Y Hopper pintó a Lucía – Tomás Gago Blanco

Y Hopper pintó a Lucía – Tomás Gago Blanco

Y Hopper pintó a Lucía

 

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Tienes dudas hasta última hora. Tenías previsto aprovechar el fin de semana para ir a esquiar con Lucía, mejor dicho, para aprender a esquiar. Hasta habías comprado el equipo completo, salvo los esquíes, Lucía dice las tablas, pero el viernes comenzó a llover y la nieve desapareció. Se suspendieron las clases y la oferta de conocer las pistas sin nieve y unas clases teóricas te pareció un saca cuartos para tontos. Además, Lucía, sin nieve, no quiere saber nada de la sierra. Luego pensaste llamarla para ver la exposición de Hopper que inauguraron hace unos días, pero, imaginas que tal vez tenga otros planes, y cuelgas el teléfono antes de marcar.

Por eso, cuando Roberto te dice que van a abrir una nueva ruta en la Cueva de los Lobos decides ir. Acordáis que, como eres profano en espeleología, permanecerás en el campamento base para dar apoyo a los que intenten abrir la nueva ruta. La entrada de la cueva está en la ladera de una loma, por la parte norte, donde el hielo es constante hasta la primavera. Te resbalas porque tus botas no son adecuadas y quedas algo rezagado de los demás. Un resbalón, y una marca en tu rodilla.

Debías haber seguido tu primer impulso, Hopper es luminoso y, sin embargo, pasarás el día bajo tierra. Además, la sonrisa de Lucia tiene un efecto balsámico para guardar en la memoria toda la semana. Sus manos, trazadas con precisión milimétrica se mueven como las alas de un pájaro. Hay momentos que parecen flotar independientes del cuerpo.

Cuando entráis en la cueva la decepción es lo primero que viene a tu cabeza. Aquello parece un refugio de pastores por la suciedad y los restos de fuegos antiguos, pero, un recodo y una abertura de apenas setenta centímetros conducen, por un estrecho pasadizo que se retuerce torturado como una vieja chimenea de volcán, a la Sala del Órgano. Aquí establecéis el campamento base. Cuando la luz de las linternas ilumina aquel espacio inmenso aprecias su belleza. Desde la bóveda, cayendo en una cascada compacta, observas el racimo de estalactitas que descienden como tubos hasta el suelo. Los hay de distintos colores y grosor variado. Una inmensa sala convertida en auditorio del silencio. Te sorprende la paciente constancia de la naturaleza y el laborioso proceso de cincelar sus entrañas en silente oscuridad. Deambulas ensimismado hasta una zona alejada cuando escuchas gritar tu nombre. Ante ti, está la sima que lleva al río subterráneo al que las lluvias de los últimos días han aportado un caudal profundo que llega mortecino a tus oídos. Un temor súbito acelera tu corazón y retrocedes asustado.

Apenas llevas unos minutos en la cueva y ya sientes que este año tampoco aprenderás a esquiar, que Hopper no esperará tu regreso, y no alcanzarás a sentir, o a imaginar, lo que transmiten sus pinturas. Solo recuerdas uno de sus cuadros, que tú llamas, el óleo de Lucia. Aquella tarde, sentados uno al lado del otro, tu rodilla izquierda se apoyó en su rodilla desnuda, pues su falda se había recogido levemente cuando ella cruzó las piernas bajo la mesa. Luego, acercó su taza de café y continuó hablando de pintura mientras te mostraba unas láminas de lo que llamó nuevo realismo americano. Ésta eres tú, dijiste sin pensarlo, y tu mano, al señalar la mujer pensativa y solitaria, ocultó el radiador con manchas de óxido pintado bajo la ventana. Lucía te miró un instante y llenó tu espacio con su risa.

Recuerdas la mujer sentada que inclina su cabeza ante una taza, en una mesa aislada, en una estación perdida de la América profunda, que podría ser éste mismo espacio, real y metafísico a la vez, por el frío y la soledad y la negrura que todo lo rodea. Éste mundo oscuro, como las ciudades luminosas de Hopper, sin multitudes, con seres aislados que intercambian unas monedas por un café en un expendedor automático, sin hablar con nadie.

Cuando quedas solo, entre mochilas, arneses y accesorios cuya función desconoces, con una luz mortecina, porque los demás se han llevado las voces y los cascos y las lámparas y la sensación de que algo importante puede acontecer, miras los reflejos en la cúpula de pequeñas estalactitas con caprichosas formas bulbosas, y la base circular de las estalagmitas que han sido arrancadas, a ras de suelo, para adornar las casas de recreo y los jardines de los chalets que se ocultan tras un muro en la zona residencial de la ciudad, solo tu voz continúa pegada a tu piel porque todo lo demás es extraño, como tu piel emitiendo calor por todos sus poros es ajena a ese mundo inerte. Piensas que, tal vez, todo forme parte de una belleza oculta, solo accesible para quienes desprecian la luz de la mañana, a espaldas del sol que hace brotar la vida. ¡Como si bajo tierra, la oscuridad no formase parte de la vida! cara y la cruz de la naturaleza, única y dual.

Sin embargo, no puedes evitar preocuparte porque Lucía tal vez sepa que preferiste una gruta salvaje y olvidada, a su compañía, porque será confesar que te importa menos su presencia que una oscura cavidad, silenciosa y húmeda.

No quieres pensar, y menos imaginar que tus amigos pueden haber encontrado otra salida, lejos de donde tiritas de frío, con la lámpara que pierde intensidad y pronto todo será negrura, y silencio, y pánico, porque no recuerdas los estrechos recodos y pasos recorridos que deberás atravesar de nuevo para ver la luz del sol.

No es momento de ajustar cuentas con tus decisiones. Ni de olvidar a Lucía que espera el momento de imaginarse sentada, con la mirada perdida a través de la ventana, como Hopper sienta a sus mujeres, observando lo desconocido, la libertad.

No habías pensado pasar ésta mañana enterrado a escasos metros de la luz del día. Ni dejar a Lucía para acompañar a quienes te abandonan, porque ellos sí disfrutan de vivir como insectos, arrastrándose por tubos de magma solidificado en total oscuridad, apoyando los codos para desplazarse, con los brazos por delante de su cabeza para no quedar atrapados, bloqueando los que esperan su turno de los que ya han pasado camino de esa ruta desconocida que no saben si existe o es una teoría absurda inventada para justificar nuevos retos.

La decisión está tomada, tienes que intentar salir de ese encierro ahora que la luz está definitivamente agotada. Cierras los ojos, porque ese gesto inútil crees que te permite orientarte, recordar los pasos que seguiste al entrar en la cueva, los giros, el tacto áspero de la roca, la liviana humedad deslizándose silenciosa por la pared. Pero. Hacia dónde caminar. Si contienes la respiración te llega un murmullo de agua que todo lo envuelve. Estás desorientado y no te atreves a moverte. Sabes que la sima espera con infinita paciencia, y llama en un murmullo que el eco amplifica con falsa voz.

A tu mente regresa la mujer solitaria, Lucía sentada, Hopper trazando, con un pincel liviano, los dedos de su mano derecha sobre el asa de la taza, la mano izquierda oculta por el guante de cuero que contrasta con el verde de su abrigo, porque Lucía siente el frío que ocupa tu cuerpo, y junta sus piernas bajo la mesa solitaria en un gesto íntimo. Y tú, no puedes abandonarla en la oscura noche que la rodea, en el solitario paraje donde no sabe que te espera. Tienes que regresar junto a ella, dejar atrás todo lo que lo te llevó a este encierro.

Caminas a gatas buscando el camino de regreso, arrastras una mano y otra mano, tanteando el suelo helado. A veces, cambias de dirección porque parece distinguirse un destello, o un soplo de aire que indica la salida. Y avanzas y retrocedes, y tiemblas y lloras y te deslizas por espacios que apenas permiten el paso de tus hombros. Y tropiezas y caes por una oquedad que maltrata tu cuerpo hasta que lo deja abandonado en una posición inverosímil. Tu pierna cuelga inerte de un reborde donde tu mano no encuentra el suelo áspero, ni el barro endurecido, solo el vacío y el viento ascendiendo de un espacio hueco, y tu mano, temerosa, se recoge en un gesto incontrolado junto al pecho, y quedas inmóvil, con la respiración que te impide escuchar si al fondo está el sonido lejano del río tumultuoso y oculto.

Podrías saltar a la oscuridad, como en un sueño. Tu cuerpo, un cuerpo ajeno rebotando de nuevo, con jirones arrancados por las aristas de la oquedad que, como un embudo, tal vez conduce al torrente oscuro y, Lucía, esperando inmóvil donde Hopper la pintó, hermosa, como una diosa abandonada, viendo marchitarse la fruta que rebosa de la copa apoyada en el alfeizar de la ventana.

Sabes que no has cumplido las reglas. Abandonaste el lugar establecido, el campamento base, donde todos esperaban encontrarte, la estación donde Lucía soportaba la soledad de la espera con la liviana protección de su sombrero de fieltro ocultando sus ojos entornados y su boca roja sin una mueca de disgusto. Su boca roja y las rojas manzanas al alcance de su mano.

Apoyas tu cuerpo en la roca húmeda rodeado de vacío, incapaz de moverte, esperando que vengan a tu encuentro, porque quieres imaginar que vendrán en tu busca, su sorpresa al no encontrarte, sus voces inaudibles, su rabia por estropearles este día.

O tal vez, el agua mineralizada que empapa tu ropa y deja a su paso un perceptible rastro de calcita, cubra tu cuerpo poco a poco, opacando tu mirada, mientras transforma tu figura de atlante, definitivamente olvidado, y lo preserva de la nada.

Muy lejos, Lucía, sin soltar su taza, sueña que llegas sofocado, sonriendo en medio de la noche, y abres la puerta, y te sientas en la silla colocada frente a ella para acariciar su mano desnuda y fría por la espera, mientras tu mirada recorre su rostro y os rescatáis de la soledad.

 

 

Edward Hopper – Automat [1927 – ‎Des Moines Art Center, Des Moines]

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Tomás Gago Blanco