Calabaza, calabaza… – Un relato de Tomás Gago Blanco

Calabaza, calabaza… – Un relato de Tomás Gago Blanco

Calabaza, calabaza… [Relato]

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John Singer Sargent – Gourds [1908 – Brooklyn Museum – New York – USA]

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Calabaza, calabaza…

El sol de agosto silencia el pueblo. A la hora de la siesta solo se oyen por las calles nuestros pasos precipitados camino de la era.
Dice que quiere jugar mientras corre a nuestro lado con la respiración agitada. Se limpia los mocos con las manos; la mirada bisoja, sus toses.
Con cuidado colocamos las porterías, una piedra a cada lado, el espacio lo medimos con los pies procurando que sean iguales. El campo de juego tiene límites variables, si la pelota sale o no sale se decide sobre la marcha, depende de la autoridad ganada.
Dejamos que nos siga con su bamboleo inevitable, como una sombra coja.
Elegimos los equipos.
—Con él somos trece, sobra uno
—Que sea el árbitro
Corretea tras la pelota tocando el pito a destiempo mientras arrastra sus piernas torpes de pies diminutos.
—Pásamela
—Mía, mía
—¡Aparta idiota!
Al final, olvidamos los pitidos, pasamos a su lado sin verlo, de rebote algún balonazo.
—Ha sido sin querer, queriendo.
Ya cansados, a última hora le decimos:
—Esta tarde a las ocho, antes de ponerse el sol.
—No sé si me dejará mi madre.
—A las ocho. Si no vienes, despídete de entrar.

Era invierno cuando nos acercamos a la pared trasera de la casa. Las calles oscuras, la luna, solo de refilón entre las nubes. Alguien había visto, desde la puerta abierta, el vasar apoyado en la pared desnuda de la cocina.
Todos sabíamos qué hacer, lo habíamos visto a los mayores, esconderse tras las tapias o correr hasta la otra punta del pueblo y, al rato, juntos de nuevo en el pórtico de la ermita.

Quitamos sin cuidado las piedras sueltas del mechinal. De tan viejos, eran sordos como tapias. Solo dos vacas esqueléticas y un cerdo para la matanza. Ni perro en el corral. No tener hijos los condena. Nosotros somos hijos y hacemos respetar las casas y las huertas.

El muro, un brazo de ancho; con la última piedra, si nos poníamos de puntillas, se vislumbraba un parpadeo de candil.

Con un cambizo roto que alguien abandonó entre las zarzas, todos juntos levantamos los brazos, era como llevar un cristo en Semana Santa, lo embocamos elevándolo sobre nuestras cabezas.

—¡A la una! ¡A las dos! ¡A las tres!

El golpe de la madera sobre el vasar lo estrella contra el suelo. La loza y las cazuelas al caer con estrépito apagan un instante el canto de los grillos.
Sin movernos esperamos la llave hurgando en la cerradura del postigo para salir a la carrera.

No abren la puerta de la calle. Solo, voces de resignación. Ya están acostumbrados.

Esto es aburrido, nos miramos un instante y salimos de la huerta con los gritos y las risas.

Encajado en la pared queda el cambizo, mañana pasaremos para ver al viejo retirar el madero.

“Calabaza, calabaza
Cada uno para su casa
Y el que no se quiera ir
Que se quede aquí a dormir”

De regreso al pueblo se rezaga al caminar, balancea la cabeza de un lado a otro, como si su cuello no pudiese soportar el peso. Le dejamos llevar el balón entre las manos, a veces le damos un golpe para que bote incontrolado y corra tras él con pasos inestables, luego, se esfuerza para acercarse con su trote desigual y escuchar mejor lo que decimos.

—Allá tú, todos hemos pasado por el pozo. No olvides llevar el gallo y las cerillas.

—¿El gallo?

—Sí, el gallo, nosotros llevamos gasolina.

El pozo lo descubrimos hace tiempo en la dehesa abandonada. Se comenta en el pueblo que los dueños huyeron durante la guerra, los mataron como perros en el monte. Los pastos, ahora son de todos, se aprovechan con las vacas y las ovejas. Está rodeado por un cobertizo casi oculto en la maleza. El alcalde, hace años, lo cercó con alambre de espino, hay que arrastrarse por el suelo con cuidado para no engancharse en los alambres oxidados. Con una azada removimos la tierra y cavamos un surco que se llena de agua con la lluvia.

El tejado deja libre la enorme boca del pozo. Desde el fondo se ven las estrellas, si te tumbas sobre la tierra húmeda puedes verlas cambiar de posición.

Una escalera de piedra apoyada a la pared baja dando vueltas. Cada vuelta más frío y más sombras. Las voces rebotan y confunden. En el fondo, una mesa circular de piedra y tres galerías hundidas. En la piedra está grabado un compás y una escuadra, que lo vimos con las velas de la iglesia. El pretil era de madera, lo utilizamos para hacer lumbre, ahora es más interesante y peligrosa la bajada, si está oscuro arrimados a la pared para no caernos. A veces, cuando el sol está vertical sobre el fondo y el reflejo de la mesa ilumina las paredes, bajamos entre gritos perseguidos por el eco.

“Calabaza, calabaza
Cada uno para su casa
Y el que no se quiera ir…”

Llega sofocado, su cuerpo oscila al caminar, en la mano, un pollo cabeza abajo con las alas huecas.

—No pude coger el gallo, corría demasiado.

Con la mirada atenta observa nuestras caras. Luego, nos sigue a través del brezo y las carrascas. Gatea por el surco en un revuelo de plumas y de polvo hasta que siente el alambre rasgar la camisa y arañar su piel. Entonces, se aplasta sobre el suelo y continúa. Cuando está dentro, escupe tierra y se limpia la boca con las manos. Al descender vemos unas gotas de sangre que dan color a la palidez de su espalda.

La escalera está inclinada en algunos tramos, vencida hacia el interior, hay escalones que se mueven al pisarlos, parecen dientes a punto de desprenderse en una boca gastada.

De pie, rodeamos la mesa, en el centro, el pollo al que hemos atado las patas agita las alas en un intento vano por liberarse.

—Emborráchalo, emborráchalo…

Le acercamos la botella con gasolina que sacamos del coche del cura, aspirando por un tubo. Como nunca lo cierra, aprovechamos para coger algunas hostias y beber vino de misa.

Con una mano le abre el pico mientras con la otra empuja su cabeza sobre la mesa, luego, echa gasolina sobre el pollo que se retuerce y acaba con las plumas empapadas.

—Ahora, suéltalo.

El pollo, va de lado a lado en el círculo que formamos por los manotazos que recibe. A veces, se queda quieto, con un goterón de sangre en el pico que se encoge y engorda hasta caer de golpe sobre la mesa.

El primer día que vimos el pozo, a patadas, desde la orilla, tiramos el perro que nos seguía a todas partes, queríamos saber si los perros caen de pie, como los gatos. El golpe seco sobre el fondo y los gañidos dejaron claro que los gatos son más listos. Con el espinazo roto subió las escaleras, se quedó quieto en el borde mismo con las patas traseras colgando del último escalón y la nariz palpitante, parecía tan sorprendido como cada día. Lo dejamos con el morro tembloroso sobre la hierba. Al día siguiente, el cuerpo del perro había desaparecido. A las doce nos tumbamos en el fondo alrededor de la mesa, no había luna en el cielo y sobre el borde de hierba seca, parecía que estaba pintada la Osa Menor con la estrella polar en la perpendicular del mismo centro de la piedra.

“Calabaza, calabaza
Cada uno para su casa…”

Volvemos a atarle las patas y sacamos papeles arrugados de los bolsillos. Los colocamos con cuidado a su alrededor. Parecen abrigarlo del frio y la humedad que brilla en las paredes.

—Saca las cerillas —le decimos— queremos ver el fuego y oler las plumas al churruscarse.

Con las manos mojadas de gasolina el fosforo se pega a sus dedos. Una, dos, tres cerillas.

—Ráspalas en la piedra, la caja está empapada.

Le tiemblan los dedos cuando la llama surge al final de la varilla. Tarda un instante en acercar el fósforo a los papeles que comienzan a arder mientras sus dedos lanzan destellos por los restos de gasolina y el fósforo pegado.
Las llamas oscuras del papel se mezclan en nuestros ojos con los reflejos de la gasolina y el animal incendiado dando botes y giros sobre la mesa. El fuego rodea su cuerpo como una aureola que eriza sus plumas un instante en un estallido sordo y un rastro de humo blanco. Después, el pico se deforma y se curva hacia los ojos endurecidos y ciegos por el fuego. Nuestras pupilas multiplican la pequeña hoguera y los espasmos en una secuencia abrasada de cinematógrafo.

Observamos en silencio, sin la sorpresa de las primeras veces. Cuando se apaga el crepitar de las plumas y el humo oculta los últimos espasmos, el olor a carne quemada nos empuja por las escaleras al aire fresco de los pastos. Con las últimas cerillas miramos sus dedos llenos de quemaduras. Le cuesta deslizarse bajo la alambrada. Al palmear su espalda se abren las heridas que dejan en nuestros dedos, una huella pegajosa de sangre caliente.

Comenzamos a correr mientras oímos cada vez más lejana su voz entrecortada y extraña, como un cuchillo oxidado en el sonido hueco de la noche.

Llegamos al pueblo sin más compañía que el ruido de las voces y la respiración agitada.

Lejos, se oye su llanto leve y el rozar disonante de sus pasos.

Junto a la ermita, como cada noche, nos separamos con el juramento de silencio.

“Calabaza, calabaza…”

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Tomás Gago Blanco

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