Cuacos de Yuste
***

*
Cuacos de Yuste
Todo comenzó el día que el rubio, al firmar su examen de matemáticas, garabateó con su imprecisa caligrafía un nombre raro, extranjero, como si a partir de entonces comenzase una nueva vida.
Alfred Haas se negó a explicar el motivo de su nuevo nombre, y fue el maestro quien habló con su madre para interesarse por el motivo de aquella actitud.
¿No sería mejor que le preguntasen a él? Pensó Alfred. Estaba harto de aquella manía de decidir a sus espaldas. Nadie le preguntó si quería ser rubio en un pueblo de gente con el pelo negro y rizado, hasta su madre peinaba orgullosa su melena azabache ante el espejo. A nadie le importó que todos, menos él, tuviesen padre. Un padre era importante, necesario para que la gente te mirara con respeto. Si al menos su padre estuviera muerto. Todos respetan un padre muerto. Si hubiera podido elegir habría elegido que muriera su madre.
¿Qué había hecho su madre además de llorar por las noches cuando creía que estaba dormido? Sus temblores movían la cama, a veces lo abrazaba tan fuerte que le hacía daño, pero él aguantaba sin moverse hasta que caía rendida y su respiración se oía como un soplo cálido en su nuca, entonces, el abrazo se hacía caricia y podía sacar las manos fuera de la cama.
Aquel día, al llegar a casa, Rosa preguntó a su hijo por qué había firmado con un nombre que no era el suyo.
—El otro tampoco era mío —se limitó a responder— y este me gusta más.
Luego se encerró en el silencio que envolvía su deambular por la casa.
Esa noche, cuando Alfredo se acostó, Rosa sacó los cuadernos de sus primeros años en la escuela en un intento por recuperar al hijo que ahora la rehuía. Allí estaban los dibujos infantiles. Una casa, el sol, la familia: Rosa, con su vestido azul y su melena negra de la mano de Alfredo, y el padre que nunca tuvo, en una esquina, como un monigote, la cabeza un redondel y el rostro sin dibujar.
Un día de lluvia y viento, Rosa acercó su banqueta a la de Alfredo y le contó su viaje a Alemania.
—En aquellos tiempos —le dijo—, el pimentón de La Vera no daba trabajo. Y el cultivo del tabaco estaba prohibido.
—Regresé dos años después, a casa de mis padres. Pero naciste tú y el mal humor de mi padre nos echó de casa. Ya ves que un padre no siempre es algo bueno. Alfredo escuchaba en silencio, sin entender muy bien qué significaba aquella confesión.
A los siete años todos los niños de la escuela hicieron una excursión a Yuste. Del palacio del emperador solo quedaban algunas estancias decoradas con sencillez. La cama, una mesa de trabajo y su silla, un palacio parecido a su casa. El maestro también les explicó como discurría la vida del emperador y la de los monjes. Cuando comenzó a hablar de la arquitectura del cenobio, Alfredo se sumió en sus pensamientos y así permaneció el resto de la tarde.
Al regresar, junto al monasterio vio el cementerio alemán, y desde aquel día comenzó a visitarlo al salir de la escuela para buscar a su padre. Seguro que su padre era uno de aquellos soldados muertos y enterrados en el pueblo. Pasaba las tardes lejos de todos, encerrado en aquel cementerio con decenas de tumbas y nombres de alemanes que deletreaba con cuidado, hasta que encontró la tumba de Alfred Haas, y supo que aquel era su padre. Desde entonces no faltaron flores silvestres ante ella.
Su madre, intentó recuperar al hijo cariñoso de los primeros años pero comprobó que poco a poco su hijo se alejaba más y más. Ahora, rechazaba sus caricias y sus besos, y simulaba estar ocupado con los deberes de la escuela para no hablar con ella.
—A ver, ¿quién es mi padre? Le dijo un día con ira contenida, sin mirarla, Rosa bajó la cabeza y continuó con su tarea.
—Respóndeme —gritó Alfredo mientras la golpeaba.
—Por qué no te mueres y viene mi padre —y continuó golpeándola hasta que la vio a llorar en silencio.
—Ojalá no hubiera nacido —dijo antes de salir corriendo de casa. Y la dejó sola, con sus temblores y sus lágrimas.
El tiempo pasaba y Alfredo, una mañana, al peinarse frente al espejo observó que su pelo comenzaba a oscurecer, ya no era el pelo casi blanco de su infancia. Tuvo la sensación de que algo cambiaba en su interior, como si su cuerpo hubiese decidido avanzar cuando él no había variado la forma de mirar a su madre, o de sentir la burla de sus compañeros cuando lo llamaban el rubio. En el fondo del espejo veía la imagen de su madre ocupada en sus tareas. Su cabello había perdido aquellos bucles que de niño le gustaba acariciar y ahora colgaba entrecano y lacio. La luz que se filtraba por las cortinas de la cocina hacía brillar hebras blancas que apagaban el negro juvenil de los primeros años. La piel tersa había desaparecido de su rostro y unas arrugas diminutas, como pequeños paréntesis circundaban sus ojos y su boca. Después de tantos años formaban una imagen familiar, algo que nunca había sabido ver. Su madre se acercaba a su forma de caminar, a sus ojos azules, a su vergüenza por sentirse diferente, por significarse de las demás mujeres que tenían hijos y marido, hasta su sedoso pelo negro perdía aquel hermoso color para aproximarse al de su hijo.
Se sintió asqueado. Un hijo nunca debe despreciar a su madre, pensó en aquél momento. Sabía que un sentimiento de cobardía le atenazaba la garganta cada noche, ahora que dormía en la mejor habitación de la casa, pues su madre se la cedió con su mayoría de edad, igual que cedió su autoridad. Alfredo sabía que la tristeza de los ojos de su madre reflejaba la servidumbre a la que la habían sometido todos los hombres de su vida. Y por primera vez sintió vergüenza de ser un hombre, como su padre.
Decidió que había llegado el momento de saber toda la verdad. ¿Qué ocultaba aquel silencio humilde en la mirada de su madre? ¿Por qué ir con la cabeza baja al caminar? Eran humildes pero honrados, como el que más. Quería lo que con tanto afán había ocultado aquella mujer que lo cuidaba, que le había entregado su vida, buscaba la razón de su odio hacia ella, algo que justificase el desprecio que todos tenían en sus ojos cuando los miraban. Había oído en alguna ocasión, “es una cualquiera”, y él, se había reído, como si el insulto le fuera ajeno, porque aquella mujer era la causa de su amargura.
—Hoy quiero que me lo cuentes —le dijo un día con desprecio, cuando las canas habían acabado con su hermosura.
Su madre, sin mirarlo, habló con voz queda de su viaje, del trabajo en la fábrica, del capataz que la miraba y un día la obligó a quedarse para rectificar una tarea. Del silencio atronador de sus gritos, de su vergüenza.
Él esperó hasta el final, sin escuchar lo que su madre repetía, para sentir el horror de aquella vida rota, con un hijo despreciable, que la ultrajaba al mirarla. Sintió por su interior el vínculo perverso con aquel padre odioso. La semilla envenenada que amargó su vida, y el odio hacia lo único inocente que había protegido su existencia.
Dudó si escapar corriendo y destrozar aquellas tumbas de granito negro bajo los olivos, rodeadas de la paz que ellos reventaron, pero quedó junto a su madre y le cogió la mano, se cubrió los ojos con aquellos dedos torcidos por el trabajo. Luego levantó la mirada, la mujer que estaba junto a él era una desconocida, pero el mandil raído era un recuerdo familiar, de cuando era un niño y ponía la cabeza en su regazo, y eso hizo, inclinó la frente para sentir la caricia torpe de sus manos mientras sollozaba.
*

*
***
Tomás Gago Blanco