Viaje de regreso – Tomás Gago Blanco

Viaje de regreso – Tomás Gago Blanco

Viaje de regreso

 

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Abrió los ojos, y la sorpresa aceleró su pulso al ver a todos reunidos en torno a su cama. Durante años había deseado que algún acontecimiento sirviera de motivo para reunir a sus hijos. El cumpleaños de la madre, las bodas de plata, la jubilación, cualquier pretexto, pensaba, es bueno para intentar recomponer los vínculos rotos. Sin embargo, demasiados intereses personales, carreras profesionales, viajes programados… Siempre había algún motivo que retrasaba sus anhelos. Por eso, se extrañó cuando todos se inclinaron sobre su cama y sonrieron.

La sorpresa inicial de ver a su familia dio paso al desconcierto, éste, al enfado, y a la ira.

Su cerebro, percibió las traíllas de sus muñecas como hilos de acero sobre la colcha marcada con un nombre de hospital. Un sudor frío acompañó su mirada perdida por las paredes que caía con sordo estrépito. La cama, giraba bajo la sonrisa falsa de los que allí estaban. Luego, poco a poco, el suelo cesó en su movimiento y regresó la náusea.

Frunció los labios y apartó las sábanas con violencia. Con gesto autoritario los obligó a abandonar la habitación mientras se incorporaba.

Se vistió con rapidez. Al salir de la habitación comprobó sin sorpresa que todos habían desaparecido.

“Muy bien”, se dijo, “vienen sin avisar, que se vayan sin despedirse”

Bajó al garaje. Arrancó el coche y se dispuso a recoger un cuerpo abandonado y conocido. Veía con nitidez las correas que sujetaban las manos y los pies a los barrotes de la cama.   Distinguía en la penumbra de su cerebro los muros semiderruidos enmarañados de brumas y bosques de quimeras.

Batas blancas rodeando cuerpos expertos en curar heridas de mentes desquiciadas.

Al salir del garaje comenzó a caer una lluvia ligera que se convirtió en aguacero apenas llegó a la carretera general. Circuló con insolencia, persiguiendo las luces del coche que le precedía.

“Tú frenas, yo freno. Tú aceleras, yo acelero”.

Los vehículos parecían siameses, unidos por un vínculo elástico e invisible. Al conducir  procuraba que ningún otro coche se interpusiese entre ellos.

La calefacción le proporcionaba una suave modorra que trató de combatir abriendo la ventana. Gotas de lluvia entraron con violencia, atravesaron su cuerpo y quedaron un instante flotando sobre la tapicería del asiento. Cerró la ventana con saña y bajó la calefacción. Se sintió  despejado y aproximó más su coche al que le precedía, éste frenó con brusquedad, comprobó que los neumáticos respondían a la suave presión de su pié sobre el pedal del freno.

Con una maniobra arriesgada salió de la carretera principal y entró en el camino de tierra que llevaba a la clínica donde se recuperaba aquel cuerpo maltratado.

Su aliento alcoholizado le llegó con intensidad desde el asiento contiguo. Vio en el reflejo de sus ojos la impotencia y el miedo por los fantasmas que lo atenazaban en las crisis más agudas.

Acarició aquel rostro familiar mientras conducía con determinación y seguridad a través del camino sinuoso y bacheado.

“Tienes que intentarlo”, decían los labios groseros del cuerpo olvidado, “así no podemos continuar y, por favor, vete más despacio”.

Sentía la sangre del cuerpo imaginado correr por sus propias venas como un brandy añejo que mordía su hígado con lentitud y precisión.

Se imaginó en la clínica, abandonado al terror y la locura que invadía aquel cerebro y desataba su ansiedad.

En las continuas curvas de la carretera, su propio cuerpo, como un niño asustado, se agarraba con desesperación a los bordes del asiento, como él se aferraba a la pequeña petaca que sobresalía de su bolsillo. La colocó sobre los labios que estaban junto a él, y aquella boca ajena y familiar fue el cauce pedregoso que apagó el fuego que roía sus entrañas.

Cuando el pequeño recipiente quedó vacío abrió el salpicadero donde guardaba una botella de vodka que  había ocultado a sus recuerdos.

La llevó a los labios para acreditar el sabor a etanol que tanto despreciaba.  Intruso a su voluntad, el líquido insípido y transparente caía por su esófago en una sucesión incontenible.

Asqueado, lanzó un puñetazo que rebotó sobre el mullido asiento donde reía el cuerpo abúlico y duplicado de ebriedad.

Un grito desesperado anidó en su garganta.  Pisó el acelerador para olvidar tanto descaro e insolencia, pero los árboles y las rocas pasaban a su lado con exasperante lentitud. Al fin, el coche, ajeno a sus órdenes, quedó inmóvil, flotando en un espacio desconocido entre árboles lluvia y barro que giraban a su alrededor con estrépito lejano y soñoliento.

Abrió los ojos, y la sorpresa aceleró su pulso al ver a todos reunidos en torno a su cama. Durante años había deseado que algún acontecimiento sirviera de motivo para reunir a sus hijos.

Por eso, se extrañó cuando nadie se inclinó sobre su cama ni sonrió.

 

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Tomás Gago Blanco