Play&Sex – Un relato de Tomás Gago Blanco

Play&Sex – Un relato de Tomás Gago Blanco

Play&Sex [Relato]

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Play&Sex

Aquella noche oyó de nuevo el golpe seco del machete sobre su mano y el calor de la sangre al salir de la herida mientras el sicario esperaba la decisión del jefe con el arma levantada. Sentir el dolor de la parte amputada después de tanto tiempo le trajo a la garganta una sensación de frio y temblores íntimos que creía ya olvidados.

Es difícil dar marcha atrás cuando las decisiones que tomamos abren una grieta por la que una vida oscura que nos deslumbró con su falso oropel palidece y se muestra con la crudeza de lo inevitable.
La llamada, con el teléfono en modo vibración, rebotó por las paredes de su cerebro como una explosión de neuronas. La comunicación se cortó mientras se levantaba de su asiento. Pedía perdón al atravesar la sala de conciertos con pasos cortos para evitar pisar a sus vecinos, una vez en el pasillo principal se movió con rapidez para llegar a la puerta antes de la siguiente llamada. La segunda llamada finalizó cuando empujaba la puerta de acceso al vestíbulo donde los canapés y las botellas de champan esperaban la avalancha del inminente intermedio.

“Alexandro”, la voz sonó profunda, persuasiva, “DAB, el hijo del jefe, detenido, por carreras con el coche, ahora, camino del juzgado, no te retrases”.

Alejandro bajó saltando los escalones de dos en dos, con el pulgar acariciaba el muñón del dedo meñique sin las dos primeras falanges. Hoy, sentía un dolor intenso en aquel pedazo de su cuerpo cercenado.

Cuando concertó la asistencia letrada con el grupo Play&sex solo pensó que se había acabado, por fin, el mal vivir como ayudante en el bufete laboralista donde hacía jornadas de doce horas, sin contar los actos de conciliación y las visitas a los juzgados de lo social. Y todo por una mísera comisión, porque, en aquel despacho, solo entraban muertos de hambre, sin contar que la última reforma laboral había dado carta de naturaleza a la explotación laboral más vergonzosa. Solo los grandes despachos sobrevivían.

A DAB “el eslavo”, el hijo consentido, lo conoció una noche tormentosa de sexo y anfetas en la que las brumas del alcohol lo empujaron a proponerle crear un bufete donde él, sería el abogado de la empresa de su padre. Un despacho de abogados bajo su responsabilidad que aparentara llevar temas diversos para darle una pátina de respetabilidad.

El padre, un empresario astuto e implacable, dio el visto bueno a la propuesta de su hijo. Por aquella época, pensaban ampliar el negocio pidiendo “amablemente” a la competencia que se buscara otros mercados, y para ello, nada mejor que un abogado en plantilla.

Luego vino el dinero fácil por servicios que exigían poco más que denunciar supuestas actuaciones policiales con oscuros métodos para obtener confesiones de matones, nacionalizar clientes especiales con bodas de conveniencia y contratos de compraventa de las jóvenes más productivas.

Alquiló un piso en una tranquila zona residencial e inició una vida acomodada y respetable lejos de los excesos anteriores. Comenzó a frecuentar el Auditorio Nacional. Incluso acudía a una ópera cada temporada. La música sinfónica a veces lo entretenía, pero la ópera, a pesar de las espectaculares puestas en escena, con aquel canto incomprensible donde la muerte y el amor se demoraban sin sentido, lo aplastaba sobre la butaca y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no bostezar. Si leía los repetitivos subtítulos no escuchaba y si no leía todo se volvía caótico e inexplicable. Además, nunca comprendió que alguien tardase en morir quince minutos sin dejar de decir: “me muero…” ahora muero…” “adiós que me muero…”

Donde estuvieran las películas americanas en las que se moría uno en dos segundos con un simple disparo, que se quitara aquel estúpido cuarto de hora para morir y no morir de amor.

Llegó a los juzgados cuando ya estaban a punto de ser llamados por el secretario del juez de guardia. Desde que se habían implantado los “juicios rápidos” estas situaciones se solventaban sin dilación. El atestado policial describía con detalle las diligencias realizadas. Durante la persecución, un peatón estuvo a punto de ser atropellado, el control de alcoholemia dio positivo, y el testimonio de una portera se había incorporado al atestado.

Además, la madre de DAB se había presentado en la comisaría con un deplorable aspecto de ajada “femme fatale” exigiendo la libertad de su hijo.

Sentados en un banco solitario, la portera y el peatón cuchicheaban entre sí. Alejandro se presentó y, con deferencia, les ofreció variadas y generosas disculpas en nombre de su defendido. Sabía que los sufridos ciudadanos se desinflaban en cuanto sospechaban algún compromiso futuro por declaraciones que solo les acarreaban problemas y, según qué casos, veladas amenazas.

El prefería los acuerdos amistosos y la educación exquisita con aquellos a los que nadie antes había llamado señor o doña Concha.

El amo no soportaba que la policía metiera las narices en sus asuntos, y menos, la Justicia. “Silensio, prudensia y presensia”, era su lema que repetía con un siseo de serpiente. “A le xan dro, explíquelo de nuevo”. Oía pronunciar su nombre con la dicción espaciada de cada sílaba como si triturase con sus mandíbulas de boxeador retirado cada letra y la amenaza implícita que detectaba en su presencia, erizaba el bello de sus brazos y aceleraba sus palpitaciones. Entonces, desde su posición privilegiada de leguleyo parafraseaba: “nadie sabe nada, nadie habla salvo para decir lo autorizado, donde haya beneficios, primero la empresa, siempre la empresa”.

En estas ocasiones, sentía su cuerpo como aquel muñeco de trapo que de niño apretaba al bañarse y exprimía con todas sus fuerzas para extraer la más mínima gota de sus entrañas.

En presencia de su señoría, mostró máximo respeto y una idea única, obsesiva, que el incidente quedara en un acto irresponsable de juventud, con las eximentes oportunas. Bajo ningún concepto podía llevarse a cabo un rastreo de quien era aquel DAB y su relación con Play&sex.

Esa noche, DAB tuvo que pasarla en los calabozos del juzgado, sin otra consecuencia que la multa establecida en el Código de Circulación y la retirada temporal del carnet de conducir.

Después de todo, aquello era un mal menor, lo máximo que se podía conseguir.

Consiguió tranquilizar a la madre de DAB mientras la acompañaba hasta el vehículo que la llevaría a casa.

Ya en su coche, Alejandro miró su mano izquierda mutilada sobre el volante de cuero. Venía a su memoria la sonrisa del verdugo mientras esperaba la orden para seguir troceándole y su desencanto cuando se dio por terminada la lección.

La noche que cambió su vida vuelve en ocasiones a su pensamiento. Sabe que la rueda de sus actos acelera a cada instante. No mira hacia atrás, no es hombre de nostalgias, pero, haber perdido el control de su vida, a veces le supone un peaje excesivo.

Después de todo, la vida es un sendero estrecho con guijarros que hieren los pies descalzos o una ruta cómoda, sombreada por todo lo que otros se afanan por conseguir y está al alcance de muy pocos. Solo de los elegidos. Él, ahora transita sus días con lo que siempre soñó al alcance de la mano. Añorar la miseria de los otros es de cobardes. Volver a sus orígenes es perderse por un camino que borró las huellas de sus pasos, que solo la nostalgia emboscada en un rincón inaccesible de su mente se resiste a abandonar.

El jefe lo llamó pasadas varias horas. Estaba en su casa, en la mano un güisqui con agua y un cigarrillo de maría en los labios. No escuchó la felicitación que esperaba. Aquel hombre, no comprendía que su dinero no llegaba a todas partes, demasiado bien habían salido del percance, pues no solo se consiguió que el peatón retirara la denuncia, también la portera ofreció una nueva versión que dulcificaba lo dicho ante la policía.

Cuando colgó el teléfono, apuró con fruición los restos del cigarrillo, encendió otro, y se tiró sobre la cama mientras esperaba el lento discurrir de la noche porque el sueño, hoy no llegaría. Su mano derecha, en un movimiento involuntario, palpó el dedo seccionado en busca del minúsculo trozo de su cuerpo que cuando cayó al suelo alguien pisó como si fuera un excremento.

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