Falsos aromas [Relato]
***

***
Falsos aromas
El primer día que despertó con la luz ofensiva de la mañana en todos los rincones, fue cuando tuvo conciencia exacta de que estaba solo. Totalmente solo; con el silencio acurrucado en cada rincón, con la soledad a los pies de la cama, junto a las zapatillas de colores y su pequeño lazo en el empeine.
Sus pies eran excesivos, pero consiguió meter algunos dedos en las chinelas y, con el golpeteo del pequeño tacón sobre la tarima caminó tambaleante hacia la cocina.
El brik de leche llevaba días abierto, pero bebió ansioso mientras unas gotas resbalaban de sus labios a la camiseta. Con un ligero estremecimiento por el frescor que salía del frigorífico comprobó que estaba casi vacío. Sin fuerzas para cerrar la puerta, con la leche en la mano, se retiró hacia la salida y pensó que si lo dejaba abierto el tiempo suficiente, enfriaría toda la casa.
Al acomodarse en la terraza del salón con los pies al sol su mente fue una y otra vez a la puerta abierta del frigorífico que, como un monstruo antiguo y quejumbroso, había decidido abrir su vieja boca para gemir, con un pitido agudo, ahora que ella se acababa de marchar.
Sonó el teléfono y al mismo tiempo el timbre de la puerta repiqueteó con insistencia. Aquel babel de timbrazos le obligó a cerrar los ojos. Imaginó las disculpas falsas e interesadas de los que llamaban, de los que habían llegado ante la puerta de su casa y molestaban con insistencia para llevarse tranquila la conciencia, porque esperaban que su esfuerzo, poco más que unos minutos perdidos, se viese compensado con un agradecimiento que no sentía y no pensaba a compartir.
No estaba disponible y no sabía cuándo volvería a estarlo.
La ira interior que a veces lo agobiaba por las noches cuando soñaba que ella lo dejaba, o se acercaba insinuante a los amigos, encendió sus ojos con un odio transitorio. Hoy, aquel dolor quedó a su alrededor durante más tiempo del habitual. Ahora que no estaba podía odiarla sin temor, sin necesidad de simular que aquel dolor íntimo se había borrado con la luz del sol o la caricia de sus manos.
Ella siempre llenaba con su presencia los sitios donde comían con los amigos, donde hablaban. Todos los espacios se llenaban con su sonrisa, con su palabra, con el simple abandono de su cuerpo: ese mohín insignificante, un roce de sus dedos, su respiración tranquila. Sus gestos de afecto los sentían todos como si cada uno fuese su destinatario.
Las gotas de leche que brillaban en su pecho quedaron como perlas aplastadas por el sol. Esperó que ella dijera algo para quitarse la camiseta, pero ya no estaba. Todo contribuía al vacío que iba adueñándose de la casa y de su vida.
“A esta hora siempre tengo hambre” pensó cauteloso, y espió los síntomas de su cuerpo: buscó el cosquilleo del estómago, el mal humor que el ayuno involuntario le producía, la somnolencia del deseo. Todo había desaparecido, cerró los ojos de nuevo y al sentir el calorcillo del sol en sus pies tuvo la sensación de que ella los cobijaba en su seno. Una sensación de paz interior apagó el dolor de la ausencia. ¡Era posible sobrevivir a la mayor tragedia si conservaba un ligero rastro de memoria, si no permitía que todo su ser acabara aplastado por los recuerdos dolorosos!
El teléfono calló y el murmullo que se alejaba de la puerta de entrada dejó de nuevo un vacío extraño a su alrededor.
Sentía su cuerpo inmerso en el desaseo y el abandono que de manera casi imperceptible tiznaba, con la lentitud de lo inevitable, los rincones de la casa. Ajeno a la lucidez habitual de su mente intentó raspar, de manera inconsciente, la costra blancuzca de la camiseta. Aquellas gotas que brillaban como parásitos exhibían una insolencia tenaz. Le pareció obsceno pensar ahora en los hijos que no tuvieron, en las noches que buscó su cuerpo y en las tardes que ella se acercó inútilmente el suyo; pero aquel pensamiento recurrente ensombreció aún más su rostro y crispó el rictus de sus labios.
Otra vez el vacío interior y la náusea. Otra vez la sensación de fracaso, la inutilidad de la vida, el miedo al abandono que aquellas zapatillas mostraban con insolencia para mortificarlo con la ausencia.
Por las esquinas del salón languidecían las flores sobre la tierra reseca en unas macetas de colores. Se acordó de los geranios que adornaban la jardinera exterior, ella los regaba todos los días. Quiso calcular el tiempo que aquel ritual llevaba olvidado, los días y las horas se mezclaron en su cerebro y pensó: muchos; luego rectificó: bastantes. No estaba seguro del tiempo transcurrido. Ella era la medida de su tiempo y su tiempo había desaparecido con ella.
Sin duda era excesivo el interés por algo tan fútil como el tiempo de demora en el riego cuando la ausencia, era una losa imposible de sobrellevar.
Después de sus paseos por la casa, se acrecentó el dolor punzante en las plantas de los pies, un dolor marcado por el recorrido circular de aquellas zapatillas diminutas que no le llegaban al talón y que no estaba dispuesto a abandonar. A su nariz llegó el aroma de la lana recién lavada que aquel calzado siempre despedía; quiso buscar por los rincones del salón otros olores que detestó en su momento por su manía de limpiar y que ahora necesitaba. Desde la terraza donde permanecía inmóvil imaginó cómo olía cada mueble, cada alfombra, cada rincón. Hasta el olor pastoso a limón de los bastoncillos del cuarto de baño, o el falso aroma del pequeño recipiente de la entrada con agua de lavanda que ascendía por difusores de algodón prensado. Todo podía percibirlo ahora con una nitidez desconocida desde la somnolencia de la terraza. Aquellos olores detestados acercaban el recuerdo ausente a su cuerpo vencido, solo. Decidió permanecer inmóvil mientras los olores perdían su rastro en el tiempo ahora que tenía que vivir su vida en soledad.
Tiró de la camiseta como si quisiera arrancarse la piel. Aquellas manchas que permanecían estampadas en su pecho eran un desafío pertinaz para mostrar la ausencia de quien había controlado su vida. Tal vez fue en otra vida llena de errores cuando quiso luchar para evitar aquel control, aunque él siempre pensó que apenas lo había intentado.
Era verano cuando dejaron de amarse y comenzó el fracaso de sus vidas. La indiferencia y el acomodo, como una sombra siniestra, apagó la luz de sus ojos y llenó los besos de nausea y las manos de codicia.
Ahora sabía que todo era falso, que su imaginación jugaba con la inestabilidad interior y la visión mendaz de la realidad; salvo aquellas gotas resecas por el calor del sol. O el color de su piel que se había llenado de manchas imborrables.
Los últimos granos de arena cayeron de sus manos para descubrir un leve temblor que no podía controlar. Gritó la ausencia hasta que el aire abandonó su cuerpo, pero decidió, egoísta, conservar esa sensación dolorosa, ese picoteo en el costado. Un dolor prometeico que no le permitiera olvidar aquella consecuencia definitiva de su amor.
***
Tomás Gago Blanco