«Salama», de Javier Omeñaca Labarta – Una reseña crítica de Sebastián Gámez Millán

Salama, de Javier Omeñaca Labarta
***

***
Salama es una autobiografía poética de momentos elegidos de los últimos 22 años de la vida de su autor, Javier Omeñaca (Villafranca de Ebro, 1962), Licenciado en Filosofía y Letras, desde que en 1998 emigró a Estados Unidos, donde estuvo tres años en la Universidad de la Florida, impartiendo clases de español al tiempo que se graduó en Master of Arts. De allí se marchó al Reino Unido, país en el que ejerció de profesor durante diecisiete cursos, y en el que escribió su primera novela, La guerra que no fue (2012), “una oda a la amistad y al amor a su tierra, inspirada en la intrahistoria de la España rural de buena parte del siglo XX”.
Lo primero que me llama la atención al adentrarnos en Salama es el ritmo, la musicalidad de la lengua. Por un lado, el ritmo es lo que tras la desaparición de la rima, que en la lírica hispánica tiene lugar con Diario de un poeta recién casado (1916-1917), de Juan Ramón Jiménez, distingue al verso de la prosa. Por otro lado, uno presiente que bajo esa musicalidad late un conjuro, un ritual, una esperanza. Salama es, dicho sea de paso, un lugar real en la Sierra de Gata (Cáceres), espacio donde el autor vivió con su pareja, Tea. Ese ritmo lo consigue de diversos modos: uno de ellos es mediante repeticiones y anáforas, como en “Azul” (pp. 31 y 32), donde percibimos once anáforas consecutivas.
Otro aspecto que me ha llamado la atención es cómo juega el autor con el lenguaje, moviéndose dentro de un equilibrio reflexivo entre lo implícito y lo explícito. Tengo para mí que uno de los valores de la poesía en general y de este poemario en particular es cómo guarda lo privado entre símbolos que sugieren, pero no explicitan demasiado, en contra de una tendencia de nuestros tiempos, en los que cada vez se difumina más la frontera entre lo privado y lo público –piénsese en las redes sociales–, lo que se me antoja una grave pérdida.
Acaso por pudor, esta autobiografía velada está repleta de imágenes que expresan de forma simbólica los derroteros de los caminos de su autor, imágenes de fenómenos que no existen en la realidad empírica, creados por recursos estilísticos, como metáforas preposicionales: “un cielo de cándidos tahúres, / bosques de plomo, montes de agua / y murallas de ascuas”; cuatro consecutivas en los tres últimos versos de la página 18 con los que sugiere el mundo interior que ha recorrido hasta el presente, o sea, para “llegar a ser el que es”, de acuerdo con el imperativo de Píndaro.
Hay poemas con una poderosa crítica social, como “La indigencia” (pp. 19 y 20), del que a continuación transcribo la segunda mitad:
“(…) Aprendices de Ícaro
con el tino en la circunstancia
y la ambición sin reserva.
Molas grasientas,
sociópatas,
fecalomas inhumanos
que exhiben su excrecencia
a golpes de Twitter
y pantallazos de Facebook,
noticias tóxicas
de verdades alternativas,
mentiras puras.
Vómitos de bilis opacas
que lo cubren todo
con un hedor indescriptible
que repugna.
Y tienen la indecencia de arroparse
en togas, hábitos, uniformes
y corbatas de sangre.
Y enarbolar banderas
Que contemplan incrédulas
el horror de matar,
torturar,
censurar,
asfixiar esperanzas
en aras de una ley
que pisotean y manipulan
para reescribirla
y cebar sus bolsillos y su gloria,
y esconder su incompetencia y sus esqueletos”.
Junto con “El aliento”, el poema más extenso del conjunto, y que es una vívida y reveladora descripción poética del Metro de Londres, y por argumento inductivo, de las grandes metrópolis, en los que con frecuencia nos sentimos alienados y deshumanizados como un número sin horizonte, recuerda, salvando las distancias, a otro libro esencial de la poesía del siglo XX, Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca.
“(…) El aliento,
El aliento de la ciudad.
SILENCIO
La voz automática recita paradas,
periódicos abiertos, libros, agendas,
semblantes absortos,
reflejos,
cristales de caras que se mueven.
Es el tiempo que desplaza la oruga de mil ojos
vadeando unos sueños”.
Por una parte, el aliento apunta a esa masa subterránea de personas sumergidas en el metro del amanecer que van camino de sus puestos de trabajo a levantar la ciudad. Mas, por otra parte, alude a ese aire desagradable, cuando no repugnante, que emana de nuestro interior. Se capta, pues, la ambigüedad y la ambivalencia de la vida social. Ante la falta de palabras para designar lo que experimenta el autor engendra neologismos, como “griste” (pp. 43 y 46), que fusiona un color y un sentimiento específico del paisaje de Londres.
El otro poema más extenso, y uno de los más emotivos, es “Asombrabas tímido”, una elegía por el pino del palacio, que “ya no es / sino en nuestra memoria”, después de haber presenciado tanta intrahistoria. ¿Acaso los signos de la escritura no son una forma de fijar la memoria de la vida? Como persona especializada en Historia, el autor es consciente y sensible a la relación indisociable entre memoria e identidad, humanidad y narración, que en nuestros días, ante el eclipse de las humanidades, sufre una crisis que tal vez se manifiesta en la desorientación política del mundo en que vivimos.
A lo largo de todo Salama es palpable la nostalgia por la tierra nativa abandonada. Precisamente la cuarta parte se titula Paisajes, y en ella percibimos que estos, al igual que en ese maestro de la poesía española, Antonio Machado, son estados del alma, concepción que si no me equivoco proviene del Romanticismo inglés. En otros poemas, como en “Destello de trigo” (pp. 80 y 81), además de recoger un vocabulario de la región que debe de estar en peligro de extinción, como hizo José Antonio Muñoz Rojas en ese inolvidable libro de poemas en prosa, Las cosas del campo, se experimenta el placer de nombrar, saborear el sonido de las palabras:
“Y la vida vuela:
cuervos,
cudiblancos,
avutardas,
alondras,
milanos”.
Por último, es justo mencionar el cuidado trabajo de la joven editorial Adeshoras, y las ilustraciones de Fernando Ferro Payero (Madrid, 1955), acordes con el lenguaje empleado por el poeta Javier Omeñaca: si este se sirve de un lenguaje simbólico para expresar su mundo interior, el ilustrador emplea figuras casi abstractas que permiten entrever algunos de los símbolos del viaje del poema, como el barco, que nos invita a imaginar las aguas que lo distancian de su lugar de origen, o bien una casa y un árbol, símbolos de la tierra nativa que en todo tiempo le acompaña durante esta larga travesía que es al fin y al cabo el viaje de la vida.
***
Sebastián Gámez Millán
__________________________
Nota
Salama. Javier Omeñaca Labarta. Ilustraciones de Fernando Ferro Payero. Editorial Adeshoras, 2019. ISBN: 978-84-1210-714-2.