Tourette
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Hoy camino la Gran Vía con desgana y memorizo las miserias que la ciudad muestra, como costras de heridas que supuran, arañazos en los ojos, tintineo de infectados que se acercan en exceso, todas alineadas junto a las paredes de las tiendas, de las cafeterías, de los escaparates con joyas de diseño.
No es largo mi camino, pero son muchos los que viajan cada mañana desde los oscuros suburbios para mostrar su miseria, para buscar la compasión de los que paseamos, cansados de su exhibicionismo permanente, de su voluntad inquebrantable, de su mirada de desesperación falsa. Si cierro los ojos puedo nombrarlos sin error, los he contado muchas veces, con el roce de la moneda en el vaso de plástico, sucio de babas y rencor, y el olor perenne que es su más preciada posesión.
Y paso como muchos, como todos, ya sin verlos, porque forman parte de los escombros de la sociedad que el tiempo merma y expulsa como un sueño molesto, como una digestión pesada, un catarro de invierno.
La lluvia esconde a los que no tienen puesto bajo las marquesinas, porque la propiedad privada no desaparece en la desgracia. Todos defendemos nuestro reducto de basura de colores, de oscuros desechos, de brillantes despojos que arrojarán a la basura cuando nos vayamos.
Oigo un grito a mi espalda, no me vuelvo, no va conmigo. Unos pasos más y el grito se hace eco, es un grito desesperado, de zozobra, de pánico e impotencia.
Busco con la mirada. Una mujer joven, con los estragos de la vida en su rostro balancea un cuerpo enjuto sobre la alfombra de mantas. Un carro de la compra rebosa sucio de trapos y ovillos de lana. De nuevo el grito sale de su boca, el mismo grito, idéntico movimiento, y luego otro y otro. Parecen sincronizados, seis balanceos y un grito, rara vez los gritos se repiten sin los tics motores.
Teje muñecas de colores, con las trenzas rubias, azules, negras. Yo veo sus hijas de ojos rotos y bocas punteadas crecer entre sus dedos. Las gesta sin atención ni delicadeza, como una madre que olvida sus deberes, para colocarlas con descuido junto a sus hermanas yertas. A su lado, en un montón informe, todas esperan la mano con dedos torcidos de la madre para que las arroje al carro de óxido y plástico cuando llega la tarde, para retener el viento espeso en la ciudad inhóspita de la indiferencia, con el grito que las mantendrá despiertas, porque dormir es morir ante los que pasamos.
Hay que mostrar el infortunio que produce congoja y solidaridad, la mendicidad huérfana de incentivos no sirve para nada, no ayuda a pasar la noche ni a pagar la pensión destartalada que la vieja prostituta ofrece por unas monedas.
Cuando regreso a ninguna parte, porque el mundo es ajeno a todos, llevo en la memoria el grito distorsionado, el gesto repetido que el autobús oculta con su atractivo color azul y los viajeros de fiesta, mujeres hermosas y hombres educados. Por fortuna hay jóvenes que atraen nuestra mirada con cuerpos armoniosos y risas que ocultan que estamos hermanados por el síndrome que a esa mujer ha colonizado inexorable.
Yo abro los ojos para una mejor visión, tú arrugas la nariz porque piensas que tu respiración lo necesita, aquel aprieta los labios y procura que parezca una actitud de autoridad, o un cierto malestar por el trabajo mal remunerado, el otro habla solo, o sonríe, o mueve los hombros.
Todos llevamos nuestro síndrome en el bolsillo a la espera de que nadie repare en nosotros, en nuestro movimiento espasmódico que la educación reprime en sociedad, en nuestro parpadeo innecesario, en el incesante tragar saliva porque se derrama por las comisuras de la boca cuando hablamos. Nos mostramos prestidigitadores o payasos que gesticulan para despistar la presencia de los movimientos convulsivos que contraen nuestra voluntad y nuestros músculos.
Solo la mujer solitaria con sus muñecas de colores ha permitido que su trastorno la cubra de dignidad y compañía. Cuando en su lejana adolescencia se ensimismaba en un rincón solitario y olvidado, su cerebro elaboró un complejo mundo, compañero sin risas ni desprecios. Le bastaba su cuerpo con hombros que se encogen, el brusco movimiento de cabeza, la boca torcida, y las palabras soeces salpicadas de ladridos y de frases que solo su boca significa.
No importa que su cerebro, sin trabas ni reglas habituales colonice su cuerpo y su voluntad. Ella sabe que mantiene un espacio puro e inaccesible, está a su lado, bajo la lluvia y con el sol que agosta voluntades, nadie ha podido separarla de sus hijas de trapo, de sus agujas torcidas, de su voz oscura para despertar la colección de niñas muñecas que asoman por los bordes de la bolsa sucia de acera y polución, de humo de coches, de noches de frio y soledad. Y lo que es una alerta para los que cada día pasamos a su lado se ha convertido en una repetición inasible que alimenta su insomnio y su olvido.
Yo regreso y la miro con descaro, como si la conociese, para empaparme de vergüenza y de culpa desde el anonimato de los que caminamos, con el viento frío de la mañana, veloz para evitar contagios con olores a tristeza, con la miseria que se muestra sobre las aceras, como si una exposición de infortunio estuviera desplegada cada día en la feria insensible e infinita de la vida.
Los escaparates de lujo y de regalos, la ropa elegante, el aroma a dinero y suficiencia sirven de contrapunto y de pantalla, son la niebla que los dioses ponen en nuestros ojos, como en Ilión pusieron frente a Aquiles para proteger a Héctor, hasta que consideraron llegada la hora de su descenso al Hades.
Entre toda la indigencia expuesta, donde cada metro tiene su rincón de despojos, su mirada sin esperanza busca conseguir la máxima atención, la llamada más despiadada en busca de las últimas monedas que sobran o que pesan demasiado en el monedero. En ese mundo marginal hay una lucha soterrada para no dejar a nadie indiferente. Hasta el borracho que se masturba desafiante bajo su manta de orines y de vino busca la atención que destelle a la costumbre de caminar entre escombros de personas, piltrafas que se ocultan cada noche para volver reverdecidas con la luz de la mañana.
Yo entro en el edificio que pulen sin descanso y limpia un ejército de empleados sin olvidar el grito tóxico que me acompañará cada día, aunque se aleje, aunque cambie de acera o de barrio.
He intentado olvidar sus muñecas con lana de colores, como frágiles hijas para sentir la compañía de alguien cercano, que no rechace su boca torcida, su grito repetitivo y grosero que araña el alma y escarba en la memoria para quedar grabado y que yo restriego cada noche con el estropajo del sueño y no consigo eliminar.
Sé que su garganta se cierra al aire que respira y sus ojos se vuelven ciegos sin su gesto vulgar y su grito de socorro. También sé que todos desaparecimos de su mundo hace mucho tiempo, mucho antes de que su garganta olvidara las palabras y su cuerpo oscilara errático e imprevisible, después de que su voluntad se apagara como la sonrisa que se aleja en los labios de un desconocido.
Ayer no estaba, ni mañana la veré, hace falta fiereza para mantener la almena inconquistable, la primera fila del teatro cotidiano, para asegurar el espacio abierto a las miradas, donde mostrar el último invento del horror, la mayor bajeza, el dolor extremo, la soledad que hermana.
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Tomás Gago Blanco