Bombones y champán
***

Wolfgang Amadeus Mozart – Die Zauberflöte – Der Hölle Rache kocht in meinem Herze [Marionettentheater Schloss Schönbrunn, Wien]
***
Carlos aceleró el paso mientras bordeaba la Plaza de Isabel II, las obras que todo lo inundaban de cascotes y suciedad parecían no tener fin, Lucía a duras penas podía seguir sus veloces zancadas mientras se recogía el vestido que se arremolinaba en sus tobillos. Un par de veces a punto estuvo de caer. Juraba en voz baja. Con un sofoco que agitaba su pecho, consiguió llegar al semáforo que parpadeaba, antes de cerrarse.
La maldita puerta rotatoria de la calle Felipe V estaba cubierta por una lona de obra que la hacía inaccesible, tuvieron que desplazarse corriendo hasta la entrada principal, en la Plaza de Oriente, para acceder en el último momento a sus butacas en el palco del Real.
Sin poder dejar los abrigos en el ropero, llegaron jadeantes a sus asientos. Parecían vendedores de mercadillo con el género arrebujado entre sus piernas.
Se levantó el telón, mientras la orquesta interpretaba las primeras notas de la Obertura, comenzaron a serenarse.
Como siempre, La flauta mágica evocaba en Carlos emociones profundas, seductoras, sublimes. ¡Amor purificador! ¡Arte en estado puro! Solía decir, con manifiesto desprecio de teorías simbolistas.
El final del primer acto lo devolvió a la realidad. Salieron rápidos a dejar sus abrigos y Carlos propuso una copa de champan mientras fumaban un cigarrillo.
No cuentes conmigo, dijo Lucía con un mohín de disgusto en el rostro, que no pensaba abandonar.
Siempre deprisa a todos los sitios, ¡esto se acabó! Y desafiante se dirigió hacia su butaca.
Sin inmutarse, Carlos salió a la terraza que se abría sobre la plaza de Oriente, sacó un cigarrillo, lo encendió con parsimonia y aspiró su aroma con los ojos fijos en la imponente mole del Palacio Real. Su mente iba una y otra vez a las melodías escuchadas, al magnífico montaje de La Fura y al sentimiento de perfección que lo embargaba cada vez que escuchaba a Mozart.
De pronto sintió el frío de la noche y comprobó que estaba solo, entró rápido al calor reconfortante del Teatro, y al sospechar lo peor, se dirigió apresurado a su butaca.
En efecto, las puertas de acceso a la sala ya estaban cerradas y dentro sonaba con fuerza la Marcha de los Sacerdotes.
Una joven con el rostro lívido por la ira trataba de acceder a su asiento ante la implacable oposición del acomodador.
¡Por favor!, ¡por favor! Repetía una y otra vez. Es mi primera ópera.
Al fin, apretó los puños, dio una patadita en el suelo y dijo lentamente mirando sus ojos:
¡Váyase a la mierda!
Y comenzó a sollozar con desconsuelo. Se dejó caer en un diván tapizado en colores turquesa que hacían juego con su vestido minimalista. Carlos se inclinó sobre ella ofreciéndole un pañuelo inmaculado. Observó sus ojos claros y no pudo evitar cierta turbación al aspirar el perfume que emanaba de su cuerpo. La joven lo ignoró dándole la espalda, buscó un trozo de tela con el que enjugarse las lágrimas y al no encontrarlo, sin volverse, levantó la mano derecha en la que Carlos colocó su pañuelo. Poco a poco cesaron sus sollozos.
No merece la pena llorar por culpa de un imbécil. Comentó Carlos para consolarla mientras admiraba su figura.
Era mi primera ópera, respondió irritada, luego giró su cuerpo para devolverle el pañuelo lleno de rímel y carmín. Sus piernas quedaron junto a las de Carlos que sintió un halago íntimo.
¿Conoces el Real?, le preguntó cortés y, sin esperar una respuesta, la invitó con un gesto a levantarse.
Al fondo está el restaurante, señaló Carlos mientras caminaban, el interior es bastante agradable, pero las vistas son horribles a esa plaza de las zanjas.
Mientras hablaba, recogió con su mano la cortina, y las luces amarillentas de la plaza mostraron al fondo, bajo el voladizo de un cine abandonado, las siluetas de los mendigos que preparaban, como cada noche, sus camastros junto a botellas de vino y suciedad. Soltó el brocado con motivos musicales y recuperó el discurso, que, por un instante, le pareció banal y falso.
Lo realmente impresionante es la plaza de Oriente y el Palacio Real vistos desde la terraza, continuó. Buscó un gesto en su rostro con la esperanza de que su cuerpo siguiera unido a él.
La joven se dejaba conducir como una autómata a través de las mullidas alfombras. Parecía una sombra que tomaba corporeidad, con los destellos de las lámparas, en los espejos rodeados de filigrana.
Al llegar a la antesala de la terraza, Carlos guiñó travieso un ojo, pasó tras un pequeño mostrador y salió triunfante con una botella de champan dos copas y unos bombones diminutos.
A grandes males, pequeños remedios, dijo intentando ser gracioso.
Y abrió una de las puertas para salir a la terraza silenciosa. La joven cruzó sus brazos desnudos al sentir el frío de la noche e intentó estirar su minúsculo vestido. Carlos colocó su americana sobre los hombros de la joven que por primera vez lo miró con detenimiento. Bebieron en silencio, una, dos, tres copas. Luego se presentaron y hablaron de cosas que a ninguno le importaban. Poco a poco se estableció entre ellos cierta camaradería.
Carlos entró a por otra botella. Se sentaron juntos en el suelo y brindaron por las estrellas conocidas, como terminaron rápidamente decidieron hacerlo por las desconocidas.
El frío parecía haberse detenido, la conversación se difuminaba en los efluvios del alcohol. Carlos colocó con suavidad una mano sobre las rodillas de la joven y muy despacio comenzó a deslizarla entre sus muslos. La joven entornó los ojos, se puso en pie sin dejar de mirarlo, caminó despacio hasta la puerta de la terraza, se volvió con una sonrisa perfecta, dejó caer la americana y desapareció.
Carlos apuró una última copa de champán, probó un bombón de chocolate con fondo de menta que escupió asqueado y apoyó su cabeza en la jamba de la puerta.
A lo lejos se oía la Reina de la Noche:
Der Hölle Rache kocht in meinem herzen…
***
Tomás Gago Blanco