Recordatorio – Un relato de Tomás Gago Blanco

Recordatorio – Un relato de Tomás Gago Blanco

Recordatorio [Relato]

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Recordatorio

Cuando salió de casa le resultó familiar el ruido que hacía el bastón al golpear el cemento de la calle. Aquel cielo azul, con alguna nubecilla deshaciéndose perezosa, era el mismo que buscó durante años por los cielos de las ciudades en las que vivió.

El único niño del pueblo que el autobús escolar abandonó frente a la ermita al caer la tarde, vio un viejo que arrastraba los pies con el cuidado de quien no está seguro de sus pasos. El anciano, al llegar junto al niño, buscó durante un instante en su memoria, un rastro del sabor antiguo de los pocos años. Tal vez en otro tiempo él tuviese aquellos mismos ojos sin sorpresa por los pasos vacilantes de un viejo. Esa sensación despertó un pálpito interior, una mueca cuando se le ocurrió la posibilidad de cambiar su vida por aquella que comenzaba. Perplejo, palpó su bolsillo a la altura del corazón, allí donde el dolor luchaba con el egoísmo.

—¡Dónde vivirá un niño solitario!

Luego, se acercó despacio a las huertas abandonadas, donde zarzas sin moras, de tallos flexibles y espinas recias, rodeaban los últimos canteros de tomates y cebollas, muertos por falta de riego. Hasta el sudor del labriego y el trabajo de la azada, habían abandonado aquella tierra que un día sintieron como propia y ahora, era ajena a todos los que la miraban.

Al pasar por las eras, recordó los días lejanos cuando se acumulaba la mies en medas inestables y, los trillos, con niños agostados por sol, como los frutos de los huertos, daban vueltas y vueltas para esperar el ocaso.

—¡Dónde irá un niño perdido!

¿Cómo pudo olvidar tanta vida; cosas sencillas que generaban: odio, amor, o hastío? Aquellas calles estaban llenas de recuerdos, de lutos, de risas, de canciones en los veranos repetidos y fugaces. Allí donde los niños jugaron solo con sus dedos, con sus ojos, con la esperanza, parecía que el tiempo era eterno, que jamás acabaría de susurrar el viento como un perro famélico al doblar una esquina, al arrastrar una lata oxidada, en el ocaso incierto.

Cerró los ojos a la soledad de las plazas, al silencio de las casas vacías; a las puertas atrancadas, o rotas, o quebradas; por donde se colaban los gatos, señores de aquella fresca oscuridad que entibiaba los cuerpos en verano.

Se sentó en un banco de piedra a esperar otros pasos, los olores a estiércol, los cencerros y las esquilas de la vacada a la hora de la siesta. Esperaba lo que tantas veces ocurrió, lo que era costumbre y, siempre creyó que sería indestructible.

Pero el sol ulceraba los rostros que antaño doraba como hogazas crujientes al salir del horno de adobes y paja. Quedó un instante en silencio, con la respiración escondida tras el pañuelo de hilo que tapaba su boca; nada sonaba, solo el viento ardoroso rozaba su oído camino del río, allí donde los fresnos sedientos perdían las hojas y crujían las ramas resecas.

No quiso pensar lo que hace algún tiempo sabía. Siguió caminando las calles y hablando a las puertas cerradas; se apoyó en las paredes que dejaban caer sus piedras para que el polvo las viera de cerca.

—¡Dónde dormirá un niño!

Una noche de invierno oyó la campana. Estaba seguro que la mano del viento tocó a soledad, a arrebato. Esa noche encendió el farol de la cocina y bajó hasta la cuadra, esperaba encontrar el olor familiar, con el perro bajo el pesebre para sentir el calor de la vaca. Todo estaba vacío.

Ahora, las noches muestran sin rubor las estrellas y, algún avión huye veloz hacia donde se acaba la luz, como si temiese un contagio del frío, de la noche, de la mirada solitaria del hombre que no quiere dormir, por si duerme y olvida despertar.

A veces, camina hasta el cementerio y reposa adormilado junto a una lápida.

Se acabaron las rencillas del pueblo. Se acabaron los niños.

Puede ocupar cualquier finca, recolectar los frutos agraces o dejarlos para que destilen su pulpa dulzona sobre la hierba reseca y las hojas podridas.

Él, que nunca lloró, descubre una lágrima involuntaria en sus ojos de viejo, y la aparta de un manotazo, pero ese líquido no es más que un dolor segregado por la poda del árbol que fue su vida, que es ausencia de ramas y de fruto. Por eso le gusta apoyar la espalda en la higuera junto al gato que duerme. Ese animal, compañero, que se fue, hace días, porque se acabó el pan, y la leche, y las cosechas que hace años recogieron brazos ajenos.

Le gusta acostarse en la cama y cerrar los ojos para que sepa quien venga a buscarlo que no opondrá resistencia, que estar solo, requiere un esfuerzo de joven que apenas recuerda.

Él, que siempre vivió independiente, no pensó que la soledad doblaría su espalda, y torcería su boca, como si el corazón le fallase y hubiera dejado una mitad de su cuerpo inservible.

Recuerda los días que rodeado de gente le gustaba estar solo, y ahora, al fin solo, solo añora a la gente.

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Tomás Gago Blanco

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