Lo poco, la nada – Un relato de Tomás Gago Blanco

Lo poco, la nada – Un relato de Tomás Gago Blanco

Lo poco, la nada [Relato]

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Lo poco, la nada

Las voces de los niños en las noches de verano, cuando el viento nocturno acaricia los rostros curtidos por el sol, son novedad.

Hace tiempo, el murmullo infantil que inundó las calles cesó al cerrarse la puerta de la escuela. Ahora, todo es silencio a la hora de la siesta.

Nadie tiene la culpa de que los jilgueros hayan muerto, nadie sabe por qué la escuela, con el tejado hundido, tiene las paredes inclinadas, y las hojas de los libros se arremolinan con el viento y revolotean en juegos infantiles a espaldas de la gente. Nadie extraña la ausencia de los pantalones cortos en los cuerpos menudos, y las rodillas con mataduras y costras al final del verano.

La luz despierta a la misma hora, y el bochorno enaltece la sombra de los corrales. Ya nadie pasea cuando el sol agosta el fruto escaso y la frente tersa; Las voces juveniles no resuenan por las calles, ni las carreras, ni el guirigay camino de las pozas donde alguna rana canta sobre las hojas de los nenúfares y los lirios acuáticos.

El tiempo fue lo primero que huyó de este lugar; demasiado trabajo para brazos que fueron envejeciendo al caer la tarde en días sin ilusión. Se paró el reloj de la espadaña y su pérdida fue un dolor leve, otra despedida, como el ladrido de los perros. Solo los gatos calientan algunas zapatillas de cuadros en las cocinas apagadas.

Los que salieron, sin saber que huían, vuelven la mirada hacia esta Comala de misterio y olvido donde, como un desierto de la vida, todos están vivos sin saberlo. Desde el altozano que domina el pueblo, pueden verse las viviendas, unas sobre otras, tan juntas, que parece que se abrazan. Sin embargo, al huir la presencia de los hombres, todas las esquinas ocultan el misterio repetido de la soledad y el abandono.

Hay quien, al pasear las calles desiertas, observa la tierra que siempre ocupó su lugar como una continuación de los caminos, avanzar cautelosa para volver despacio a los rincones, allí, donde el cemento se cuartea con el sol y la lluvia. Hasta los tejados se visten de musgo para retener el agua escasa de la lluvia y humedecer las vigas de madera que, poco a poco, pierden su color ante el avance de la oscura podredumbre que las debilita, para arrancarlas de las paredes de barro y paja.

El viajero pensó que todo estaba muerto. ¿Dónde estaba la gente que un día corría por sus calles? Pensó en la furia del tiempo, en los estragos del agua, en el viento y en el frio. Pensó en el sol implacable y en las decisiones ajenas que ahogaron la vida de los que allí nacieron.

¡Todo estaba muerto!

Eso pensó el viajero ignorante, el buhonero que buscaba compradores para sus baratijas, el que miraba sin ver la luz que atraviesa las ventanas. El que esperaba encontrar agua fresca en las puertas porque desconocía la fuente rodeada de espadañas.

Tampoco vio la zarza con sus brotes tiernos, ni la ortiga de un verde olvidado. El agua del pozo con su frescor permanente estaba escondida y desierta a su espalda y, allí quedó, con la tela de araña en su boca de lobo.

Huyó temeroso del panal de la avispa, del nido del tordo, de la mirada sorprendida del perro que huía.

Cuando salía del pueblo creyó oír un grito y volvió la cabeza. Alla arriba, las cigarras taparon las voces dormidas, los botes vacíos que el viento arrastraba, como perros famélicos, tras sus pasos veloces. Aceleró su camino para huir de aquella desgracia y, no pudo escuchar la risa del roble, el crujir de la rama arrancada, la sumisión del junco que los niños utilizaban para hacer combas al salir de la escuela. La soledad que volvía a gobernar aquel pueblo tan lleno de vida, tan lejano de hombres, tan cercano a la tierra primera.

Cuando ya estaba lejos, el pardal salió de su nido, el ratón escuchó la pisada del búho y huyó a su refugio. El viento, señor de las calles, jugó con el polvo y movió las ramas más altas de los chopos, para escuchar el sonido de lija que al atardecer cubría las casas como un concierto de sombras, como una voz añorada.

No estaba muerto, todo era vida. Aquella vida antigua que nadie recuerda, la que escondió su color al escuchar las pisadas del hombre: con el golpear de las piedras para crear un hogar, para construir un camino, para abrir un surco donde la hierba reinaba. Para hacer una zanja como herida que el tiempo y la lluvia acrecientan.

Cuando el pueblo recobró su silencio, todo volvió a su comienzo. La mala hierba que decía el labriego, era la hierba buena, la hija de la tierra yerma. La que crece con libre albedrío, la que no necesita abono ni riego. La que está acostumbrada a morir al final del verano y nacer con las lluvias y el frio.

Qué gran lección para el hombre que no sabe leer lo que dicen las piedras. Que desconoce el valor de las cosas sencillas, que acumula el exceso para arrojar lo podrido avanzado el invierno. Para acabar con lo que tantos años estuvo inalterado y seguro.

¡Qué suerte que el pueblo se muera!

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Tomás Gago Blanco

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