Parque Norte
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Parque Norte
María camina veloz a través del parque próximo a su casa. Presiente movimientos tras de sí que acompañan sus pisadas. Sin volver la cabeza, acelera el paso y atraviesa la calle obligando a un coche a dar un frenazo. Los insultos del conductor se funden con la sensación de que el peligro se ha alejado por unos instantes.
Su mano enguantada sujeta la solapa del abrigo para protegerse de las heladas ráfagas de viento que arremolinan el pelo ante sus ojos. Las farolas iluminan retazos de asfalto húmedo por la pesada niebla de la noche.
Tiene las piernas entumecidas por el frío y la humedad. Con esfuerzo redoblado intenta alargar los pasos y alejarse de aquel paraje desierto de edificios y olvidado de noctámbulos, mientras una ligera llovizna comienza a lavar su rostro.
De nuevo la sensación de pasos furtivos que se acercan. Sobre la acera una sombra desconocida alarga su imagen.
“Un esfuerzo más”, se dice a sí misma, y con dificultad avanza una pierna tras la otra. Ya próxima a su casa, alarga la mano en busca de un apoyo inexistente.
En ese momento siente unos dedos viscosos rodeando su cuello. Incapaz de mirar atrás, abre la boca para buscar el aire de la noche.
“¡Auxilio! ¡Socorro!”, grita su cerebro. Pero los sonidos se niegan a salir de la garganta.
Otra sombra de niebla agarra su brazo con fuerza inquebrantable; siente por un instante que lo arrancan de su cuerpo. Las piernas, definitivamente trabadas; la mirada, ofuscada por la farola que ha decidido comenzar a iluminar su derrota. En su cara, la lluvia fina se mezcla con lágrimas desesperadas.
Con la mano libre agarra los dedos de aire que ciñen su garganta en un intento vano de liberación. Una risa cruel resuena lejana en la boca oscura que ocupa la calle de lado a lado y se esconde bajo su abrigo. Sumisa, cae blandamente sobre la acera. La sombra se retira y deja su cuerpo inmóvil, jadeante. Siente el brazo separado de su cuerpo, el cuello diminuto y sus piernas muy juntas atadas por la niebla.
De pronto, el ruido precavido de una puerta que se abre lleva una bocanada de aire fresco a sus pulmones y abre los ojos a la noche. Unos puntitos fosforescentes sobre la mesilla marcan las 04:30.
Bajo su cuerpo, el brazo izquierdo se le ha quedado inmóvil, como muerto. Siente las punzadas bajar por su hombro y sus dedos inflamarse como globos llenos de agujas. Se ayuda con la mano derecha para colocar el brazo inerte sobre el cuerpo; luego, con lentitud, desenvuelve la sábana que su inquietud le ha enrollado al cuello. Un sudor frío empapa el camisón que traba sus piernas. Se levanta de la cama con un suspiro profundo. Aunque su brazo sigue paralizado, sabe que es suyo por el leve cosquilleo de la punta de los dedos.
Camina descalza hasta la ventana, aparta los visillos y, con la frente pegada a los cristales, observa los árboles del parque. De la calle se filtra una luz tenue y una hoja que se adhiere con estrépito al cristal de la ventana golpea su corazón y acelera su respiración vacilante.
Se retira el cabello de la cara y levanta la cabeza con los ojos entornados. Con la mano sobre su pecho busca alejar el pánico de la soledad. Es entonces cuando, reflejada en el cristal, ve que una sombra avanza silenciosa hacia su espalda.
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Tomás Gago Blanco