Ucronía: Misión Pedagógico-Social en Sanabria [Zamora, Julio de 1934] – Tomás Gago Blanco
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Ucronía: Misión Pedagógico-Social en Sanabria, Julio de 1934
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I
Ésta, mi primera crónica para el periódico El Sol sobre las Misiones Pedagógicas, pretende acercar a los hombres y mujeres de las ciudades, y en concreto, a los habitantes de Madrid, la encomiable labor que estas escuelas recreativas ambulantes llevan a cabo por la España interior con notable esfuerzo y generosidad.
Las Misiones, que surgieron con fuerza en el año 1931 con la llegada de la República, agonizan escasas de recursos tres años después, sobreviviendo más por el esfuerzo desinteresado de los que con entusiasmo se entregan a la labor misionera que por el apoyo gubernamental que reciben.
Según palabras del presidente del Patronato Manuel Bartolomé Cossío, se pretende con ellas “llevar a las aldeas más pobres y olvidadas algo de lo que otros aprenden por estar cerca de donde lo enseñan.”
Estas escuelas, según Cossío, “son para todos, chicos y grandes, hombres y mujeres, pero principalmente para los grandes, para los que se pasan la vida en el trabajo, para los que nunca fueron a la escuela y para los que no han podido volver a ella desde niños”.
El mes de mayo de éste mismo año visitó La Residencia de Estudiantes, donde cursaba mi último año de periodismo, Don Alejandro Rodríguez Álvarez (Casona), dramaturgo, inspector de Primera Enseñanza, y estrecho colaborador de Cossío en el Patronato. Su intención era animarnos a participar en la tarea de las Misiones Pedagógicas. El salón de actos estaba abarrotado mucho antes de iniciar la conferencia. Allí estaba Federico García Lorca que organizaba su Barraca, Luis Buñuel, Dalí, Pepín Bello con su bigotillo rubio y teatral y otros muchos jóvenes animosos.
Casona nos transmitió su ilusión por participar en una actividad, que sin tener remuneración económica alguna, tenía como gratificación personal, la satisfacción de ayudar a los demás.
El propio Casona que había sido nombrado director del Teatro del Pueblo hacía apenas un año, expuso con ardor juvenil la necesidad de nuestra colaboración para continuar la ingente y solidaria labor que llevaban a cabo las Misiones Pedagógicas.
La Misión que nos proponía se iba a centrar en Sanabria, tierra hermosa y pobre donde las haya.
Debo confesar que en mi decisión influyó tanto el deseo de aportar mi modesta contribución misionera a los habitantes de aquellas tierras, como mi ascendencia zamorana.
Las tierras de Aliste, donde tengo lejanas raíces, tan pobres como las de Sanabria, están quizás menos olvidadas por su orografía y proximidad a Portugal. La frontera que hermana la miseria entre estos dos pueblos allegados se vigila celosamente para evitar el miserable contrabando de tabaco y café a ambos lados de la raya. Así llaman los habitantes de los pueblos fronterizos aquella línea difusa que discurre entre montes de robles jaras y codesos.
Con los medios puestos a nuestra disposición por el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, en julio de 1934 partimos hacia Sanabria para llevar a cabo la Misión.
Conforme nos acercábamos recordaba las palabras de Unamuno cuando al referirse al escenario de su novela “San Manuel Bueno, Mártir” decía en su prólogo: “Escenario hay en SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR, sugerido por el maravilloso y sugestivo lago de San Martín de Castañeda, en Sanabria, al pie de las ruinas de un convento de Bernardos y donde vive la leyenda de una ciudad, Valverde de Lucerna, que yace en el fondo de las aguas del lago…”
Llegamos a El Puente, localidad situada aproximadamente a 15 km de San Martín de Castañeda un lunes de mercado.
La sorpresa que causó en aquellas gentes ver llegar la caravana misionera motivó el asombro de todos y el recelo de muchos. Nosotros tratamos de combatir su desconfianza mezclándonos con los lugareños e interesándonos por los productos del mercado.
Me sorprendió la presencia de una joven vestida a la usanza de la ciudad que era saludada con respeto por los que regentaban los puestos a los que se acercaba.
Llevaba un pesado capazo de esparto en el que había colocado una compra heterogénea de queso, garbanzos, huevos, acelgas, hilos, botones…
Al darse cuenta de nuestra presencia se acercó sonriente.
“Hola, soy Ana”. “Anastasia”, rectificó. “La maestra de San Martín de Castañeda. Me alegra que por fin os acerquéis a estas tierras abandonadas de la mano de Dios y de los hombres”. Y nos fue saludando uno a uno con un ligero rubor en su rostro.
Viendo nuestros intentos por acercarnos a aquellas gentes desconfiadas, a las que comprábamos cuanto estaba a nuestro alcance para ganarnos su confianza comentó:
“Tienen miedo de que les pidáis dinero, y tampoco quieren que saber nada de política. Como dicen ellos, ya están escarmentados”.
Luego, recordó la coplilla que un pastor viejo le recitó un día al salir de la escuela, cuando supo que venían los misioneros, mientras le guiñaba pícaro un ojo legañoso y reía enseñando su boca desdentada.
La política para los políticos
La mujer a ratos
Y el vino a cualquiera hora…
Ana bajaba un lunes de cada mes al mercado de El Puente para adquirir lo que necesitaba y no podía conseguir en San Martín de Castañeda.
Bajaba caminando y subía, en el mejor de los casos, a lomos de un burro si coincidía con algún campesino que se compadecía de ella.
La invitamos a compartir la cabina del camión donde llevábamos los decorados del teatrillo y, dando tumbos, no dirigimos a San Martín.
En el trayecto nos contó la historia de aquel mercado espontaneo que encontramos en El Puente.
Este pueblo, nos dijo, surgió en torno a una ermita próxima al puente románico sobre el río Tera, destruido en el siglo XVIII por el ejército portugués, que comunicaba la margen izquierda y derecha del río.
Unas míseras casas servían de cobijo a las familias que regentaban un par de molinos, que a su vez daban servicio de molienda a las aldeas próximas.
El lunes era el día más adecuado para moler los cereales, ya que el resto de la semana podía dedicarse a cernir las harinas y hornear el pan. Esta costumbre motivó que de forma espontánea comenzase el trueque de productos propios de la tierra, como lienzos, aceite, o miel, más adelante se introdujo la compraventa de ganados y herramientas de labranza: hoces, trillos, azadas…
Ana hablaba con un poso de resignación por la miseria de aquellas gentes humildes.
Todo lo que nos contó durante el trayecto fue un pequeño anticipo de lo que posteriormente nos encontramos.
Al llegar a San Martín de Castañeda, el ruido de los camiones sorprendió a los niños que jugaban a la sombra del monasterio quedando suspendidos en un silencio expectante.
Los viejos, sentados en bancos de cantería a la entrada de sus casas, se mostraban ajenos e indiferentes, como si ya nada pudiese alterar el discurrir de sus vidas.
El alcalde nos distribuyó por las casas de los vecinos que se habían ofrecido a darnos alojamiento.
Más tarde, en una especie de concejo abierto convocado por el alcalde, los vecinos se acercaron recelosos, primero los niños, luego las mujeres. Algunos hombres no acudieron de inmediato, afirmaban su independencia continuando con las tareas agrícolas que los ocupaban. Mientras, el gramófono desgranaba coplas castellanas, gallegas y asturianas, coplas próximas y familiares.
Finalmente Alejandro Casona se dirigió a los vecinos poniendo en su boca palabras de Cossío: “El gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos, ante todo, a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas, a las más abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo; pero que vengamos también a divertiros…” El discurso continúa mientras todos escuchan con respeto, al finalizar algunos sonríen, otros temerosos guardan silencio, los menos vuelven a sus casas.
Francisco, un estudiante de Derecho, les explica lo que pensamos ofrecerles:
“Os traemos en estampas templos y catedrales, estatuas, cuadros de pintores famosos que están en los museos. Os traemos teatro y música y cine. Os traemos libros que cuando nos vayamos quedarán en el pueblo para formar una biblioteca. Somos una escuela ambulante donde no hay que estudiar libros ni pagar matrícula, venimos a daros algunas cosas de balde, pero sobre todo venimos a divertiros”.
Los aplausos, primero tímidos y luego generosos cerraron los discursos. Luego, aprovechamos las últimas luces para leer poesías de Machado y de Lorca. Al finalizar, alegres y confiadas las gentes del pueblo se fueron alejando hacia sus casas.
La vivienda de Anastasia está en la misma sala de la escuela. La cama, un pequeño fogón, una mesa camilla y una silla de recia madera son todo su mobiliario. La escuela está separada por un cobertor de aquella miserable e inhóspita vivienda.
Durante los días que duró la misión, Ana nos contó con su voz tranquila y una luz en sus ojos que a todos nos atrapaba, sus primeros días en aquel lugar olvidado.
San Martín de Castañeda era su primer destino una vez aprobada la oposición.
En septiembre del año anterior, llegó al pueblo acompañada de su marido Tomás. Ana y Tomás apenas desposados tuvieron que separarse. Tomás era hijo de un agricultor acomodado de Forillos de Aliste que junto con sus hermanas llevaba la labranza familiar. Al no poder abandonar sus ocupaciones la acompañó cargando su pequeño ajuar sobre una bicicleta y así llegaron a San Martín una fresca mañana de Septiembre.
Visitaron al alcalde y este les indicó el edificio donde estaba la escuela y la vivienda del maestro, todo en la primera planta de una casa del pueblo. La planta baja la ocupaba el establo donde se recogía el toro que servía de semental para las vacas de San Martín y pueblos vecinos.
El primer día que quedó sola, Ana lloró por la mañana y por la noche. Solo las clases calmaron un poco su ánimo alejando momentáneamente la sensación de soledad.
El tercer día de clase a la salida de la escuela se presentó Agustina, madre de Josefa. Josefa era una niña despierta, de aspecto sano y vestidos siempre limpios. Era la única niña que sabía leer y entender lo que leía.
Agustina era una mujer breve y nerviosa, de pecho liso y ánimo resuelto que disfrutaba con las labores del campo y sentía el agobio de las tareas domésticas encerrada entre las cuatro paredes de su casa.
“Que dice el Teodomiro”, dijo la mujer retorciendo el mandil entre sus manos enrojecidas por los sabañones, “que la rapaza pué quedarse con usté, por la compaña”
Ana le agradeció su generosidad esforzándose por no parecer grosera cuando rechazó con una sonrisa el ofrecimiento.
Desde el primer momento había visto que todos los niños estaban infestados de piojos.
Este problema lo trasladó a la inspección y la respuesta fue que mandara para casa a todos los que tuvieran parásitos. Con el fin de no dejar vacía la escuela, Ana dedicó desde entonces una tarde a la semana para inculcarles a los niños hábitos elementales de higiene.
Las primeras semanas, Ana se despertaba sobresaltada con los mugidos de aquel animal descomunal que escarbaba el suelo con sus pezuñas y golpeaba el pesebre con sus astas en un intento permanente por liberarse. A veces, las vigas del techo crujían levemente y Ana pensaba que el suelo se hundía bajo sus pies y ella caía envuelta en tablones apenas desbastados sobre aquel animal que turbaba sus sueños.
En verano por los resquicios de las tablas subía hasta la escuela un olor agrio a heces y orín que los niños no sentían por estar acostumbrados y que Ana soportaba abriendo un angosto ventanuco en la parte más alta de la pared, justo al lado de la cabecera de su cama.
Ya era noche cerrada cuando nos retiramos a descansar.
Dejamos a Ana con sus recuerdos y un brillo de esperanza en sus ojos profundos cuando nos despidió a la puerta de la escuela.
***
II
Al día siguiente se montó el teatrillo a espaldas del convento, en la explanada que se abre como un muro ancestral entre la iglesia y el pueblo. Los técnicos instalaron los altavoces y la pantalla para el cine. Se descargó la máquina y los acumuladores quedando todo junto a la iglesia monacal semiderruida.
“Sin luz no hay cine”, dijo algún desconfiado.
“Dice la maestra que traen aparatos para hacer luz”, respondió otro.
Los niños se mezclaban sonriendo con los que montaban los aparatos. De todos los milagros que aquellos días descubrieron sin duda fue el cine el que marcó definitivamente sus vidas.
Cuando cayó la noche, a la hora anunciada, los niños se sentaron en el suelo y en los bancos de la escuela, las mujeres trayendo sillas de sus casas hicieron círculo en torno a la pantalla, luego se fueron acercando los hombres, algunos con tajos rústicos de tres patas otros permanecieron de pie apoyados en las paredes de las huertas o en los camiones, con un cigarro apagado colgando de sus labios.
Los días que permanecimos en San Martín de Castañeda, José Val del Omar, artista granadino, o poeta del cine como algunos lo llamaban, fotografió aquellas gentes que al principio se asomaban temerosas a las puertas de sus casas. Solamente venció su desconfianza después de la primera película que proyectaron los técnicos y camarógrafos que lo acompañaban. Aquella primera noche, más que asistir a una proyección de cine parecía que estaban en la iglesia. Solo cuando aquel mundo de fantasía los invadió por completo se sintieron liberados de la desconfianza que los atenazaba.
Val del Omar provocó una conmoción con las películas de dibujos animados, pero sobre todo con las de Charlot, que tanto hacían reír a aquellas gentes.
Los aldeanos pensaban que hacíamos milagros cuando veían las imágenes del cinematógrafo o cuando en las sesiones al aire libre una hermosa voz de soprano se escapaba del gramófono.
“Me ha curado la tristeza” dijo una mujer secándose las lágrimas con la punta del delantal. Ese era el milagro.
La asistencia sanitaria de la misión corrió a cargo del médico misionero Germán Somolinos que tuvo que asistir a la muerte de un niño.
Eran frecuentes los casos de anemia perniciosa y bocio endémico sobre todo entre los niños, lo que les provocaba cretinismo en los casos más agudos.
El botiquín y los medicamentos que llevábamos quedaron en la escuela al cuidado de Anastasia.
Por las tardes se dieron clases de divulgación higiénica, puericultura y aseo personal. Se explicó la necesidad de una alimentación equilibrada y el misionero agrónomo, ayudado por algunos campesinos, puso en cultivo junto a la escuela una parcela de terreno con agricultura específica, teniendo en cuenta las características del terreno, con el fin de mejorar el rendimiento de un suelo empobrecido.
Se trató de introducir la rotación de los cultivos y se les entregaron variedades de semillas de maíz y centeno altamente productivas y muy resistentes a las condiciones extremas del clima de la región.
Se puso en marcha un comedor escolar. Se desinfectó la casa de Anastasia, la escuela y el comedor escolar, encalándose las paredes de blanco y los zócalos de añil.
El tercer día, cuando se preparaba el teatro de guiñol con decoraciones de Ramón Gaya pintadas al temple, Ana salió corriendo hacia la entrada del pueblo sin motivo aparente. Por el camino de tierra prensada venía un hombre con el rostro curtido por el sol y una luminosa sonrisa. Sus manos firmemente agarradas al manillar de una bici sucia de polvo y grasa antioxidante.
Anastasia posó sus labios en la mejilla de aquel hombre y luego caminó cogida de su brazo hasta donde nos afanábamos con aquellos fantoches de madera y telas decoradas.
Tomás, el marido de Anastasia, llevaba en su bici unas pequeñas alforjas repletas de provisiones, a su espalda, una mochila voluminosa con una manta hecha de retales de vivos colores y un manojo de pizarrines para los niños toscamente tallados.
Más tarde, parte de aquellos manjares nos los ofrecieron generosa y desinteresadamente en su casa.
Cuando el marido de Anastasia se quitó el sombrero de fieltro empapado de sudor, su frente parecía pintada de blanco en un rostro de bronce. La parte oculta al sol era de una blancura desconcertante, tenía el pelo rizado en suaves bucles dorados y los ojos azules, como un personaje mitológico sacado de un lienzo de Rubens que hubiera sido arrojado en aquella desolación.
A su lado, Anastasia, de piel morena y cabellos oscuros, con sus inmensos ojos negros, parecía un hermoso astro abrasado por un sol desconocido.
Aquella noche comimos pan recién horneado, queso curado de oveja y embutidos con un agradable aroma a humo de jara y roble.
En una jarra de barro, mezcló Tomás vino de aguja con azúcar y canela, lo arrimó al fuego mortecino y cuando estuvo tibio se dispuso a repartirlo entre los que allí estábamos. Anastasia sacó tazas sin asa, vasos de distintas formas y tamaños, hasta el cuenco donde recibía la leche que le traían recién ordeñada todas las mañanas.
Aquel sabor suavemente templado nos alegró hasta muy entrada la mañana.
Ana y Tomás formaban una pareja singular. Él, un hombre sin apenas estudios tenía una conversación agradable y profunda. Conocía las obras de teatro de Lope y Calderón y en su pueblo organizaba en las fiestas obras de teatro y clases para adultos, “para que aprendan a escribir y las cuatro reglas”, decía sonriendo.
Pero cuando sus ojos adquirían una viveza especial era cuando hablaba de la caza. En esos momentos oíamos el murmullo de los arroyos y nos sorprendían los saltos de las liebres intentando escapar de los cañones bruñidos de la escopeta.
Anastasia sonreía y callaba. Parecía que se retiraba voluntariamente a un segundo plano donde se mostraba en plenitud toda su juventud y hermosura.
Como encargado de dramatizar nuestro romancero, cada atardecer, me rodeaba de niños de ojos limpios y expectantes que sentados en el suelo no quitaban los ojos de mi cara y de mis manos mientras recitaba La loba parda, o El Conde Olinos. Algunas veces, el más atrevido, imitaba mis gestos y recitaba otra versión que la trasmisión oral había modificado las noches de invierno al amor de la lumbre.
El teatro era apreciado sobre manera por aquellas gentes. Casona contaba para las representaciones con un entusiasta grupo de actores, en su mayoría estudiantes universitarios que aportaban una entrega inquebrantable.
Luisa Galán actriz de las misiones, tuvo un papel destacado en todas las representaciones por su profesionalidad y dedicación. Había realizado pruebas ante Federico García Lorca para entrar en la Barraca. Finalmente rechazó trabajar con Lorca y decidió continuar con Alejandro Casona porque su teatro estaba destinado a las pequeñas aldeas y era más pedagógico y menos artístico que La Barraca.
Como jóvenes ingenuos que éramos aprendimos muchas cosas. Ésta misión fue una lección para algunos de nosotros, pues en Galende y Ribadelago tuvimos que dormir en posadas infectas y en jergones llenos de chinches.
En el museo Circulante se llevaban copias hechas por Agustín Vayas, siempre alegre con su cara redonda, su bigote negrísimo y su rostro juvenil. Agustín realizó copias maravillosas de los cuadros del museo del Prado.
El primer cuadro que se desembaló fue Los fusilamientos. Val del Lomar lo colocó en el balcón del ayuntamiento del pueblo y se puso a explicar el cuadro y la guerra que representaba. Cuando se colgó en el museo ambulante los niños se asustaron.
Entre las mejores copias destacaban las reproducciones del Retrato del príncipe don Carlos, de Sánchez Coello y El Niño Dios Pastor, de Murillo.
Fuimos testigos de una escena estremecedora cuando una niña se acercó a tocar el lienzo creyendo que la carne era de verdad. Nunca había visto un cuadro.
Se colgó aquel Prado portátil en locales del pueblo. La gente entraba como en un lugar sagrado. Se quitaban la gorra y alguno hasta se santiguó al ver las escenas religiosas de los lienzos. Algunas de aquellas copias se regalaron al final de la misión a los pueblos y aldeas de Sanabria para que decoraran el ayuntamiento y las escuelas.
El día que abandonamos San Martín de Castañeda camino de Ribadelago Anastasia no pudo ocultar la emoción que la envolvía. En aquellos días se hizo amiga de confidencias de Luisa Galán, con la que daba largos paseos charlando animadamente. Iban siempre envueltas por la risa de Anastasia que tejió entre ellas unos lazos de amistad que perduraron en el tiempo.
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Tomás Gago Blanco
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Webgrafía:
- http://Memoria de la Misión Pedagógico-Social en Sanabria (Zamora) ; Resumen de trabajos realizados en el año 1934 (1935) – Patronato de Misiones Pedagógicas (Madrid)
- http://Las misiones pedagógicas: educación y tiempo libre en la Segunda República Francisco CANES GARRIDO*