Juego de niños
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Juego de niños
—Cuéntame un cuento, abuelo.
El niño juega a los pies del anciano y apoya su espalda en las piernas enjutas que igual que el lagarto, buscan la tibieza del sol de la tarde.
—Cuéntame un cuento, abuelo.
Y lo empuja con su mano menuda para despertarlo de la somnolencia.
El juego lo lleva por caminos inventados, con su abuelo de la mano que es niño como él y tiene una barba sedosa que envidian sus amigos. Además, ¡sabe tantas cosas! El nombre de los pájaros, la piedra donde sestean las lagartijas, la rama del manzano donde se oculta el nido del jilguero.
El niño corre en sus sueños, coge la mano huesuda y desaparece el miedo. Juntos suben las cuestas, cruzan ríos y se enfrentan con animales salvajes.
—Date prisa abuelo.
El hombre, con mechones de pelo como hilos usados, ha olvidado aquel juego y tiene las piernas cansadas. Aquel es el sueño que vivió hace tiempo, cuando era su nieto, y la vida era eterna. Cuando el tiempo era veloz para olvidar la última aventura, y los cencerros cansinos de la vacada al regresar de la hoja en la dehesa despertaban el dulzor de los caramelos en los bolsillos vacíos. Pero ahora, hasta la fantasía infantil le resulta demasiado movida, y tampoco recuerda aquellos caminos que su nieto transita.
—No te duermas abuelo. No te sientes que no hemos llegado, que he visto una fuente con el agua que brilla y está helada, como a ti te gusta en verano.
El abuelo sueña, es un sueño pausado, de anciano, y su nieto pasa corriendo y le dice —a ver si me pillas, abuelo—. El hombre hace un gesto y roza el brazo del nieto, después continúa sentado en su sueño.
Ve los amigos que fueron muriendo, y un día decide que no tiene nada que hablar. ¡Hablar con extraños de qué! Con extraños que lo miran como un estorbo, un caso raro de vida inútil.
Pero vino su nieto y encendió una lucecita, en algún sitio, muy dentro, que le hace sentir el pequeño placer de vivir. Esa sensación olvidada.
—No te duermas abuelo que llegamos al escondite donde hay un oso dormido y los conejos nos hacen cosquillas en los pies con su morro húmedo, y cuando el zorro quiere comerlos, lo asustamos.
—Luego, subiremos al monte y sobre una nube blanca veremos la tierra y la huerta y la parra.
El niño clava espigas en las zapatillas de paño y en el fuerte que hace, guarda soldados de plástico. Por fuera, los indios gritan con su voz infantil, con un hacha en la mano y diminutas plumas de gallo en la cabeza.
El abuelo siente el picor de la espiga y recuerda el pan en la era, y el trabajo olvidado que hace años era todo su mundo.
Y los indios que gritan y mueren. Que sencillo es a veces morir. Que tristeza no poder gritar al morir, para despedir esta luz que calienta las piernas y dora la mies.
—Vámonos a casa abuelo que te quedas dormido y no quieres jugar.
Y el abuelo cierra los ojos para ver el mañana, para ver el ayer, cuando era su nieto y buscaba en el fango las ranas y cangrejos escondidos bajo las piedras de la rivera.
Y el niño, con sus dedos manchados de tierra levanta el párpado de su abuelo para ver si duerme, o juega.
Sobre el pecho, la luz que filtra la higuera dibuja monstruos y fantasmas, pero el niño siente a su abuelo y con la mano borra sus temores y sueña que es capitán, y marino, y barrendero para encontrar las canicas perdidas y el reloj que su abuelo olvidó hace tiempo, porque las horas se le han vuelto iguales, y cada día es el más importante.
—A ver si me encuentras abuelo.
Y con sus dedos menudos toca sus hombros y le quita la gorra de pana para verle la calva. Y con la mano, despacio, la peina las canas.
—Yo me voy para casa, que ya estoy cansado y no juegas ni hablas.
Y el abuelo se queda olvidado, con la luz de la higuera que plantó una mañana jugando en sus piernas.
Al salir el niño de la huerta, el espacio lo ocupa un silencio alargado, como la sombra del atardecer que entibia la luz y abre un hueco de años gastados donde se cobija el abuelo y lo aleja de las palabras vacías que dejan caer los que a esa hora pausada caminan la tarde.
Sin embargo, su silencio lo llenan gorriones y tordos que pelean sus juegos y caen con revuelo en sus manos callosas, allí quedan un instante, no tienen temor porque saben que aquel cuerpo encorvado es un árbol ya seco que un día cercano servirá de alimento a una flor o a una jara.
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Tomás Gago Blanco