¿Y si las ranas criasen pelo?
*
*
Se atribuye a Tertuliano, filósofo apologeta cristiano del siglo II, al parecer erróneamente, la afirmación “credo quia absurdum”, con objeto de subrayar la insignificancia de nuestra humana condición a los ojos (o al ojo, mejor dicho) de Dios y la abrumadora superioridad de la fe frente a los abigarrados productos del pensamiento racional. Es un gran consuelo creer en algo, porque es absurdo, porque desafía las leyes de la lógica aristotélica o los dictados de la lógica matemática contemporánea, o la melodía complaciente del sano sentido común. Ya no hay que “ver para creer”: hay que creer, sin más, y especialmente si se trata de un vástago de los “Disparates” del genial Francisco de Goya, o de los bufones de mirada difícil del no menos genial, Diego de Velázquez. El mundo de los hechos se nos ha vuelto escurridizo y mentiroso, y muy pocos confían en él, dado que estamos a merced de las trampas y tentaciones del ciberespacio. Pero, aun disuelta la objetividad en un universo tan caprichoso y poroso, porfiamos por creer, y cuanto más a ciegas, mejor. La confianza en las creencias habituales, como la de que existe una realidad más allá de la que fabrica nuestro cerebro o la que proclama la constancia e identidad del yo son piezas clave para nuestra supervivencia, como proclama Hume. Pero, ¿hace falta creer en tantas otras cosas que se nos antojan alejadas de la quimérica verdad y lo no menos quimérica belleza? Ya no creemos en los hechos, nos recuerda Chomsky, mas el fideísmo incontinente de nuestros días nos anima a consumir creencias.
El viejo tópico del “mundo al revés” proporciona un notable placer al intelecto, anima con fervor y devoción los deliquios y devaneos de la risa más sincera, esa diabólica manifestación de lo humano de la que habla, sin pelos en la lengua, el lúcido Charles Baudelaire en sus sesudos escritos sobre “lo cómico” y “lo grotesco”: “la risa es satánica, luego es profundamente humana”, escribe. Roguemos para que no nos extirpen jamás este monstruoso apéndice, porque si fuera así, la Humanidad estaría perdida, sumida en sus últimos estertores, a merced quizá de alienígenas de lejanas galaxias o de los arrogantes rinocerontes de Eugène Ionesco. Aunque en su Ars Poetica escribe Horacio que la risa brota cuando los motivos inadecuados e indecorosos penetran impunemente en el sereno mundo del decoro, lo cierto es que la gente de orden debe mucho a la realidad descoyuntada que se muestra, por ejemplo, en los cuadros visionarios de El Bosco, pues no es difícil deducir de imágenes como éstas, que el mundo al revés nos lleva irremisiblemente al pecado y reclama el castigo con las espadas en alto, los castigos del tórrido infierno en el muchos nos volveremos a encontrar, sin necesidad de recurrir a las redes sociales. Y es que lo absurdo no es subversivo, sino ejemplar. Esto no lo afirmo con el ánimo de llevar la contra a los dictadores, sino para complacer al espíritu del hierático actor John Wayne, quien encarnara tantos personajes “de orden” en las películas del Oeste que hacían las delicias de mi admirado Wittgenstein.
De un momento a otro, los amantes del pecado vamos a recibir nuestro merecido, nos van a poner al derecho como si estuviéramos haciendo el pino de tanto suspirar por dejar a nuestros hijos la herencia de un mundo razonable, en el que puedan tener un trabajo digno, no alienante, al margen de vanas promesas, un lugar donde vivir y crear nuevos valores afirmativos de la vida, y hasta recrear la amada vida con nuevos retoños que puedan ir sentados en los asientos traseros de los vehículos, en sus sillas homologadas, contemplando un mundo en el que todavía liben las abejas (bendita biodiversidad) y ensuciando la tapicería con alimentos no transgénicos.
El problema es que ya no me hace gracia escuchar las bravuconadas de muchos presuntos servidores públicos, vanagloriándose de las maravillas de su gestión, coreada por sus correligionarios y profetas, al borde del orgasmo o de castos estados beatíficos, en su caso, a la vista de la podredumbre y las corruptelas que se acumulan en este mundo al revés, en este mundo en el que a las ranas les ha crecido pelo, como a la mujer barbuda que tuvo a bien retratar, con una teta fuera, el pintor José de Ribera.
*

José de Ribera, «El Españoleto» – La mujer barbuda (Magdalena Ventura con su marido) [1631, Museo del Prado – Madrid]
*
Rafael Guardiola Iranzo