Perturbaciones [Relato]
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Perturbaciones
—¡Vaya, vaya! —dijo el Maño— no sé cómo te atreves a darme la espalda, ¿no sabes que estoy loco y en cualquier momento puedo clavarte el abrecartas?
En aquel instante no supe qué hacer, quedé paralizado y expectante, me giré para intentar ver en sus ojos la broma de bienvenida, pero había bajado la cabeza sobre unos extractos bancarios y el abrecartas de metal rebotaba en la mesa bajo el leve tamborileo de sus dedos.
El Maño, alardeaba de su locura. Era su carta de presentación con los compañeros que, como yo, caíamos en la tela de araña de aquel despacho de veinte metros cuadrados donde, el Anisete, Martín y, dos impresoras monstruosas que exigían silencio cuando trabajaban, me oprimían tanto como las estanterías que amenazaban caer sobre nosotros, dobladas por el peso de archivos llenos de polvo e inutilidad.
—¡Vaya, vaya!, hoy tenemos perturbaciones atmosféricas. —Y el desequilibro de la perturbación se trasladaba a su mente como si la onda atmosférica alcanzase de lleno su cerebro.
—Recuerda, mi trastorno mental me exime de responsabilidad…
Y con ritmo constante continuaba el golpeteo el abrecartas sobre el borde de la taza llena de lapiceros sin punta y gomas rotas.
Maldije el día que acepté el cambio de trabajo que me llevó a aquel despacho donde nadie parecía normal. Más tarde, llegué a pensar que el único que no encajaba en aquel ambiente era yo.
—En esta vida, solo me ha comprendido mi padre, —dijo un día que estábamos solos y yo intentaba seguir todos sus movimientos por el mínimo sonido del roce de su cuerpo sobre la mesa. Luego, cambió de conversación sin esperar mi respuesta, como si hubiese verbalizado un pensamiento involuntario y fugaz.
Aquella tarde, tuve un arranque de sentimentalismo y le sonreí. Más tarde dudé si me había girado para sonreírle o para certificar que el abrecartas descansaba en su lugar.
Cuando abría los brazos podía tocar desde mi mesa la espalda de mis otros compañeros, pero desistía de toda actividad en aquella habitación que me recordaba la oficina siniestra del tebeo.
Evitaba todo esfuerzo innecesario, hasta respiraba solo lo indispensable para sobrevivir a los efluvios de sudor del Anisete, el hombre más culto y alcoholizado que había conocido, y enemigo encarnizado del agua y el jabón.
Entre los olores indeseados, los insultos del Anisete a la contrastada complejidad mental del Maño y la desconfianza de Martín hacia mi persona, tenía que levantarme cada hora a refrescar mi cerebro y mis pulmones.
El Maño, se sentaba a mi espalda y, releía durante horas un diario deportivo. A veces deletreaba a media voz alguna palabra de los sesudos artículos de sus periodistas preferidos.
—¡Vaya, vaya! —repetía de vez en cuando.
Oía el comentario una y otra vez mientras profundizaba en su locura a través de explicaciones que nadie le pedía y él regalaba generoso.
Estaba diagnosticado como demente, esa era su disculpa para la vida anodina y el comportamiento inapropiado que le llevaba una y otra vez a su verborrea intimidatoria.
—¡Vaya, vaya!, no sé cómo te atreves a darme la espalda— y continuaba clavando con saña el abrecartas en los sobres repletos de justificantes, de cargos y de abonos.
Luego, con la calculadora de manivela, recalculaba los intereses liquidados por el banco enseñándome triunfante el error de algunos céntimos que la entidad había cometido.
Me habló varias veces de su padre que, había insistido para que continuara los estudios de ingeniero técnico, cuando su cabeza demostró que los exámenes para la ingeniería superior solo contribuían a agravar sus síntomas de paranoia y ansiedad. En esos momentos sus ojos brillaban como lámparas diminutas en el mar embravecido de su pelo.
Cuando el Maño traía a su boca las perturbaciones atmosféricas me levantaba del asiento y simulaba pelearme con la impresora o bien, me iba a tomar un café.
En estos casos, agarraba el abrecartas con furia contenida y abría, con golpe seco, los sobres de extractos bancarios que solo él controlaba. Disponía los sobres vacíos a un lado de la mesa y, los documentos, al otro lado con exactitud milimétrica, tarea en la que ocupaba media jornada.
El primer día que me tocó la espalda con la punta del abrecartas para ofrecerme el periódico deportivo, tuve un sobresalto que apenas pude disimular bajo su risita contenida. Además de empeñarse en regalarme el periódico cada día con el obligado picotazo que me alteraba para el resto de la tarde, me hablaba de su hija y de su mujer que, solo conciliaba el sueño si dormía con la radio encendida.
Al llegar el verano le pregunté si con el bochorno estival, las ventanas permanecían abiertas y la radio encendida.
—Hasta el amanecer —contestó como si se tratase de la cosa más natural del mundo— ¡total, yo no la oigo desde mi habitación!
Comencé a despertarme por golpes imaginarios en el cabecero de la cama. Allí estaba el Maño; me observaba con su sonrisa de loco y su punzón metálico en el que se reflejaba la tenue luz de la ventana. Yo intentaba conciliar el sueño y alejar de mi mente su figura y sus palabras. Pero el sueño no volvía y yo daba vueltas en la cama.
Algunos días llegaba con su traje a cuadros, camisa blanca y corbata de luto. El Anisete, lo miraba un instante de arriba abajo y me decía:
—Parece un gánster con deportivas.
Él, nunca mostró mala cara ante los insultos y desprecios del Anisete. Bajaba la cabeza y continuaba con la lectura del periódico, como si aquellos comentarios fueran con otra persona.
En otra ocasión me dijo que a veces frecuentaba bares de señoritas, —me tomo una cerveza, pero no las invito, —dijo— si quieren sentarse a mi lado, allá ellas, pero yo, no me gasto ni un euro por su compañía.
Acabó los estudios porque su padre confiaba en él. —Siempre me trató como a un hombre.
Todo esto me lo contaba cuando quedábamos solos, en los pocos momentos que parecía recobrar algo de cordura.
En invierno se podía masticar el aire. Los olores concentrados alteraban el carácter del Maño como una perturbación más.
Golpeaba incansable el borde desconchado de la taza y yo sentía aproximarse el abrecartas a mi espalda.
—¡Vaya, vaya!, no sé cómo te atreves…—y sus palabras se perdían en el percutir de la impresora.
Al cabo de dos meses planteé la primera queja a mi jefa, que se saldó con sonrisas y unas palmadas en la espalda.
—Es buena gente, —me dijo— nunca ha pasado nada.
Desde aquel día trabajé ladeado, —¡Vaya, vaya!,— escuchaba una y otra vez, aunque mi compañero estuviera callado o paseando por la calle.
Mi rutina era acabar la jornada con dolor de espalda, y ahogado en aquel olor espeso que no desaparecía ni con las ventanas abiertas.
Visité al médico de la empresa que me describió las bondades de los ansiolíticos y la ventaja de su consumo para una posterior baja.
Todo el edificio y las personas que lo poblaban me parecían salidos de una pesadilla.
Un día de febrero, después de una noche de abrecartas fantasmas llegué decidido a la oficina.
—¡Vaya, vaya!, hoy tenemos perturbaciones atmosféricas, —repitió el Maño sin mirarme y comenzó a golpear el abrecartas oxidado sobre el borde de la taza con una sonrisa que nunca antes había visto en su cara— no sé cómo te atreves a darme la espalda…
Me levanté despacio, salí con el corazón acelerado y, decidí esperar a mi jefa el tiempo que fuera necesario, ni mi cerebro ni mi corazón estaban preparados para soportar por más tiempo aquel estrés. Al fin aceptó mi petición y de acuerdo con mi categoría me prometió un pequeño despacho para mí solo.
Al regresar, el Maño apenas me miró, estaba enfrascado en sus sumas y restas agarrado a la manivela de su calculadora ancestral.
No me percaté del momento en que se silenció aquel aparato de otra época, ni sospeché su mirada concentrada en mi cuerpo, solo sentí un dolor profundo cuando el abrecartas de metal se clavó en mi espalda.
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Tomás Gago Blanco