Un mercedes rojo – José Luis Martín [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]

Un mercedes rojo – José Luis Martín [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]

El habitante del Otoño – Número especial

Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»

 

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Gemma Queralt Izquierdo – Acuarela [Ilustración para El habitante del Otoño]

 

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Un mercedes rojo

 

Es otra vez viernes. Para huir del hastío de un fin de semana que se presenta rutinario, Aristóteles al volante de su viejo turismo emprende de nuevo el viaje a ninguna parte. Como cada vez que este impulso toma forma en él, el afán de aventura que cuando baja las escaleras de su casa lo recorre de pies a cabeza se frustra en la carretera, toda vez que el caballo del deseo es refrenado con la serreta del atasco y las piernas sienten un estúpido nerviosismo impotente, angustia metafísica de las corvas ante la freudiana represión que impone el progreso al noventa y cinco por ciento de la población. Cinco kilómetros y ya ha blasfemado, cambiado tres veces de disco y bajado y subido la ventanilla otras tres. Su actitud es la de un trabajador cabreado más perdiendo estúpidamente el tiempo de descanso que la ley concede a todos los esclavos del sistema, uno más sin interés para ninguno de los ocupantes de cuantos coches circulan por esa misma vía a esa hora de la tarde. Es él quien empieza a observar con atención el Mercedes rojo que lo rebasa lentamente por la izquierda. Al principio atrae su mirada por ser rojo y Mercedes, luego porque sus dos ocupantes son jóvenes y mujeres. La curiosidad se vuelve afán al comprobar que lucen magníficos hombros, pues la conductora lleva un suéter blanco de cuello alto, sin mangas y la acompañante, un suéter negro, que cubre su cuerpo de alabastro dibujando un perímetro de muralla china, ondulado levemente por encima de los senos, menudos, erguidos, redondos, y por la vertical de los brazos delgados, firmes y suaves. Es muy llamativa esa indumentaria teniendo en cuenta la época del año, veintitrés de un noviembre frío como casi todos los noviembres. Las jóvenes son alegres, dicharacheras y fuman con placer y elegancia. No sienten las molestias del atasco. Se dan cuenta de que Aristóteles ha reparado en ellas. La acompañante lo mira directamente, sin disimulo, dice algo y luego lo mira la otra joven con la brevedad de quien tiene que atender a las contingencias de la conducción. Sin duda hablan de él en medio de las risas, incorporando la proximidad invasiva de su presencia al repertorio variado de cotilleos que están manejando. Al menos veinte minutos de circulación en paralelo, intercambiando miradas con la frecuencia que impone el mantenimiento de las formas, pero cada vez más evidentes, cada vez más retadoras. Al final ya alguna sonrisa de la acompañante con su pequeña dosis de coquetería y, cuando el tráfico empieza a ser más fluido y aparece el riesgo de que los coches se distancien, risas entre ellas y la conductora asiente a una propuesta de la acompañante. Esta le hace a Aristóteles ese gesto con la mano que significa síguenos. Aristóteles dice que sí con la cabeza y se mantiene a corta distancia detrás de ellas durante unos kilómetros. Luego aparece un camino a la derecha, la acompañante indica con el índice esa dirección y ambos autos giran. Empieza a embargar a Aristóteles cierto temor ante lo desconocido y una estimulante inquietud ante la promesa de aventura, que no olvidemos, era lo que él buscaba platónicamente cuando salió de casa. Se internan en un pequeño bosquecillo y llegan a una casa grande, con buena arquitectura, casi una mansión. Allí los autos se detienen. Aristóteles ve que la acompañante luce en el asiento del Mercedes unos hermosos muslos, que la suave falda negra con florecitas rojas está graciosamente remangada y que debajo de la falda hay sólo una piel rubia, sedosa y satinada. Lo ve antes de que ella se ponga un confortable abrigo negro con cuello de armiño al salir del coche. Casi ve también que la conductora no lleva sino el suéter blanco y debajo del suéter nada, y cubriendo las piernas, nada. Pero este detalle se le escapa porque, cuando la ninfa entra en su campo visual, ya se ha puesto su correspondiente tres cuartos de lana negra con cuello de astracán. Sí puede contemplar sus formidables piernas morenas, turgentes, septentrionales y su grácil caminar con decisión hasta la casa. A Aristóteles no le queda más opción que seguirlas o de otro modo haría el ridículo más espantoso. Así que llega hasta la puerta de la mansión y está a la altura de las circunstancias entrando sin llamar.

La rubia de piel nórdica lo mira mientras se sirve un Glennmorangie con poco hielo. La conductora sube a las habitaciones a cambiarse de ropa.

Me llamo Gema. Ella es Ágata ¿quieres un pelotazo?

Yo soy Aristóteles. Sin hielo, gracias. Sois dos piedras preciosas.

¿Tienes hachís o maría, bonito?

Ya veo que las chicas de la alta sociedad no pierden el tiempo en preámbulos.

Ahí está acertado, porque, si en su primera frase hubiera transmitido el desasosiego interior que lo consume, todo habría sido mucho más difícil para él. Pero la respuesta causa buena impresión a la ninfa rubia. Sonríe y sus ojos se encienden.

¿Entonces?

Algo hay.

Pues subo a ponerme cómoda y vas dándole aire.

Espero con ansiedad.

Está a punto de añadir corazón. No lo hace y el laconismo de sus respuestas empieza a encandilar a Gema que gira la cabeza para mirarlo con coquetería mientras sube las escaleras. Aristóteles se queda solo en el salón. Enciende la chimenea, toma un sorbo largo de whisky y saca una bolsita con marihuana. Antes de fabricar el petardo con suma habilidad echa una mirada a la estancia y ve que el mobiliario es de calidad y los cuadros están elegidos con elegante criterio. Luego mira por la ventana y piensa en su querida mamá que murió hace exactamente un año.

Las dos ninfas bajan las escaleras como diosas bacanales con sendos deshabillés y la rubia se dirige al equipo de música y pone a Casandra Wilson, que llena la estancia con su voz susurrante. En tanto que la morena enciende el regalo que Aristóteles le ha dejado sobre la mesita baja que hay cerca de la chimenea y llena el vaso de single escocés, sucede que, sin decir nada, la ninfa rubia, lo toma del cuello para recorrer el salón rústico al ritmo cool de Casandra Wilson, cada vez más pegadita al cuerpo de Aristóteles, el deshabillé cada vez más desordenado, que ya parece que se está desnudando para tomar una ducha. Él siente todo su cuerpazo blanco y firme acoplándose al suyo como una lapa, siente toda la humedad caliente de su aliento en la oreja derecha y siente la suavidad de la seda que acaricia con la mano izquierda por encima de la cadera. Así durante un minuto, dos, tres… Luego ella comienza a andar hacia las escaleras y él, cogido de la mano, detrás como un corderito, hasta que llegan al dormitorio. Aristóteles contempla el enorme camastrón y recuerda el título de un poema de Caballero Bonald: A batallas de amor, campos de plumas. Todo a partir de ahí es fragor jadeante, sexo sudoroso y deleites aumentados por el misterio de no saber exactamente qué está pasando.

El combate lo ha dejado exhausto. Gema le trae ahora un vaso con un líquido parecido al vino pero que no sabe a vino aunque está rico. Tiene un sabor fuerte y antiguo, y después, poco a poco, entra en un dulce sopor primero, luego en un profundo sueño, y duerme, duerme una hora, dos, quizás tres o cuatro y al despertar allí está Ágata, dispuesta a comenzar de nuevo con él, que ha perdido ya el control de sí mismo y se deja arrastrar por esos pechos morenos, firmes, suaves, por esa piel de seda oscura por la que pasa la mano una y otra vez mientras ella lo besa, lo besa por todas partes y maniobra hábilmente con sus manos, luego con sus caderas, ahora ya con todo su cuerpo, para que a Aristóteles le vaya creciendo más y más ese deseo que provoca movimientos tectónicos en las entretelas genitales y ya los fluidos quieren salir afuera. Y sí, otra vez exhausto, otra vez dormido, tras beberse otro vaso de esa pócima que sigue estando rica, y luego vuelta a empezar con Gema y otra vez la misma canción, Ágata de nuevo… hasta que por fin lo dejan descansar a un lado, pero ellas no descansan, porque ahora son ellas las que fogosamente combaten con una ardorosa pasión, se diría que frenética, pero muy, muy sensual, como si se acabaran de conocer y una atracción insoportable las volviera completamente locas de placer, y así están hasta por lo menos una hora que Aristóteles pasa contemplándolas y luego se quedan los tres dormidos unos sobre otros, las cabezas reposando en los vientres o en la curva de la espalda de Ágata que agradece el calor de la nuca de Aristóteles.

¿Hacéis esto muy a menudo?

Cada vez que nos aburrimos.

¿Y qué? ¿Amigas del colegio?

Mucho más que eso, pero tanta curiosidad es de mal gusto, ¿no te parece, bonito?

Aristóteles no sabe cómo, pero quiere indagar en la vida de aquellas dos mujeres, no por curiosidad chismosa sino para tratar de explicarse mínimamente lo que ha pasado y es así como empieza a encaminarse por derroteros que molestan a las ninfas, que comienzan a mostrarle un poquito de desprecio, muy sutil, pero que él percibe claramente y es entonces cuando pierde la seguridad otra vez y decide contraatacar, porque todo menos que unas niñas pijas lo chuleen.

Vuestros papis os financian esta vida tan intensa, lo tenéis todo al alcance de la mano… así que os aburrís a menudo. ¿Me equivoco?

¿Has oído?, qué chico tan maleducado.

Sí, hacía mucho tiempo que no venía por aquí un tipo tan rudo.

Mucho, mucho tiempo. Anda guapo, sírvete otro Glen y haz un porrito, a ver si se te pasa la tontería.

¿Esto qué es, el gineceo burgués vengándose del tercer estado en su vertiente masculina?

Vaya, el chico sabe construir frasecitas.

Y tiene conciencia de clase .

¿Le sacamos algo de comer? Con tanto trajín debe estar un poco debilucho.

Voy a cortar un poco de jamón. ¿Te apetece un poco de confit con el café?

¿Confit de foie? ¿Os gusta el flamenco?

Aristóteles ahora hace chistes malos y quiere cambiar el aire de la conversación porque no logra ubicar las intenciones exactas de sus anfitrionas y le están ofreciendo lo que más le apetece en este momento. Pero está inquieto, muy inquieto, porque presiente que ellas le están tomando el pelo y tampoco es cuestión de irse, pues sería irse con el rabo entre las piernas y algo de atractivo tiene todavía la situación por lo que pueda pasar, aunque lo sucedido ya es suficiente para contarlo a los amigotes un poco retocado y que lo admiren a uno, si no fuera porque Aristóteles no es de esa clase de tipos, es más bien un sencillo padre de familia con una vida interior atípica, pero sólo interior, un pessoa madrileño le gusta pensar cuando está de buen humor consigo mismo, él con su trabajo de comercial en la Wolkwagen y su enorme afición a la lectura de novelas y poesía que sus obligaciones domésticas no le dejan desarrollar suficientemente. Así que lo que quiere es no quedar por debajo de estos dos bomboncitos podridos de dinero, pero está completamente descolocado.

¿Me dais cobijo todo el fin de semana o me vais a echar a patadas cuando acabemos de merendar?

Pero ¿no querrás ahora que nos pongamos a hacer proyectos?

Yo pensaba que sabías disfrutar del momento.

¿Otro poquito de jamón?

Las dos espléndidas mujeres se ríen con carcajadas afiladas que hieren la pequeña conciencia egótica de Aristóteles, pero que le resultan lindas, corroborando lo que él siempre ha dicho, que lo que distingue a la clase alta del pueblo es que siempre sabe reírse con elegancia. Aristóteles sólo es capaz de comer más jamón y ellas le dicen que sí, que les gusta el flamenco, que los gitanos son muy machos, si lo sabremos nosotras, y que ya han oído el último disco de José Mercé. Se lo dicen todo al alimón, como adolescentes que juegan a reproducir conversaciones archisabidas con un desconocido. Afuera ha caído la niebla y las ocas ya no pululan en los alrededores del estanque, se han refugiado en un cobertizo y están calladas y quietas como temerosas de que llegue la noche.

Es muy tarde para irme ya, me quedo a dormir, ¿os importa?

¿A dormir?

¿A dónde te dirigías?

A la Ría de Arousa, voy allí cuando no soporto más Madrid ni a mi familia.

Así que, galleguito, te dan arrebatos de lobo estepario…

Me surgen necesidades básicas de vez en cuando.

Le preguntan por su trabajo y él sí responde, le preguntan por su familia y responde, le preguntan que si le gusta el fútbol y él dice que no.

Y vosotras ¿tenéis alguna actividad productiva?

Sí, pero más que actividad es pasividad, tenemos el dinero bien invertido y produce, vaya si produce.

Nuestro trabajo consiste en tener buenas relaciones, no se puede perder el tiempo con cualquier mindundi.

Compramos antigüedades para nuestros amigos anticuarios…

Compramos cuadros para nuestros amigos galeristas…

Conocemos a gente que sabe invertir nuestro dinero…

Les invitamos a pasar fines de semana con nosotras…

¿Siempre en esta mansión o tenéis más?

Vuelve a estar preguntón.

A la plebe no hay forma de meterle en la cabeza que las cosas se aprenden sacando conclusiones y no preguntando.

El cansancio se va apoderando de los tres, cansancio de sí mismos y de los demás. Se van a dormir. A Aristóteles le dejan una habitación en la parte baja de la casa y ellas se quedan en el coso, en el camastrón. Así pasan la noche. Por la mañana ducha, afeitado, perfumes ellas, incertidumbre él… Juntos otra vez en el desayuno, comen con apetito voraz, todavía tienen que reponer energías, café, bollos, confitura de arándanos, queso… alguien habrá que se encargue de tener el frigorífico bien abastecido. “Me voy a dar un paseo con Ginés” dice Ágata y se va. Tenía razón Gema, deducir era la mejor manera de obtener información. Aristóteles deduce que Ginés, el hombretón que sale con Ágata de una casita que hay delante de la mansión, con aspecto de estar acostumbrado a vivir en el campo, es el guardés, el encargado de que todas las cosas estén en su sitio. Los dos se adentran en el bosque por una linda veredita que se pierde en la niebla, pero no importa, los dos van muy bien abrigados y ella coge del brazo al hombretón. Aristóteles se queda a solas con Gema y siente cierta náusea por estar allí, pero no se va porque todavía no se ha hecho una idea completa de cuál es el juego. Se sienta y observa a Gema que trata de avivar el fuego para dar un poco de calor a la planta inferior. A la planta superior el calor se lo van a dar inmediatamente los cuerpos en lucha de nuevo, la sabia conducta ardorosa de Gema que sin duda debe haber leído Historia de O y se ha puesto unos cueros negros que someten otra vez la voluntad de Aristóteles proporcionándole un infinito placer, unos cueros negros que realzan el atractivo de ese cuerpo lechoso y firme de Afrodita de cómic, de amazona disfrutando tanto del placer carnal como de vivir otra vida en la piel del personaje que está interpretando.

II

Fue la conversación lo que le hizo comprender lo que había intuido pero no abarcaba en toda su amplitud. La oyó furtivamente por la tarde. Ágata había vuelto de su paseo con el guardés. Traía el pelo desordenado y cara de felicidad bobalicona. Él estaba bajando las escaleras. Retrocedió para escucharlas y dedujo. Dedujo que había sido un juguete, un mero instrumento de diversión y placer para aquellas dos ricachonas, cuya procedencia no podía ya averiguar, porque la casa era alquilada, el coche era alquilado, lo supo cuando intentó averiguar la matrícula, las identidades verdaderas estaban a buen recaudo, las empresas saben cómo funcionan estas cosas. Lo que encendía su rabia hasta el dolor era el desprecio que ellas sentían por los de su clase, por todos los que tenían que sujetarse a un horario para sobrevivir. Supo que el juego calculado desde que se miraron por primera vez en la carretera era habitual desde que murió papá, dos años después de casarse con Ágata, y decidieron vivir así y tenían todos los medios para hacerlo. Era lo que las sacaba de la rutina hipócrita de la buena sociedad a la que pertenecían. Y luego se reirían, como se reían del anterior, del que trabajaba en un gimnasio y decía la Gema y la Ágata. Se reirían de él y no podría hacer nada para vengarse porque, desde que el guardés le dijo “tiene que irse ya, no insista, las puertas están cerradas y usted ya no pinta nada aquí”, no pudo averiguar más de las dos ninfas, pobre Aristóteles.

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José Luis Martín

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Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo