Pronóstico reservado – De visita al Centro Botín [Santander] de Renzo Piano – Fabio Vélez Bertomeu
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Pronóstico reservado
De visita al Centro Botín [Santander] de Renzo Piano
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Cuenta la leyenda que la Fundación Emilio Botín, previa revisión escrupulosa y personalísima del banquero, envió a Piano un documento de dos páginas en el que quedaban sucintamente recogidas las líneas maestras de lo que a la sazón se proyectaba como el futuro Centro Botín. Entre la plétora de deseos y pretensiones allí plasmadas, llama peculiarmente la atención esta: «No se trata sólo de hacer un edificio, sino de actuar de forma innovadora sobre un espacio. Es un proyecto de límites. Límites entre interior y exterior, la ciudad y el mar, los jardines y el edificio», y prosigue en el esclarecimiento del detalle: «Que el visitante pueda vivir el edificio por dentro y por fuera, que incluso no llegue a saber si está dentro o fuera».
Pues bien, la primera valoración que cabría hacer es que, hasta bien avanzada la visita, una sensación de incertidumbre parece dirigir ciegamente el recorrido y, en efecto, ello podría ser la consecuencia de no poder reconocer con claridad qué pertenece propiamente al exterior y qué al interior, es decir, qué parte corresponde a las áreas de libre y público acceso, y qué partes a las áreas de exposiciones (ala oeste) o salas para uso exclusivo de la Fundación (ala este). Creo no exagerar al afirmar que el primer recorrido tiene algo de laberíntico y exploratorio: salas abiertas y cerradas al público, rellanos restringidos y de libre acceso, escaleras con clara y confusa conexión, etc. Ello trae consigo, a su vez, que uno tenga que ir leyendo secuencialmente todas las áreas del Centro y, solo después (desde afuera), tratar de reconstruir –como si de un puzzle se tratara– la funcionalidad del edificio. Ante qué nos hallamos: ¿museo?, ¿centro cultural?, ¿fundación?, ¿mirador público?, ¿todo y nada a la vez? Dicho lo cual, es de justicia reconocer que la vacilación inicial se disipa con el primer peinado del complejo.
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En este proyecto atrapaba igualmente la atención, sobre todo por lo que tiene de contrapunto, el siguiente anhelo no menospreciado por el banquero –no se olvide que las fundaciones en sus estatutos suelen comprometerse a impulsar “obra social”–: «[aspiraba a que el Centro] se convirtiera en el lugar donde los habitantes de Santander acaban reuniéndose casi sin darse cuenta». Las palabras por él enarboladas ameritan un escrutinio mínimo. Así pues, el viraje en el discurso –de “visitante” a “habitante”– no puede pasar desapercibido para todos aquellos que hemos aprendido de los fiascos arquitectónicos tras la burbuja del Guggenheim de Bilbao. La estela es larga, y los resultados dispares: San Sebastián y Moneo, Avilés y Niemeyer, Valencia y Calatrava, Santiago y Eisenman, etc. Sea como fuere, y aun asumiendo que Botín se interesara genuinamente por sendos actores, turistas y vecinos, (más franco fue el presidente de la comunidad, M. A. Revilla, al declarar: «yo creo que (…) contribuirá a la promoción de Santander y del conjunto de Cantabria. Espero que genere contenidos que hagan de él un gran foco de atención»), repito, asumiendo ese prurito de integración social y cívica, lo cierto es que, por el momento, es decir, a poco más de un año desde su inauguración, no parece que los vecinos de Santander se hayan apropiado del edificio ni de sus espacios culturales y artísticos.
Ahora bien, tal vez las pretensiones primeras fueran vanas proclamas de la cour a la ville y, llegado el momento, susceptibles de ser reinterpretadas pragmáticamente. Pues si por tal “reunión” se esperaba que el Centro, junto con el paseo marítimo y los Jardines de Pereda, contribuyera a concitar a los vecinos en este emplazamiento compartido, entonces sí, ciertamente, el Centro ha sumado con su presencia a que los jardines se consoliden en punto de reunión y en lugar esparcimiento para los habitantes. De eso no hay duda.
Lo que me genera más inquietudes y recelos es la porosidad antes referida y presumida, a propósito del adentro y el afuera del complejo. A mi juicio, el hecho de que el Centro se haya incorporado al circuito turístico de la ciudad, y que sus dimensiones, sobre todo en lo que atañe a sus partes de acceso libre (escaleras, plataformas, pasarelas y mirador), apenas alcancen para las riadas de turistas y sus inalienables selfies, dificulta, si no es que imposibilita de facto, cualquier tipo de apropiación por parte de la ciudadanía. Cuando me detengo en este desequilibro entre afluencia y espacio, no puedo dejar de recordar otras obras en donde este problema ha sido de alguna u otra manera resuelto. Pienso, sentado en los jardines, en ideas ingeniosas como, por ejemplo, la del Estudio noruego Snøhetta y su decisión de habilitar, multiplicando el espacio, las cubiertas del edificio en amables rampas transitables y, por tanto, en espacios de ocio (como en la Ópera de Oslo).
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A tenor de lo anterior, tengo la corazonada –dada su ubicación: al final del Paseo marítimo y en el meollo de los Jardines de Pereda– que el Centro Botín termine, si nada lo remedia, como un elemento más del paisaje y reducido a atracción puramente estética. A ello contribuyen, de justicia es reconocerlo, la sagacidad y pericia de Piano en esta obra, así pues: al decidir elevar el edificio unos 7m sobre el nivel del suelo, para no romper la perspectiva de la bahía que se tiene desde el paseo y el parque, o su resolución orgánica, mesurada y elegante, sello de identidad en su etapa madura. La amenaza que rodea a este complejo es que, de cara a los habitantes, su potencialidad se vea mermada y, con los años, reducida a un uso meramente contemplativo. En suma, a una arquitectura icónica y gestual prototípica de las últimas décadas y con la que, todo sea dicho, tanta distancia ha tratado de marcar Piano. Con esto y con todo, me apresuro a decir que la responsabilidad, en este caso al menos, no podemos ni debemos atribuírsela al genovés. Suele suceder, antes o después, que todos aquellos centros culturales o museos concebidos como ornamentos –cenotafios, al fin y al cabo– terminen agotándose en el brillo reflejado por su epidermis. Una vez más, los responsables de la Fundación Botín deberían tener muy presente un sabio consejo del gran Mies van de Rohe: «El museo para una ciudad pequeña (…) depende de la calidad de sus obras de arte y de la manera como están expuestas».
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Ni siquiera voy comentar el contenido de las exposiciones que tuve la oportunidad de visitar. Pero, a su salida, dos ideas me asediaron por igual. O tuve muy mala suerte, y espero que sea el caso, o me temo que, si esta es la dinámica, este complejo con sus formas orgánicas termine desdibujándose y reconvirtiéndose a la postre en un bonito mirador en el que poner a prueba las veleidades artísticas del turista. Lo más curioso es que el mirador de la azotea, siguiendo la disposición a la contra del propio complejo, quizá esté invitando a mirar en otra dirección. Quizá. Lo que sí que sé es que si una perspectiva nueva despeja este mirador no es la obvia de la bahía, pues ningún aporte significativo encontramos en este sentido (ni desde los tan cacareados voladizos); no ocurre lo mismo cuando, como el edificio, le damos la espalda a lo esperable, al mar, y nos topamos ahora sí con una ciudad no antes vista, a saber, una ciudad construida –y desplegada– en pendiente, sobre una ladera que viene a parar, como una persiana, a la costa.
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Centro aparte, y antes de terminar, la intervención escultórica de Cristina Iglesias reclama alguna consideración y unas palabras. Nos las habemos, mírese bien, con una exposición permanente más, y quizá la mejor, opacada por el resto de fastos. Y me permito resaltar este carácter escurridizo porque, en efecto, la celeridad de este tipo visitas hace que centremos toda la atención sobre el edificio y las exposiciones en sala, dejando de lado las inmediaciones que, en este caso al menos, y para más inri podrían buenamente confundirse con los jardines recientemente renovados por el paisajista Fernando Caruncho. Me refiero, pues, a los cuatro pozos y el estanque que circundan el Centro.
Ciertamente, a través de ellos, casi a modo de respiraderos a los que poder asomarse al pasado, afloran a la superficie esos otros jardines que, ocultos a la mirada urbanizada, subyacen a los Jardines de Pereda. En efecto, bajo los abedules, magnolios y palmeras, Iglesias nos invitar a imaginar un extinto jardín submarino. O como ella ha referido en alguna ocasión, a propósito de los motivos orgánicos tallados en el acero fundido: «Realmente esta zona es terreno ganado al mar. Hasta el siglo XIX, en que fue cubierta, los jardines no existían. Los barcos atracaban enfrente de la catedral y del actual Paseo de Pereda. Mis pozos simbolizan las algas que podrían existir, como un posible jardín submarino que rebosa hacia la superficie».
Nos hallamos, en resumen, frente a una obra interesante e integrada. Su riesgo es terminar rebajándose a gesto escultórico. El tiempo desmentirá o confirmará nuestros pronósticos. De momento, dejémoslo en un reservado esperanzado.
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Fabio Vélez Bertomeu
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Las imágenes son copias de fotografías tomadas por el autor