Muerte en Venecia – Un relato de Tomás Gago Blanco

Muerte en Venecia – Un relato de Tomás Gago Blanco

Muerte en Venecia

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Llegué a Venecia la misma semana que se fue de casa. Siempre tuve la sensación de ser un perdedor hasta que ella se fijó en mí, por eso, volví al fango con una sensación de reencuentro y paz interior el día que su maleta rodó tras ella hasta la puerta del ascensor. Todo volvió a ser igual que antes de conocerla, amigos de ocasión que se aprovechaban de mi dinero, y mujeres que no soportaban mi compañía ni mi tarjeta de crédito.

Puse tierra por medio, casi tendría que decir que puse mar, o aire, porque volé a Venecia con la esperanza torpe de que mi estrella podía cambiar. Buscaba conocer gente nueva que me viese como un borracho más.

Localicé el Harry’s Bar y decidí actuar como lo haría Coleman ante Ray. Después del quinto Bellini me sentí estúpido, pero levanté la mano para pedir al camarero otro cóctel de champán.

—¿Recuerdas a Patricia Highsmith? —Dije mirándole a los ojos. El camarero meneó la cabeza condescendiente mientras retiraba la copa vacía y colocaba en su lugar la que traía en la bandeja.

—En su novela Those who walk away —dije con voz aguardentosa y mi inglés autodidacta, mientras lo retenía agarrado por el faldón de su chaqueta—, Coleman, un pintor americano de dos metros, se pasaba las noches bebiendo Bellinis en esta misma mesa, y trajinándose a una cuarentona, alemana o francesa, no recuerdo bien. Además de intentar cargarse a su yerno, un americano pusilánime como yo.

El camarero, sin violentarme, soltó mi mano y se retiró con una media sonrisa que me pareció de pena más que de comprensión. Volvió al poco con un plato cubierto por una servilleta inmaculada.

Tartine —dijo con una sonrisa que se estrelló en mi estúpida cara. —Tartine di caviale, per il signore— y sonrió de nuevo mientras se retiraba. Nunca me gustó el caviar, y menos aquellos canapés que parecían de plástico triturado con una mano de barniz.

Yo continuaba sentado frente a la puerta, como Coleman se sentaba mientras bebía aquella bazofia que me estaba dando ganas de vomitar.
De pronto entró ella. Es posible que hubiera entrado un poco antes pues estaba en la barra del bar con una copa en la mano, los brazos dorados por la brisa del Adriático y las piernas sugerentes y seductoras. La izquierda sobre la derecha, con una ligera oscilación, arriba y abajo. El zapato, suelto del talón, se balanceaba en la punta de los dedos con peligro de caer al suelo de un momento a otro. Tenía un tobillo delicado, frágil, como una copa de Murano.

La donna è mobile —tarareé mientras me levantaba con la rapidez que me permitía el ligero sopor que sentía, y con una rodilla en tierra coloque su zapato mirándole a los ojos.

Signorina —dije sin saber cómo continuar. Ella me sonrió, tomó mi mano para que pudiese incorporarme y me acompañó a la mesa donde me esperaba un nuevo Bellini. Su pie desnudo rozó el interior de mis rodillas mientras con su dedo recorría el borde de mi copa.

Salimos de la mano a la noche llena de turistas y de sombras. Más sombras que turistas en los puentes y pasadizos por los que su perfume más que su mano me guiaba.

Después de unos minutos caminando llegamos a un campo empedrado donde, el brocal de un pozo con cierre metálico, era la única vista que tenían las casas antiguas, de escasa altura, que lo rodeaban. Por un callejón angosto desembocamos ante un palacio de arquitectura bizantina. Una puerta oxidada se abrió en la verja de hierro forjado que cerraba el jardín de setos descuidados y rosales silvestres que, en su día, adornó aquella casona de aire decadente. Un sendero casi oculto en la maleza nos llevó hasta la escalera helicoidal que comunicaba por el exterior los cuatro pisos del edificio. Al llegar al segundo nivel me asomé a la balaustrada y vomité.
Povero Palazzo del Bovolo —dijo mientras me sujetaba cariñosa. Yo me limpié con la manga de la americana y la miré con ojos turbios de alcohol.
En la tercera planta abrió una puerta, y después de caminar por pasillos abiertos a un canal nauseabundo llegamos a un dormitorio de azul intenso y espejos en las paredes y en el techo.

Cuando se cerró la puerta, me sentí incapaz de saber dónde estaba la salida. La mujer se desnudó cientos de veces y multiplicada, acercó su madura gravidez a mi sonrisa suficiente. Mientras me despojaba de la americana murmuraba con sus labios en mi oreja y su perfume en mi cerebro, —va bene, va bene…

Caímos sobre la cama y recuerdo vagamente mi mano en su seno y en sus piernas.

Desperté con los flashes de los carabinieri haciendo fotos del lugar del crimen. Tenía una pistola en la mano y arañazos en el pecho. Junto a la cama yacía inmóvil un hombre de pelo rizado en un charco de sangre. La mujer que me había guiado hasta aquel lugar sollozaba mientras me amenazaba con el puño e intentaba abrazar al pobre desgraciado.

No me quedó buen recuerdo de Venecia, ni de los canales que humedecían las celdas de la comisaría donde permanecí varios días.

Sin embargo, pasado un año, cuando me ofrecieron trasladarme a España para acabar de cumplir mi condena, decidí quedarme. Me sentía como Casanova, inocente y esperanzado con evadirme del calabozo donde soñaba cada noche con aquella mujer en mis brazos, escuchando los violines del Florian.

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Tomás Gago Blanco

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