El hueco [Relato]
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El hueco
La casa estaba en ruina, sin nadie que la habitara, hasta las almas de los difuntos se fueron con el último féretro. Los que entraban a visitarla, cuando la casa era valedera, salían con agujeros por los jirones que el vacío arrancaba de los cuerpos.
Cada puerta quejaba de manera diferente, igual que los sollozos por el adiós de los que vivieron y odiaron en silencio. Quienes por necesidad u obligación pasaban a su lado, aceleraban su tránsito, y amortiguaban el ruido de sus pasos. Sabían que la casa estaba ansiosa por llenar de nuevo las paredes vacías con risas y palabras.
No quedó rastro de la memoria de los que allí pasaron retazos de su vida. Ni una fotografía, ni un recordatorio de difuntos con su ribete negro y los nombres de la mujer y los hijos, y la caterva de parientes y piojos pegadizos que simularan un dolor que no sentían.
Las ventanas eran agujeros de dolor en las paredes de piedra y barro, por donde entraba una ráfaga de luz y no podían salir los suspiros ni los besos. Porque también hubo besos cuando el tejado era solo el cielo raso, y los albañiles llevaban a las mozas para enseñarles las estrellas.
La mujer que la ofrece murió hace años. Su marido decidió dejarla para compartir caravana con un payaso sin gracia, Aquel año, encargó la misa de difuntos y sembró la entrada del cementerio con brazadas de crisantemos y espadañas. Su espíritu y su falda negra se pierden por la casa ante los arriesgados compradores para que no huelan los cadáveres enterrados bajo la parra.
Un día lejano llegaron dos, una mujer y un hombre. Por fuera la vista les pareció hermosa, las paredes recias, no les importó el tejado derruido donde machones como dedos descarnados marcaban las esquinas con restos de tejas rojo sangre. La fachada lucía, dinteles y jambas encalados de carbonato cálcico molido que llaman Tierra Blanca. Al mirarla, el edificio ocultaba su interior para que alguien lo ocupara.
Le gustaron las ventanas diminutas para evitar ser escuchados, y ese frescor que solo las casas abandonadas tienen, cuando bajo las piedras del solado corren vetas de agua oscura.
Por todo lo que veían les pareció aquello que buscaban.
El domingo, después de misa, llegó la tartana con los muebles. Nadie acudió en su ayuda, ellos solos se bastaron. Solos colocaron los muebles, solos hicieron la cama y solos se acostaron. Pensaban reconstruir poco a poco aquel caserón vacío, cubrir aquel tejado que sería su casa.
Al levantarse, solitarios, cada uno buscó a su pareja, aquel con el que compartió la noche, las caricias y los besos; buscaron el recuerdo de la piel amiga y su perfume en el rastro de sudor que la noche concede con el sueño, pero la casa estaba ansiosa, harta de vacío y llena de deseo, y durante el sueño se llevó uno a uno aquellos cuerpos. En rincones olvidados colocó los miembros que fueron en su día cuerpos con alma. Sin compasión quiso que olvidaran su pasado, el amor que se tenían, las sonrisas, las esperanzas.
Ahora, caminan sus almas, y se cruzan por el zaguán o en las escaleras sin verse. Saben que se llaman porque, a veces, una boca abierta se retuerce de dolor cuando pasan a su lado. Se asoman a las ventanas y gritan el silencio, y cada ver que gritan asomados a la ventana ésta más se estrecha y oprime su cuello. Así quedó uno atrapado, con la cabeza fuera y el cuerpo dentro.
La casa está hueca, nadie puede llenarla, no la colman los cuerpos, solo las almas pueden ocupar un pequeño espacio en los rincones del silencio.
Cansada de esperar, nadie supo nunca que buscaba, tal vez harta de sufrir la violencia de la impostura, un día, la casa encogió un pequeño espacio, después otro diminuto, y otro y otro. Acostumbrados como estaban a la casa y sus misterios, nadie de los que pasaban a su lado quiso darse cuenta de que empequeñecía, y los que allí habitaban, aquellos dos seres indefensos, los que ocuparon espacios y estancias cuando creyeron que la casa ya era suya, fueron olvidados por los vivos, no pudieron salir por las puertas encajadas en sus cercos, ni por las ventanas, que ya eran apenas una rendija por donde el sol no entra.
Se reunieron en silencio, así lo permitió la casa, cada uno con la soledad que el edificio le dio por compañía; sobre las tablas del sobrado que en su día fueron féretros de los que allí vivían, arrojaron la codicia, el egoísmo, la esperanza, el deseo de poseer al otro… debieron renunciar a todo, por conservar la vida.
“Solo uno puede salvarse, el otro aquí se queda para hacerme compañía”. Así le dijo la casa a cada uno en su oído. Y fue quitando el velo de silencio para que aquellos seres volvieran a verse, incluso para amarse, si tenían valor después de saber las condiciones de la nueva existencia.
Esa noche fue gozosa, de nuevo los cuerpos buscaron el placer y las palabras volaron de la boca a los oídos. Palabras falsas que buscaban la confianza del otro, dejarlo allí encerrado, compañero de aquella falaz intimidad que arrebataba los cuerpos. Y cada uno con palabras inicuas maquinó entregar el cuerpo ajeno al deseo insano de aquel inmueble, para salir al sol y al viento, para huir de aquel lugar.
El edificio estaba satisfecho, los que habitaban aquel lugar miraban hacia dentro, olvidaban las promesas y el egoísmo escondido salía poco a poco como la miel del panal al castrar las colmenas.
Todos falsos, ofrecieron promesas generosas, compañía sincera, renunciar a la vida para ganarla; esperaban el amor ajeno, sin dobleces, la caricia altruista. Creían en el sacrificio del otro como bandera, pero nadie cedía y cada uno sujetaba a su pareja para no quedar abandonado.
La casa se cansó de buscar compañía fiel, sin intereses bastardos. Al fin, se cerró sobre sí misma para que nadie entrara en ella, para que nadie pudiera salir a pregonar los escalofríos de tristeza, ni los silencios amargos o las caricias muertas.
Entre aquellas piedras quedó la flor oscura del egoísmo, compañero del que nace solo, vive ausente y muere con olvido.
Solo después de ayudar a su clausura sintieron que la casa era su cuerpo, y las ventanas la boca que reía, quejaba o engañaba. La sangre pintó de rojo las jambas como tejas verticales. Nadie quiso enterarse de lo que pasó dentro. Mirar el interior era descubrir aquello que siempre se oculta. Quisieron olvidar lo que enseñó aquel sitio, todo lo guardaron lejos de la mirada de los niños y lo taparon con palabras necias, con mentiras pintadas de inocencia.
Hoy, hasta las piedras están desnudas. Nadie recuerda los seres indefensos que un día pensaron habitar la casa, el lugar hueco, los espacios sin vida. Ni una hierba se atreve a pisar los bordes afilados de aquella desolación, ni las ortigas aguantan la sequía de los días, los suspiros de las noches. Solo un cuervo silencioso escarba las sombras en busca de restos olvidados, de migajas falsas, de promesas, de engaños, y de papel mojado.
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Tomás Gago Blanco