Dies Irae [Relato]
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Dies Irae
I
Un instante antes del disparo vio encenderse la sorpresa en aquellos ojos aborrecidos y familiares.
El retroceso de la escopeta le golpeó con fuerza en el hombro derecho. Estaba acostumbrado a su manejo, sin embargo, el cañón se elevó hacia el cielo con un impulso repentino. Sin comprobar el resultado del impacto bajó con suavidad la llave de percusión del cañón izquierdo. Giró el cierre del arma y el cartucho percutido salió expulsado con fuerza entre una nube de humo. Extrajo la munición no utilizada y acarició la filigrana del guardamano, como hacía después de cada tiro. Se colgó el arma al hombro, achinó los ojos, y caminó despacio hacia el pueblo a través de los trigos que siseaban a su paso al inclinar las espigas doradas. Podía oler la sangre al salir a borbotones de la herida que empapaba el polvo del camino. Él era cazador y esas cosas las sentía. Los pájaros silenciaron su canto y el eco de la detonación se perdió por la ribera. Fue un instante de silencio, donde las pisadas del hombre sonaron con golpe seco sobre la tierra cuarteada. Luego, las cigarras reiniciaron la sinfonía cotidiana del estío.
II
El padre llevaba el traje de pana negra de los domingos. Le punteaba la barba en las zonas que el pañuelo no le tapaba la cara. La madre se acercó al féretro, deshizo el nudo y comprobó que la boca permanecía cerrada. Luego, miró al hijo pequeño y le hizo un gesto para que abriera la puerta de calle. Las comadres entraron en tropel a buscar los asientos dispares esparcidos por la habitación para iniciar el velatorio.
El hijo mayor, con la mirada torva, se revolvió en su rincón. Luego, con la boca torcida y las uñas clavadas en la palma de la mano salió a grandes zancadas.
III
Cuando el padre supo que iba a morir los llamó a su lado.
—Tú, eres cazador, jugador y pendenciero —dijo al primogénito—. Y yo, quiero asegurar la permanencia de lo que he creado.
Tu hermano entiende el campo, cuida las máquinas y mira por tu madre.
Las tierras son por mitad para cada uno. Pero el tractor, los aperos, y el resto de la maquinaria serán de tu hermano.
Luego cerró los ojos y sintió la mirada de odio de su hijo.
—¡Ya veremos! —dijo el mayor, que apretó la boca y salió con los puños cerrados del dormitorio donde su padre agonizaba.
El hijo pequeño se secó una lágrima que resbalaba por su rostro y tocó con la punta de los dedos el pelo ralo de su padre.
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Tomás Gago Blanco