La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, de Naomi Klein – José Luis Martín

¿Qué sentido tiene hacer una reseña de un libro que se publicó en 2007, y que es sobradamente conocido pues en estos diez años ha cosechado un envidiable éxito de ventas? Pues nada más que el intento de contribuir modestamente al mantenimiento de su consideración, como libro fundamental para entender el mundo en el que vivimos; para entender concretamente que ese mundo ha sido modelado muy concienzudamente y de manera absolutamente interesada durante los últimos cuarenta años. “Lo que puede ser el libro más importante sobre la economía en el siglo XXI” (Paul B. Farrel, del Dow Jones Business News). “Hay muy pocos libros que realmente nos ayudan a comprender el presente. La doctrina del shock es uno de ellos” (John Gray, en The Guardian), “Klein podría haber revelado la narrativa de nuestro tiempo” (William S. Kowinski, en San Francisco Chronicle). Son algunas muestras del reconocimiento de esa importancia.
Pero en estos diez años también ha tenido críticas negativas, lo que, además de natural, era esperable teniendo en cuenta su contenido. Lo que sucede es que la mayoría de sus detractores no hacen sino acumular juicios de valor del tipo “obra ingenua”, “profundamente errónea”, “ridícula” que no ponen en duda los hechos narrados, seguramente porque estos constituyen un relato que, por su coherencia lógica y la materia prima de que se nutre, difícilmente puede considerarse apartado de la verdad. No se trata de teorías de una visionaria con una delirante capacidad para ver metáforas y analogías que solo existan en su mente, sino que es la narración de acontecimientos fácilmente comprobables, procedimientos bien documentados, datos objetivos, encuentros que tuvieron los protagonistas de esa parte de la historia, conversaciones reales, informes que se pueden consultar.
El título. Capitalismo del desastre es el término que utiliza Naomi Klein (Montreal, 1970. Periodista colaboradora habitual en The Nation y The Guardian) para referirse a los ataques contra las instituciones y bienes públicos, organizados por poderosas corporaciones empresariales que aprovechan acontecimientos de carácter catastrófico, que son interpretados no como calamitosas tragedias humanitarias, sino como atractivas oportunidades que ofrece el mercado para obtener un enriquecimiento desmedido, sin los obstáculos que encontrarían en situaciones normales. El sustrato teórico que alimenta las acciones llevadas a cabo por esas multinacionales para transformar en cuantiosos beneficios esas oportunidades es denominada por la autora doctrina del shock.
La tesis. En palabras de su autora: “Este libro es un desafío contra la afirmación más apreciada y esencial de la historia oficial: que el triunfo del capitalismo nace de la libertad, que el libre mercado desregulado va de la mano de la democracia. En lugar de eso, demostraré que esta fórmula fundamentalista del capitalismo ha surgido en un brutal parto cuyas comadronas han sido la violencia y la coerción, infligidas en el cuerpo político colectivo así como en numerosos cuerpos individuales. La historia del libre mercado contemporáneo –el auge del corporativismo, en realidad- ha sido escrito con letras de shock.”
Si se alcanza a completar con eficacia esa demostración (prometida en la página cuarenta y tres de la edición de bolsillo) es algo que tienen que juzgar los lectores, pero, como se ha dicho, los argumentos que se utilizan para enfrentarse a ese desafío consisten principalmente de la narración de hechos y procesos que se documentan, se pueden comprobar y que nadie niega. Tras la lectura de ese relato queda una sensación de que se ha llevado a cabo con verosimilitud, incluso con veracidad, utilizando la verdad como materia prima. El arco narrativo que lo sostiene nace en la Psiquiatría, se eleva hacia la Economía teórica y finalmente se asienta en el terreno de la Política y la Economía aplicadas sobre el terreno.
La historia para no dormir que Naomi Klein nos cuenta empieza a principios de los años cincuenta, con Ewen Cameron como protagonista, un norteamericano de origen escocés, un psiquiatra de éxito que fue presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría, de la Asociación Canadiense de Psiquiatría y de la Asociación Mundial de Psiquiatría, y uno de los tres psiquiatras norteamericanos que testificó acerca de la salud mental de Rudolf Hess en los juicios de Nuremberg. Cameron pensaba que, para curar a sus pacientes, había que “quebrar las viejas pautas y modelos de comportamiento patológico”, devolver las mentes al estado que Aristóteles describió como una tabula rasa, “una tabla vacía sobre la cual aún no hay nada escrito”. Para conseguirlo utilizó un método a base de descargas eléctricas y desorientación del paciente provocada mediante la administración de anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas. Una vez borrada la personalidad, se podía proceder a la implantación de una conducta adecuada. Esta nueva conducta, libre de rasgos patológicos, se adquiría, por ejemplo, escuchando mensajes positivos ininterrumpidamente durante 101 días.
A continuación Klein nos cuenta cómo la CIA se interesó por los métodos de Cameron, para utilizarlos en lo que llamó “técnicas especiales de interrogación”, y financió sus trabajos, que finalmente no tuvieron éxito, pues el tiempo demostró que el psiquiatra que fue un genio en la destrucción de personalidades se reveló incapaz de reconstruirlas.
El siguiente elemento narrativo es la mítica Facultad de Economía de la Universidad de Chicago en la década de 1950, donde el ambicioso y carismático Milton Friedman era la estrella principal de su firmamento académico. Sus teorías, según Klein, tienen paralelismo conceptual con las teorías de Cameron. Fuera el paciente o la economía quienes estuvieran maltrechos, la solución era infligir dolorosos shocks para alcanzar el estado previo a la crisis. El psiquiatra usó la electricidad y los fármacos para intentar arreglar las mentes. Otro, la política para, aparentemente, poner solución a los defectos de las estructuras económicas. Pero solo aparentemente, pues el objetivo real de Friedman era luchar contra el desarrollismo del Tercer Mundo, especialmente exitoso en el Cono Sur (Chile, Argentina, Uruguay y partes de Brasil), y contra los seguidores de John Maynard Keynes (el artífice teórico del New Deal y el Estado del bienestar que propugnó una combinación de economía regulada y mixta después de la Gran Depresión) y los socialdemócratas de los países ricos. La revolución keynesiana le estaba saliendo muy cara al sector privado, que empezó a dotar a la Escuela de Chicago de cuantiosas donaciones.
En este punto, la periodista canadiense da una vuelta de tuerca a la descripción del horror del capitalismo salvaje neoliberal presentándonos la tortura como “el socio silencioso de la cruzada por la libertad de mercado” y también como metáfora cuyos términos equivalentes son el estado en que queda el prisionero y la población tras ser sometidos a una situación de terror infundido por las fuerzas policiales de las dictaduras o por la furia de la naturaleza, el estado en que quedan los pacientes de Cameron después de sufrir sus métodos de borrado de la identidad defectuosa y el estado en que quedan los prisioneros de la CIA después de que sus agentes les apliquen las técnicas basadas en los experimentos de Cameron. Especial interés tiene la descripción pormenorizada de los métodos utilizados en Irak o Argentina para llevar la tortura a las más siniestras simas del horror y del espanto que es capaz de idear el ser humano.
Milton Friedman, el profesor de economía de la Universidad de Chicago, vio en la tragedia que provocó el huracán Katrina en Nueva Orleans “una oportunidad para emprender una reforma radical del sistema educativo”. El dinero público destinado a la reconstrucción podía dedicarse a la dotación de cheques escolares para que los alumnos de las escuelas públicas pudieran ir a escuelas privadas. La administración de George W. Bush, siguiendo las teorías del economista, empleó millones de dólares en la creación de “escuelas chárter”, escuelas creadas por el Estado que pasarían a ser gestionadas por instituciones privadas. Milton Friedman pensaba que el concepto de educación pública “apestaba” a socialismo. Cualquier intervención del Estado que no fuera “defender la ley y el orden, garantizar los contratos privados y crear el marco para mercados competitivos” interfería en las leyes del mercado. La periodista canadiense califica las actuaciones del ilustre profesor de Chicago como “cruzada ideológica”, y explica con detalle cómo durante tres décadas, Friedman y sus discípulos sacaron partido metódicamente a las situaciones de crisis de numerosos países, extendiendo sus teorías, aconsejando a los dirigentes políticos y maniobrando para imponer su fórmula inalterable, su “trinidad política: eliminación del rol público del Estado, absoluta libertad de movimientos de las empresas y un gasto social prácticamente nulo”, para producir estados corporativistas donde todo se orienta al enriquecimiento de las empresas multinacionales y, generalmente, de la clase política.
La autora devela cuál fue el modus operandi de los seguidores de Friedman que sirvió para imponer la receta del capitalismo salvaje de la Escuela de Chicago: la política de desapariciones que se llevó a cabo en la Argentina de los años sesenta. La masacre de la plaza de Tiananmen en la China de 1989. En la Rusia de 1993, Boris Yeltsin envió los tanques al parlamento y acabó con los obstáculos que ponían los líderes de la oposición a la privatización que dio lugar al surgimiento de los oligarcas, la nueva clase dirigente del país. La guerra de las Malvinas de 1982 permitió a Margaret Thatcher superar las huelgas de los mineros y llevar a cabo la primera ola de privatizaciones de una democracia occidental. El objetivo de privatizar los bienes de la antigua Yugoslavia solo pudo llevarse a cabo tras el ataque de la OTAN a Belgrado. Latinoamérica y África entraron en semejantes estados de shock que les abocaron al dilema de “privatizarse o morir” como consecuencia del estrangulamiento de sus economías, provocado por la deuda y la hiperinflación. Los Tigres de Asia abrieron sus mercados tras la crisis financiera de 1997 y 1998, y entonces se produjo lo que el New York Times llamó “la mayor liquidación por cierre del mundo”.
Reducciones de impuestos, libre mercado, privatización de los servicios, recortes en el gasto social y una liberalización y desregulación generales. Cuando comenzó su cruzada en Chile, tras el golpe de Estado, esos fueron los consejos de Friedman a Pinochet para transformar la economía. La fórmula económica acabó aplicándose muchos años después en Irak, donde se habían generalizado, como en Chile, el terror y la destrucción. Lo mismo ocurrió en Sri Lanka, tras la catástrofe del tsunami del año 2004. Aprovechando el clima de pánico reinante, los inversores extranjeros se apropiaron de toda la costa tropical y desplazaron para conseguirlo a los pescadores que habían tenido allí su modo de vida desde siempre.
Naomi Klein nos explica pormenorizadamente, con todo lujo de datos, cómo las teorías de Friedman empezaron a extenderse por Chile gracias a los estudios becados en Chicago de jóvenes economistas chilenos, los llamados Chicago Boys. Pero, para ponerlas en marcha, el triunfo electoral de Allende era un obstáculo. Entonces se produjo el golpe militar. Orlando Letelier, el embajador de Allende en Washington, lo consideró una colaboración conjunta entre el ejército y los economistas. Para mantenerlo fue imprescindible la tortura. Con Pinochet, Chile empezó a desmontar el Estado del bienestar, a lograr la tabula rasa, pero, como le ocurrió a Cameron, la terapia no funcionó y la economía de Chile, tras la terapia de shock descendió a niveles de la Segunda Guerra Mundial.
Los capítulos que siguen nos dan testimonio de cómo la contrarrevolución de los Chicago Boys se extendió por el Cono Sur: Brasil, Uruguay, Argentina, antes países abanderados del desarrollismo, dirigidos después por gobiernos militares apoyados por Estados Unidos, que practicaban la tortura y las desapariciones no de miembros de grupos armados, sino de activistas no violentos contra el nuevo orden implantado en los países-laboratorio de la Escuela de Economía de Chicago.
Semejantes procesos de imposición del esquema económico ocurrieron en la Sudáfrica de Nelson Mandela o en la Rusia de Gorbachov y Yeltsin, donde la joven democracia rusa iba a ser destruida pieza a pieza.
También el llamado shock Volcker o shock de la deuda, que consiste en un aumento de los tipos de interés, ha sido otra forma de provocar la catástrofe en los países en desarrollo que no podían pagar los intereses de la deuda y apenas tenían otra opción que seguir las normas impuestas por Washington: privatización y libre comercio. Para Klein lo importante, en este caso, es que se trata de un método que, apoyado por el Banco Mundial y el FMI, hace innecesario el recurso a las dictaduras para imponer el modelo económico. En febrero de 1993, Canadá se ve sumida en un desastre financiero llamado por los medios “la crisis de la deuda”. Gastaba muy por encima de sus posibilidades. Moody’s y Standard and Poor’s iban a reducir la calificación del crédito nacional, que pasaría de la “triple A” a uno más bajo. Los inversores se llevarían su capital a sitios más seguros. La única solución sería recortar el gasto público en programas como el seguro de desempleo o sanidad (seguramente, a los lectores españoles, griegos y portugueses todo esto les resultará familiar). La sensación de crisis había sido artificialmente creada por un puñado de think tanks subvencionados por los principales bancos y empresas de Canadá.
Klein intenta demostrar que la doctrina del shock también se aplicó en EE.UU. El asunto, según la autora, tiene que ver con Donald Rumsfeld, el Secretario de Defensa de Bush, con Dick Cheney y con el 11 de septiembre de 2001 y la guerra de Irak. La guerra, el terror y la seguridad se convierten en un negocio.
El último capítulo (Conclusión), El shock se gasta, nos habla de las perspectivas que veía en 2007 Naomi Klein para el capitalismo del desastre y para el mundo del siglo XXI. La autora parece contradecir a Fukuyama y dice que la Historia afortunadamente no se ha terminado y torna a dar un giro optimista, devolviendo la esperanza a los pueblos en su lucha contra la usurpación: políticas económicas de América latina, rechazo electoral de Aznar tras los atentados del 11-M… Pero, después de cerrar la última página en 2017, uno no puede evitar pensar en las declaraciones de Donald Trump nada más llegar a la Casa Blanca y los conflictos recién estrenados de Estados Unidos con Corea del Norte, Rusia, Afganistán, Méjico. En el libro casi todo parece cierto. Confiemos en que ese “casi” no excluya el optimismo del capítulo final.
José Luis Martín
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