda tu vida. Además de esto ten cuidado no te engañe el vicio bajo la apariencia de virtud; la audacia falta de consejo no es valentía, antes bien temeridad y delirio; tanto yerra quien tema las cosas que no hay que temer, como quien no se asusta en absoluto de las cosas temibles. Haya temor en los peligros, como si hubieran de ser arrostrados. Que la razón venza y se imponga al terror. Pero es grave recibir heridas, grave así mismo morir. Que sean estas cosas, si así lo quieres, incluso gravísimas. Sin embargo se presentan tiempos en los que una muerte honorable haya de ser preferida por el sabio a una vida vergonzosa y recibir heridas por la gloria aventaje al hecho de conservar el cuerpo íntegro con ignominia. Desde aquí se alza aquella admirable fortaleza, virtud en verdad hermosísima, campo raso de los oradores, que fue recibida con tanto aplauso de los hombres, de modo que vemos las estatuas de los difuntos en indumentaria casi militar, como si haberse dado a conocer en vida especialmente por este género de alabanza fuera egregio. (XIV) La valentía ella sola ciertamente atrae sobre sí para su propia denominación el nombre usual de virtud, y no injustamente.
Virtud viene de varón. El varón parece ser algo tenaz y combativo, por lo tanto a la vista está aquello de: “si sois varones”, es decir, “si valientes”.
Y César (19) increpando a sus soldados dice que él no echa en falta en el soldado tanto la virtud como la disciplina, poniendo sin lugar a dudas “virtud” en lugar de “fortaleza”.
Los griegos pues, como en muchas otras cosas, así también en esto más brillantemente, a lo que nosotros llamamos fortaleza, ellos lo llaman “andria” (20); acarrea esto que la palabra virilidad proceda de este vocablo. Pues la templanza es algo común no solo del varón, sino también de la mujer, la valentía sin embargo es propia del varón. La templanza gira por tanto en torno a la represión de los deseos, por consiguiente, así como la valentía nos contiene de la huida, así también la templanza nos retiene en la persecución, de tal manera que, en cierto modo contrarias entre sí, parezca una de las dos llamarnos a la lucha y la otra tocar retirada.
Existe no obstante una mesura con relación a esos placeres entre nosotros con el resto de los animales, por lo cual aquellos placeres no son propiamente del hombre sino que son más bien tenidos por bestiales o propios de esclavos.
Hemos hablado acerca de las afecciones del alma en cuanto al miedo y la lujuria. ¿Qué hay de la avaricia? ¿Acaso no es arduo ponerle freno? Contra esta desmesura hay una virtud que llamamos liberalidad.
(XV) Consiste ésta en cierto término medio a la hora de adquirir dineros y gastarlos, ciertamente distante de la mezquindad y de la avaricia, mas igualmente distante de la locura de la prodigalidad. Es propio del avaro un excesivo deseo de adquirir y una preocupación por pagar más negligente de lo que conviene. Estas dos cosas se hallan por el contrario en el pródigo, pues no sólo es disoluto en el adquirir, sino también profuso en derrochar.
Quien se encuentra en el punto medio de ambos es el generoso; sabe dónde, cuándo y cuánto hay que tomar y gastar, y tras seguir a la razón ha contraído el hábito de gestionar esas cosas a partir de la experiencia.
Pero al igual que la liberalidad en relación al deseo de dineros, así también en relación al deseo de bienes existe otra determinada virtud que repugna a la ambición y a la que todavía no le ha tocado en suerte un nombre. Hay ciertamente algunos que desean ardientemente alcanzar más honores de lo que conviene, a los que llamamos ambiciosos. Hacen éstos más o menos lo mismo al conseguir honores que los avaros dinero.
Otros hay que incluso aquellos honores que pueden alcanzar honradamente, los dejan pasar por un cierto abatimiento del alma. Entre estos defectos se encuentra cierta virtud abiertamente comprendida, mas no abiertamente nombrada. Y a la liberalidad y a esta virtud que guarda relación con los honores, hay dos virtudes que les están vinculadas a las mil maravillas: la magnificencia y la magnanimidad, de las que la magnificencia es una cierta liberalidad más sublime en torno a gastos ingentes y grandes. Como alguien que edifica un teatro para uso del pueblo u ofrece unos juegos Megalenses (21) o un espectáculo de gladiadores(22) o da un banquete público. Éstas y otras cosas de este tenor que exceden la dimensión de lo privado poseen un cierto y singular esplendor y no sólo son llamados actos de generosidad, sino magníficos. Tal es pues la magnificencia en relación a la liberalidad.
(XVI) De la misma manera la magnanimidad trata de aquella otra virtud relacionada con los honores. Es más o menos la misma, a no ser porque la supera en grandeza del alma y elevado designio, de tal manera que si uno es digno de las cosas más grandes, no tema arrogarse los máximos honores.
Cercana a ésta se halla la mansedumbre y ella misma se ha situado frente al deseo no de dineros ni de honores, sino de venganzas; pues la ira es el deseo de vengarse, a la que se opone la mansedumbre para que no se precipite más de lo debido. Exceso de ésta es la iracundia; defecto, la indolencia, vicios ambas. Por otra parte el justo medio es loable, que se enoja en defensa de quienes conviene, contra quienes conviene y en la medida en que conviene.
MARCELINO – (Alzando en este punto los ojos hacia mí, como si se pasmase) Las restantes virtudes que hasta ahora han sido evocadas por ti parecían ciertamente asumir este término medio. Me sorprende sin embargo que la mansedumbre asuma esta justa medida, pues si convenimos en que esto es así, también habremos de convenir en aquello otro, en que cierto tipo de ira es loable, a lo cual, para decirte la verdad, mucho me resisto. Si mi interpelación no te resulta molesta, intentaré expresar los motivos que tengo para dudar de esto.
LEONARDO BRUNI – Tú, por cierto, según tu parecer. Pues no por causa mía ha tenido lugar esta conversación, sino por la tuya.
MARCELINO – Bien. Pienso que ninguna ira es loable. Ahora bien, si no es loable, tampoco está entre las virtudes, siendo así que toda virtud es loable. Virtud quiere decir excelencia y prestancia. No hay nada que los hombres no hagan mejor sin ira que airados. ¿Pues qué es la ira si no una cierta ebullición e ímpetu contrario al juicio firme y oportuno y adversa al sosiego de la razón. (XVII) Así pues no hay nada que suceda a los hombres de que tan a menudo se arrepientan, que cuanto se origina por causa de ira. Pues en verdad aquel buen juicio del que ninguna virtud puede carecer, requiere calma y serenidad del espíritu. También la ira perturba y agita de tal manera que no sólo pervierte el juicio de la mente, sino que también deforma el estado deseable del cuerpo: ojos transportados de cólera y labios temblorosos, palabras interrumpidas, un reprimido sacudir de brazos, un moverse hacia delante insensato y loco. Estas cosas, lo digo con tu permiso, me parecen más propias de la locura que de la virtud. Por lo demás es absurdísimo decir que el buen juicio manda en las virtudes y admitir que la ira, que nos aparta del buen juicio, se encuentra algunas veces entre las virtudes, y creer que ha de salvaguardar la moderación a la hora de hacer las cosas quien en sí mismo no salvaguarda la moderación. Sabios varones además parecen atestiguar clarísimamente esto mismo que acabo de decir; hay muchos libros contra la ira, según vemos, escritos por ellos. Sin embargo todavía, que yo sepa, no se ha encontrado ninguno que haya escrito en sentido contrario acerca de la cólera, como si no encolerizarse fuera loable, encolerizarse, vicioso. Y si consta que la ira nunca es loable, se deduce entonces que no tenga ningún término medio, sino que toda esa tal perturbación del alma haya de ser totalmente reprobada.
LEONARDO BRUNI – Tampoco yo ignoro que estas cosas suelen ser aducidas por aquellos que disputan contra los peripatéticos, pero importa con todo saber qué siente cada uno. ¿Pretendes ahora que apruebe esa irritabilidad y vehemente ira? Rehusaré sin duda alguna y abominaré de ella. ¿Pues qué hay más insensato? ¿Qué más parecido a la locura? ¿Buscas acaso que yo elogie en todo tiempo la cólera o la indolencia? A ésta volveré a considerarla un defecto y la criticaré.
(XVIII) Por cierto que voy a pedirte que me respondas. Si un esclavo pone la mano encima de tu padre o usa de violencia contra tu hija aún doncella, ¿acaso tú, contemplándolo, debes estar con el espíritu tranquilo o más bien con una cierta sacudida del alma te alzarás en contra para desbaratar su ultraje? Responderá con seguridad la piedad y la razón que has de ser reprobado como no sea que, a cambio de un tamaño desafuero ocasionado en la persona de tu padre o de tu hija, te indignes y te conmuevas hondamente de manera que te resarzas con una violencia superior. ¿Pues qué hará el hijo, pregunto, contemplando una afrenta indigna cometida contra su padre? Permanecerá, creo, con el mismo ánimo y semblante con el que había estado antes y no le conmoverá la afrenta a una persona tan querida y tan próxima… ¿Y quién hay que no deteste a éste y lo censure?
Así ocurre que una cierta ira a veces es loable y no encolerizarse se considere un defecto. Es más, parece no tener sentimientos ni cabeza quien, hasta tal punto es blando y negligente, que ni se duela ni lleve a mal el hecho de que sean inferidos ultrajes a la patria, a los padres, a los hijos o a los demás a quienes debemos tener por amantísimos.
Y no es por cierto verdad aquello que dijiste de que no hay nada que no se haga mejor sin ira, pues ayudan entretanto y ciertamente sientan bien ciertos estímulos y movimientos del alma más vehementes merecidamente contraídos por la vileza de una infamia, que nos impelen a la piedad y a la fortaleza.
Y en cuanto a lo que dices acerca de que todavía nadie haya venido escribiendo a favor de la cólera, me pareces ignorar a Aristóteles, quien, dondequiera en sus escritos, condena sobremanera la indolencia por lo que se refiere a esa cólera. Por consiguiente al igual que tú asemejas al iracundo aquel al loco, asemejaré yo a éste, abandonado e indolente, a un mentecato (23), que da la impresión de que ni siente, ni se preocupa, ni se ve afectado por nada.
(XIX) Pero ya basta con esto, volvamos a lo que queda de la obra comenzada. Hemos hablado de la mansedumbre y de sus extremos, en la vida y en el trato cotidiano se cometen muchos errores, pues hallamos a muchos obstinados, displicentes, duros, difíciles, inhumanos; por el contrario hallamos también a otros aduladores que asienten a todo por el deseo de complacer. Ambas cosas se ha de evitar. La virtud media entre éstas es en verdad parecida a la amistad, lejos del servilismo, lejos del terco empecinamiento. Y del mismo modo conviene que la afectación y la ironía estén ausentes en la vida y el trato cotidiano, de las que una es un fingimiento hacia más, la otra hacia menos. La gravedad consiste en el término medio entre éstas, pero algo más apartada de la ostentación. Mas como haya en la vida una vacación y relajamiento, y es que el hombre no puede trabajar continuamente, hay una cierta templanza en los esparcimientos. Pues si rehúyes toda alegría eres un zafio, si por el contrario te arrogas toda ocasión de chancearte, de tal manera que no respetes ni el decoro ni la consideración, sólo puedas hacer reír, entonces eres un bufón. Entre estas cosas hay un término medio, una virtud que alejada de estos extremos se llama urbanidad. Así hay tres defectos nacidos de un mismo parto en el trato con los hombres que hay que evitar, no seamos adversarios odiosos ni por el contrario aduladores complacientes, no finjamos vanagloriándonos ni al revés disminuyéndonos usemos de ironía (24), y no estemos lejos de toda alegría ni al contrario seamos tenidos por hombres ridículos y bufones. La justicia verdaderamente es doble: una perfecta, que abraza toda la virtud; la otra, particular, basada en el equilibrio. El equilibrio a su vez consiste en no asumir ni un plus de comodidad ni un menos de incomodidad.
(XX) MARCELINO – Permíteme, por favor, que te interrumpa por un poco en este punto, pues deseo saber, si no te resulta molesto, por qué llamaste virtud perfecta a la justicia. ¿Acaso las otras virtudes de que has hablado más arriba no son perfectas? ¿Ni siquiera, por cierto, aquella fortaleza que adornaste con tantas palabras? Porque si aquéllas son perfectas, no llego a comprender por qué a ésta le atribuyes la perfección con preferencia a aquélla.
LEONARDO BRUNI – Dudas y con razón, pero no todas las cosas pueden explicarse en un discurso de esta magnitud y tan apresurado. Ya hemos dicho que no era nuestro propósito recopilar todo sin dejar nada; sino, como algunos introductores, transmitir una cierta claridad y una a modo de degustación de los temas por el momento. Y en cuanto a eso que preguntas ahora acerca de la perfecta virtud, debes saber que es llamada perfecta de dos maneras; de una de ellas, como queda expuesto al comienzo. Y no se pone ciertamente en tela de juicio que nosotros, provistos por la naturaleza, estemos en cierto modo orientados hacia la justicia, la templanza, la fortaleza y la liberalidad. El ejercicio sin embargo y la costumbre y la propia práctica, como dijimos más arriba sobre el caballo, de tal modo nos afectan, que ya se hace perfecto por el uso aquello que había sido iniciado por la naturaleza.
Así pues, de esta manera, toda virtud moral es perfecta y otras no lo son menos que esa justicia. La virtud se dice perfecta de otro modo, aquella que contiene absolutamente toda virtud y la abraza. Tal es aquella justicia de la que hablamos en primer lugar, pero hay un cierto reparo que tiene que ver con las leyes. Las leyes ordenan el cumplimiento de todas las virtudes y prohíben las fechorías de los vicios todos. Lo hacen incluso con aquellas relativas a la continencia, como “no cometerás adulterio”, “no harás actos deshonestos” y las relativas a la fortaleza, como “no huyas en el campo de batalla”, “no abandonarás tu puesto de combate”, “no arrojarás las armas”, y las que están relacionadas con la mansedumbre, como “no buscarás querella”, “no golpearás”, “no proferirás injuria”, y así con el resto de las virtudes y los vicios, prescribiendo aquéllas, vedando éstas.
(XXI) Todo cuanto procede de las leyes es justo, por consiguiente aquella parte de la justicia que es guardiana y observadora de la ley es universal y contiene en sí el ejercicio de todas las virtudes. Y por eso se le llama perfecta, porque no le falta el ejercicio de ninguna virtud, casi como una virtud plena y absoluta.
Otra parte de la justicia, que decimos que descansa en el equilibrio, es particular; consiste en no asumir una mayor o menor incomodidad. La justicia es por consiguiente doble: una universal y otra singular. La primera es aquella espléndida de la que dice Eurípides (25): “ni el lucero del alba ni Héspero (26) es tan digna de admiración”. Pero la otra casi no guarda en sí más alabanza que una sola de las demás virtudes.
MARCELINO – A mí estas cosas me han resultado muy gratas y he confiado a la memoria todo cuanto has dicho. Mas ahora, lo que resta; aguardo las virtudes intelectivas.
LEONARDO BRUNI – Falta todavía una cosa que no quiero que ignores, después pasaremos a las intelectivas.
MARCELINO – ¿qué es?
(XXII) LEONARDO BRUNI – Hablar de la continencia y de la incontinencia, que es asunto que conlleva dificultad y engaña a la mayoría, y cuyo conocimiento aporta una utilidad que no se debe despreciar. Aquella continencia no es ciertamente, en estas circunstancias, una virtud, sino algo limítrofe y cercano. Se ha mostrado previamente que toda virtud es un hábito, pero la continencia no es un hábito. Por lo tanto tampoco se le puede llamar virtud. Tratan continencia e incontinencia de los mismos asuntos que la templanza y la intemperancia: uno se abstiene del gozo indebido de los sentidos.
Si ejercitara ésta durante mucho tiempo, se convertirá en un hábito y entonces ya a las claras se muestra brillantemente la virtud de la templanza. Pero antes de que el hábito se haya establecido, en las propias obras existe la continencia. Así pues también el afligido se abstiene, siendo continente, y no es suficientemente firme contra el deseo. Del mismo modo el incontinente no ha contraído todavía la costumbre del vicio; por consiguiente discierne la razón y tiene bien asido el fundamento, pero al cabo se ve superado por la ejecución y sin querer, casi como cautivo, es arrastrado. Acerca de éste dice con razón el poeta: “veo lo bueno y lo pruebo, pero sigo lo peor”. Pero el intemperante, afianzado ya en la costumbre del vicio, ya no tiene ni razón ni fundamento. Y en tan gran medida se ha corrompido que, a causa de una realidad pervertida, juzga malo lo bueno, y lo bueno, malo. Así pues haciendo esta elección actúa el desarreglado.
(XXIII) El incontinente, por su lado, no haciendo elección alguna, pues comprende la razón, es arrastrado sin embargo por la violencia del deseo que es ciertamente en él más poderosa que cualquier razón.
Tienes ahora todo cuanto se podía decir con brevedad acerca de la continencia y de la incontinencia. Estas mismas cosas son útiles también en el resto de las virtudes, cuando reconozcas en ellas el hábito y la elección. Vicioso será pues todo aquél que haya llevado hasta el fin la costumbre del vicio y haya perdido la luz y el principio del conocimiento. Por esta razón se goza en el mal, porque lo considera bueno. Quien no ha llevado a término esta costumbre entiende que obra mal, y luchan simultáneamente inclinación y razón, venciendo algunas veces ésta, otras veces aquélla. Así pues me agrada que existan ciertas disposiciones del ánimo intermedias entre la virtud y el vicio todavía no suficientemente afianzadas, que algunas veces se inclinen hacia ésta y otras hacia aquél.
Y ahora que se ha hablado de las morales, veamos brevemente las intelectivas. Tratarlas con detalle a buen seguro exige prolijidad (27), mas la brevedad de la obra iniciada demanda un compendio. Nos contentaremos por consiguiente con indicarlas una a una, como si las señaláramos con el dedo.
Siempre que hablamos de la virtud esencial, ya sea ésta moral o intelectiva, habrá de entenderse que hablamos de la virtud del alma, pero no del cuerpo. Hay ciertamente dos partes en la misma alma, una racional, otra que no tiene razón. Ésa que no tiene razón, continuamos, es en parte negativa, carente en absoluto de razón, que consta que está también en las plantas, en parte apetitiva, absolutamente apta para el deseo, el miedo y sus efectos, que aunque no tiene razón, escucha no obstante y obedece a la razón. (XXIV) Ésta es pues aquella parte de nuestra alma que censuramos cuando se equivoca, que obligamos a volver al redil cuando traspone la puerta, que alzamos cuando está yacente, que consolamos cuando está afligida; a ésta nosotros la gobernamos y la obligamos a someterse a la razón.
Precisamente en esta parte se origina la virtud moral, que es un hábito del alma adquirido por la costumbre(28), al igual que dicen que hay un cierto término medio en las pasiones.
Así pues la parte irracional del alma es doble, como hemos mostrado. Pero la racional también es doble, pues una parte de ella es consultativa, la otra científica. Consultamos sobre aquellas cosas que pueden ser de otra manera; sabemos aquéllas que no pueden ser de otra manera. Por consiguiente en esta parte del alma las virtudes del alma son intelectivas, y así como ésta se divide, así también aquéllas se diferencian.
Ya hemos dicho que las virtudes intelectivas son cinco, entre las cuales nos sale al encuentro en primer lugar la prudencia, casi enlazada a las anteriores virtudes que hemos referido. Es por tanto aquella razón justa que mantiene dentro de unos límites a las virtudes morales a la hora de hacer las cosas, y que huyendo de los extremos hace que se mantenga uno en una cierta mediocridad loable, ésa no es otra cosa que la prudencia. De lo cual resulta que ninguna de las virtudes morales pueda darse separadamente de la prudencia.
Se ocupa pues la prudencia de aquellas cosas que no siempre llegan a ser de la misma manera, sino según el caso; entre ellas ocupan también un lugar el buen sentido y la elección, pues en vano delibera o elige alguien sobre el resto de las cosas o aquellas que no pueden ser de otro modo. Por consiguiente el buen sentido y la elección provienen de la prudencia. Todas las cosas que hay que llevar a cabo dependen del buen sentido y la elección. (XXV) Parece que la elección, por otro lado, con casi nadie está en armonía más que con el hombre; pues no lo está con las bestias que se encuentran por debajo del hombre, ni con dios(29) tampoco, puesto que él, que discierne cada cosa con intuición pura, no puede dudar de cosa alguna.
Pero la deliberación y la elección se dan sobre un asunto incierto. La elección quiere decir que, habiendo sido propuestas muchas cosas para su deliberación, se elija sólo una, es decir, se admita. Ahora bien, sucede esto con muchas propuestas convenientes, aquello que nos parece lo máximo y preferible, lo tomamos o, propuestas muchas cosas inconvenientes, aceptamos el mal menor. Esto lo matizan ciertamente los casos fortuitos y la experiencia de las cosas endereza la decisión. La prudencia, por consiguiente, es sobre aquellas cosas que pueden ser de otro modo. No trata sin embargo de los principios, discurre siempre a partir de lo ya conocido.
La inteligencia sin embargo trata sobre los principios y versa sobre ellos. La sabiduría en cambio abraza a ambas, pues juzga y discierne acerca de los principios y de lo que emana de los principios. Por consiguiente está bien definida: es el conocimiento de las cosas divinas y humanas.
MARCELINO – ¡Oh, ajuar excelente! ¡Cual si de un divino bosque de la inteligencia se tratara! Las cosas que oídas serenan el alma, ¿qué no harán degustadas y asumidas?
LEONARDO BRUNI – Queda el arte, que se presenta en el mismo género que la prudencia, pero difiere en que lo que el arte es en relación a hacer, es la prudencia en relación a vivir. (XXVI) Sin ninguna duda, como haya tantas virtudes como hemos dicho, consta que algunas son más aptas para la vida ociosa sita en la contemplación, otras para la vida de los negocios y civil; la sabiduría, la ciencia y la inteligencia alimentan la contemplación. Mas la prudencia es predominante en toda acción, aunque ambos tipos de vida tienen en verdad sus propias alabanzas e inclinaciones naturales. La contemplativa, con todo, es manifiestamente más digna de los dioses y más excepcional (30). La activa sin embargo es superior en el beneficio común. Por consiguiente, ya sea en un asunto privado, ya en uno público, todo aquello que es excelente y goza de aprobación, todo aquello que hacemos en pro de nuestro beneficio o de la patria o de los hombres de nosotros más queridos, todo ello desciende ciertamente de la prudencia y de esas virtudes que están vinculadas con la prudencia. Pero antes de nada hay que comprender esto, que nadie puede ser prudente como no sea un hombre bueno. Es pues la prudencia una apreciación verdadera en torno a la utilidad. La apreciación verdadera es incorruptible. Las mismas cosas, por cierto, son tales como en verdad son, sólo si así se lo parecen a un hombre bueno.
Supuesto queda que los juicios de los malvados son iguales que el gusto de los enfermos, que en casi nada reconocen el sabor. Así pues no hay ninguna de entre todas las costumbres a la que más estorben los vicios que a la prudencia. (XXVII) Pues el hombre impío y de conducta escandalosa retendrá las demostraciones verdaderas de las matemáticas y de la física, pero queda enceguecido en absoluto en relación a las obras de la prudencia y en ella sola pierde la luz de la verdad. Y consta que ésta no quiere nada, sino el bien. Pero en ello mismo están los ojos cubiertos de tinieblas, ya que juzga buenas las cosas que no lo son(31).
Vemos a algunos que anhelan la tiranía, otros dedican sus cuidados a rapiñas y engaños. Aquellos adúlteros, por su parte, y los pederastas, ¿qué hay que no dejen de lado para saciar su lujuria? A éstos, si por azar algún dios les arranca aquella lujuria y enfermedad del alma y les infunde la mente y el juicio de un hombre bueno, como recobrando sus sentidos y recibiendo la luz, reconocerán en qué grandes tinieblas han estado metidos y ellos mismos detestarán sobremanera su error. Y es que en efecto se nos ha ofrecido la felicidad durante toda la vida y su deseo es ingénito en nosotros. Hacia ésta se asciende no a través de vicios y deseos desenfrenados, que ni aportan alabanza alguna ni pueden serenar el alma, sino por medio de las virtudes y de la moderación. Para el hombre bueno, por consiguiente, el camino que conduce a la felicidad es recto y sin obstáculos, pues sólo éste no es engañado ni se extravía. Así pues sólo éste vive bien y obra bien. El malo, por el contrario, al revés. Conque si queremos ser felices, apliquémonos en ser buenos y ejerzamos las virtudes.
Acaba felizmente gracias a Dios
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Santiago Blanco del Olmo
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Notas a la traducción española
1 Galeoto Ricasolano: nombre de mecenas, humanista y amigo de Leonardo Bruni.
2 “Alos y pristires”: Halus-i (f) cotonea, consuelda mayor; planta herbácea de la familia de las barragináceas, vellosa, con tallo de 6 a 7 decímetros de altura, grueso y erguido, hojas ovales y pecioladas las inferiores, lanceoladas y envainadoras las superiores, flores de forma de embudo, en racimos colgantes, blancas, amarillentas o rojizas y rizoma mucilaginoso que se emplea en medicina. Prester- eris (m) meteoro ígneo, columna o remolino de fuego; especie de serpiente cuya mordedura causaba una sed ardiente. Probablemente del griego πριστήρ -ῆρος, ὁ sierra, que viene del verbo πρίω; de ahí πριστῆρες ὀδόντες, dientes incisivos; o también del griego πρηστήρ -ῆρος, ὁ huracán, del verbo πρήθω soplar, inflar, hinchar.
Este sintagma se emplea a título de conjunto de conocimientos especializados y eruditos, pero desprovistos de una utilidad práctica inmediata.
3 Aristóteles: filósofo griego nacido en Estagira y fallecido en Calcis (384-322 a C) discípulo de Platón en la Academia de Atenas y fundador del Liceo a la muerte de su maestro. Son suyos los conceptos de ser en acto y ser en potencia, conciliador del callejón sin salida en que había venido a parar la filosofía de su tiempo, autor de la teoría de las cuatro causas, materia y forma, que a partir de su nombre en griego, pasó a denominar a su pensamiento: hilemorfismo. Estableció el método científico y se convirtió en maestro indiscutible en sus traducciones latinas de la Edad Media, especialmente después de la asunción de sus ideas y la cristianización por Tomás de Aquino. Las ideas éticas expresadas por Bruni se corresponden con la Ética a Nicómaco deAristóteles.
4 Eudemo de Rodas: filósofo griego discípulo de Aristóteles. Autor de una historia de la geometría, de la aritmética y de la astronomía. A él fue dedicada la “Moral a Eudemo” de Aristóteles, aunque durante mucho tiempo se dudó de la autoría del Estagirita.
5 Nicómaco de Estagira: padre del filósofo Aristóteles, médico de Filipo de Macedonia. Vivió en el siglo IV a C. Se le atribuyen algunos tratados de medicina y física. Este fue también el nombre del hijo de Aristóteles, a quien fue dedicado el tratado moral conocido como “Ética a Nicómaco”.
6 Quinto Horacio Flaco: poeta latino nacido en Venusia (65-8 a C). Fue el poeta lírico más importante de la Latinidad sobre todo a partir de 23 a C, año en que publicó sus Odas. Perteneció al círculo de amigos de Mecenas, mano derecha del príncipe Augusto en asuntos diplomáticos y culturales, en el que se encontraban también Virgilio y Propercio.
7 Hércules: dios perteneciente al panteón romano de origen griego, hijo de Júpiter y de Alcmena, reina de Tebas; consiguió la inmortalidad merced a sus trabajos en la tierra, que limpiaron el mundo conocido de monstruos. Especialmente venerado en Roma, la expresión “por Hércules” (“mehercule” o “mehercle”) era de uso frecuente en Latín.
8 Eudoxo de Cnido: astrónomo y filósofo griego (406-355 a C).
9 Aristipo de Cirene: filósofo griego (circa 430 a C) discípulo de Sócrates y fundador de la escuela cirenaica o hedonista. Su hijo, Aristipo el Joven, continuó las enseñanzas de la escuela cirenaica.
10 Epicuro de Samos: filósofo griego ateniense (Samos 341- Atenas 270 aC) fundador de la escuela epicúrea o del Jardín, que se caracterizó desde el punto de vista moral en considerar el placer como elemento fundamental para alcanzar la felicidad. En física adoptó las teorías atómicas materialistas de Demócrito de Abdera y de Leucipo de Mileto. Fue uno de los filósofos más influyentes del período helenístico.
11 Demócrito de Abdera: filósofo griego (460-circa 370 a C) discípulo de Leucipo, seguidor de Anaxágoras y de Hipócrates. Sus obras se perdieron, pero Diógenes Laercio hace una breve enumeración de ellas y Aristóteles glosa su filosofía de carácter materialista-mecanicista y atomista, por esta razón fue uno de los precursores de la actual teoría atómica. El poeta latino Lucrecio desarrolla sus teorías en el poema “De rerum natura” en el siglo I a C.
12 “Euthymiam” en el texto, εὐθυμία, término griego que significa alegría, jovialidad, tranquilidad, sosiego, paz, calma; de εὐ, bien, bueno y θυμός, ánimo, espíritu.
13 Teofrasto de Ereso: filósofo y botánico de la isla de Lesbos, de la misma ciudad de donde era originaria la poetisa Safo (372-287 a C), discípulo primero de Platón y luego amigo de Aristóteles y sucesor en la dirección del Liceo a su muerte. Sus obras más conocidas son “Historia de las plantas” y “Causas de las plantas”. También de mucha importancia en la Antigüedad fueron sus “Caracteres”, en los que se cuenta que el comediógrafo de la Comedia Nueva Menandro se influyó para crear sus personajes tipo; imitado posteriormente entre otros por La Bruyère en “Caractères” y por el escritor neogriego del siglo XIX Andreas Laskaratos en “He aquí el hombre”, en griego “ἰδοῦ ὁ ἄνθρωπος”.
14 Peripatéticos: nombre con que se conocía ya desde la Antigüedad a los miembros de la escuela de Aristóteles por la manera en que explicaba sus lecciones en el jardín del Liceo, a modo de paseo. Del griego περιπατῶ , verbo que significa pasear, y el sustantivo περίπατον, que significa paseo. “Los paseantes”, vendría a ser en español.
15 Zenón de Cition: filósofo en lengua griega (335-264 a C) natural de la isla de Chipre y origen fenicio, fue mercader hasta que se estableció definitivamente en Atenas donde se dedicó al estudio de la filosofía y fue el creador del estoicismo o escuela estoica, nombre dado por el lugar en que impartía sus clases, la Stoa Poikile o “Pórtico Abigarrado”. No ha quedado obra conservada, pero su influencia sobre todo el período helenístico fue grande, y especialmente en Roma, donde destacaría la figura de Lucio Anneo Séneca, de origen cordobés.
16 Estoico: relativo a la escuela de Zenón en Atenas.
17 y 18 “Toda virtud es una afección constante del alma”: definición sacada de la “Ética a Nicómaco” de Aristóteles. Así también la siguiente: “Las virtudes morales suponen un término medio entre el exceso y el defecto”: en EN II 1106 b “μεσότης τις ἄρα ἐστιν ἡ ἀρετή, στοχαστική γε οὖσα τοῦ μέσου.” En español: “por tanto la virtud es un cierto término medio, puesto que apunta al medio.” (Traducción de María Araujo y Julián Marías)
Es un punto fundamental de la ética de Aristóteles y fue magníficamente expresado por el poeta latino Horacio en su célebre oda X del libro II de sus odas:
“auream quisquis mediocritatem
diligit, tutus caret obsoleti
sordibus tecti, caret inuidenda
sobrius aula.”
En traducción castellana de Vicente Cristóbal: “el que elige la dorada medianía, carece, bien/ protegido, de la sordidez de una casa vieja; carece,/ en su sobriedad, de un palacio que cause envidia.”
19 César: político y general romano (Roma 100- Roma 44 a c). Dictador perpetuo tras su victoria en la guerra civil contra Pompeyo y primero de los considerados emperadores tras el fracaso de la República. Como hombre de letras escribió los “Comentarios a la guerra de las Galias” y los “Comentarios a la guerra civil”, escritos en un latín clásico muy puro y sin adornos en los que inaugura la propaganda política.
20 “Andria”: palabra griega redactada así en el texto y que significa valentía, valor, virtud. El término griego es ἀνδρεία, que proviene del término ἀνήρ ἀνδρός, ὁ que significa varón; el origen del vocablo latino uirtus-utis (f) procede igualmente del vocablo que significa varón: uir-i (m).
21 Juegos Megalenses: tenían lugar en Roma, en ocasión de las fiestas dedicadas a la diosa Cibeles entre el 4 y el 10 de abril. Su origen estaba en Asia Menor, donde era venerada la Μεγάλη Μήτηρ, en latín Magna Mater, y del nombre griego deriva Megalenses. Estos juegos se establecieron en 204 a C y en ellos se representaban obras teatrales.
22 Espectáculo de gladiadores y banquetes públicos: actividades propias de las personas adineradas que durante la Antigüedad ofrecían estos gestos de beneficencia pública o “evergesia” en sus ciudades de origen. En Roma servía para elevar la estimación pública de las familias que lo practicaban, a la vez que funcionaba como reclamo propagandístico en los comicios y demás asambleas políticas de la urbe que durante la República elevaban a las altas magistraturas a los miembros de esta elite. Los juegos de gladiadores eran especialmente costosos.
23 Mentecato: en el texto se encuentra escrito junto, comouna sola palabra. En el latín de época clásica eran siempre dos palabras. A Bruni o a sus editores le traiciona tal vez el uso de esa misma palabra en lengua toscana “mentecatto”, al igual que sucede en castellano.
24 “No seamos adversarios odiosos ni por el contrario aduladores complacientes, no finjamos vanagloriándonos, ni al revés disminuyéndonos usemos de la ironía”: esta frase está extraída de la Ética a Nicómaco de EN IV 6: “Ἐν ταῖς ὁμιλίαις καὶ τῷ συζῆν καὶ λόγων καὶ πραγμάτων κοινωνεῖν οἳ μὲν ἄρεσκοι δοκοῦσιν εἶναι, οἱ πάντα πρὸς ἡδονὴν ἐπαινοῦντες καὶ οὐδὲν ἀντιτείνοντες , ἀλλ´οἰόμενοι δεῖν ἄλυποι τοῖς ἐγτυγχάνουσι εἶναι· οἱ δ´ἐξ ἐναντίας τούτοις πρὸς πάντα ἀντιτείνοντες καὶ τοῦ λυπεῖν οὐδ´ὁτιοῦν φροντίζοντες δύσκολοι καὶ δυσέριδες καλοῦνται. Ὅτι μὲν οὖν αἱ εἰρημέναι ἕξεις ψεκταί εἰσιν, οὐκ ἆδηλον, καὶ ὅτι ἡ μέση τούτων ἐπαινετή, καθ´ἣν ἀποδέξεται ἃ δεῖ καὶ ὡς δεῖ, ὁμοίως δὲ καὶ δυσχερανεῖ. ὄνομα δ´οὐκ ἀποδέδοται αὐτῇ τι, ἔοικε δὲ μάλιστα φιλίᾳ. Τοιοῦτος γάρ ἐστιν ὁ κατὰ τὴν μέσην ἕξιν οἷον βουλόμεθα λέγειν τὸν ἐπιεικῆ φίλον, τὸ στέργειν προσλαβόντα. Διαφέρει δὲ τῆς φιλίας, ὅτι ἄνευ πάθους ἐστὶ καὶ τοῦ στέργειν οἷς ὁμιλεῖ· οὐ γὰρ τῷ φιλεῖν ἢ ἐχθαίρειν ἀποδέχεται ἕκαστα ὡς δεῖ, ἀλλὰ τῷ τοιοῦτος εἶναι.”
En la traducción castellana: “En el trato, la convivencia y el intercambio de palabras y acciones, unos hombres parecen obsequiosos y lo alaban todo para dar gusto, no se oponen a nada y creen su deber no causar molestia alguna a aquellos con quienes se encuentran, y otros, por el contrario, a todo se oponen y no se preocupan lo más mínimo de no molestar; se los llama descontentadizos y discutidores. Que estas disposiciones son censurables, es claro, así como que es laudable la intermedia, de acuerdo con la cual admitiremos lo debido y como es debido, y desaprobaremos análogamente. Esta disposición no ha recibido nombre, pero a lo que más se parece es a la amistad. En efecto, el que tiene esta disposición intermedia es semejante a aquel a quien damos con gusto el nombre de buen amigo, si se le añade el cariño. Pero esta disposición se distingue de la amistad en que no implica pasión ni afecto por los que trata, pues no es por amar u odiar por lo que lo toma todo como es debido, sino porque tal es su índole.”
Supone la primera mención de una virtud, como se ve, que Aristóteles reconocía que no tenía nombre en su tiempo, pero que a partir de los escritos del estadounidense Daniel Goleman ha venido a denominarse “asertividad”. Por otro lado el americano no aporta nada nuevo a la definición del Estagirita.
25 Eurípides: poeta trágico ateniense (Salamina en 484-480 a C y fallecido en Pela 406 a C). El tercero cronológicamente de los tres grandes clásicos áticos de la tragedia junto con Esquilo y Sófocles. De él se nos han conservado bastantes tragedias entre las que resaltan “Medea”, “Hipólito” o “Las Troyanas”.
26 Héspero: el planeta Venus, también considerado el lucero del alba; en la Antigüedad se pensaba que eran dos astros distintos.
27 Prolijidad: en el texto latino hay un error y dice “perlixitas” donde debiera decir “prolixitas”.
28 Virtud moral “que es un hábito del alma adquirido por la costumbre”: definición de virtud en la EN de Aristóteles.
29 dios: como en la mayor parte del texto de Bruni, no se hace referencia al Dios, éste sí con mayúscula, de los cristianos; aquí, citado en singular, se refiere al “motor inmóvil” de Aristóteles.
30 “La contemplativa con todo es manifiestamente más digna de los dioses”: esta preferencia por el “θεωρητικὸς βίος” o vida contemplativa, es también de raigambre aristotélica: EN X 7
“Εἰ δ´ἐστὶν ἡ εὐδαιμονία κατ´ἀρετὴν ἐνέργεια, εὔλογον κατὰ τὴν κρατίστην· αὕτη δ´ἂν εἴη τοῦ ἀρίστου. Εἴτε δὴ νοῦς τοῦτο εἶτε ἄλλο τι, ὃ δὴ κατὰ φύσειν δοκεῖ ἄρχειν καὶ ἡγεῖσθαι καὶ ἔννοιαν ἔχειν περὶ καλῶν καὶ θείων, εἴτε θεῖον ὂν καὶ αὐτὸ εἶτε τῶν ἐν ἡμῖν τὸ θειότατον, ἡ τούτου ἐνέργεια κατὰ τὴν οἰκείαν ἀρετὴν εἴη ἂν ἡ τελεία εὐδαιμονία. Ὅτι δ´ἐστὶ θεωρητική, εἴρηται.”
Ahora en castellano: “Si la felicidad es una actividad conforme a la virtud, es razonable que sea conforme a la virtud más excelente, y ésta será la virtud de lo mejor que hay en el hombre. Sea, pues, el entendimiento o sea alguna otra cosa lo que por naturaleza parece mandar y dirigir y poseer intelección de las cosas bellas y divinas, siendo divino ello mismo o lo más divino que hay en nosotros, su actividad de acuerdo con la virtud que le es propia será la felicidad perfecta. Que es una actividad contemplativa, ya lo hemos dicho.”
31 “Ya que juzga buenas las cosas que no lo son”: Importante reflexión, especialmente leída en nuestros días de verdades precarias o “fluidas”, de igualación entre verdad y mentira, bueno o malo.
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