Espantajo
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“Chistes, chistes de amor”.
Oigo su vocecilla entre el griterío. Nos mira abarcándonos con su mirada a través de unos ojos apagados.
Los estudiantes formamos una masa homogénea, previsible. Pantalones anchos, melenas, barbas desaliñadas, ropa cómoda y desgastada.
Formamos una cola irregular desde la taquilla del cine. Faltan dos horas para el comienzo de “Barry Lyndon”, allí estamos los incondicionales de Kubrick, algunos despistados y los espectadores de proximidad, como los llama Teresa que no suelta mi mano mientras aprieta su cuerpo cálido contra el mío.
“Chistes, chistes de amor”.
Las palabras se repiten cada día, cada año. Allí donde los jóvenes esperamos con revuelo y expectación una nueva película ella ofrece sus chistes de amor por unas monedas.
Tiene un cuerpo escuálido que balancea con sosiego sobre unos coturnos desgastados. La melena es una mata de zanahorias con cabellos sin control, los ojos, sin vida ni esperanza.
Lleva un vestido multicolor ceñido a un cuerpo inexistente, una vara que el tiempo va encorvando, ajeno a nuestras risas, a nuestra indiferencia.
Su cara es una máscara de afeites y colores. Se mueve entre nosotros como uno más. No le importa el círculo de vacío que provoca su presencia.
El primer día que la vi, la pensé subida a una higuera, con los brazos en cruz ahuyentando los gorriones.
No sé dónde vive. Ni dónde duerme. No sé lo que come, ni sé si come. Una vez le compramos un chiste por el precio establecido, y luego me avergoncé de mi tacañería.
Se volvió una rutina encontrarla en los estrenos de la Filmoteca, en el Cine Estudio Magallanes. Estaba allí donde podíamos ver a Bertolucci, a Pasolini, a todo el cine italiano que marcó nuestra vida de estudiantes comprometidos.
Ella siempre imperturbable, esperaba de nosotros lo que nadie podía ofrecerle, sabía que era el único lugar donde no estorbaba, el único sitio donde podían fundirse sus sueños muertos con nuestras esperanzas al alcance de la mano.
Su aspecto único e irrepetible me sugirió un espantajo melancólico y trágico, un cuerpo desmayado y valiente, que nada espera porque nada ha obtenido de la vida.
Un día desapareció. Debería decir que un día como otro cualquiera dejé de oír su voz. Al principio note un vacío íntimo, la ausencia de algo que había crecido en mi interior, algo necesario y superfluo. Pasaron muchos días hasta que comencé a buscarla entre las risas y el tabaco de los que esperábamos.
Hace mucho que no viene, dijo Teresa con su boca sobre mis labios. Me retiré de su cuerpo con un movimiento brusco. Me sentí traicionado. Ella lo sabía, desde el primer día supo su ausencia, con la intuición que las mujeres tienen para esas cosas. Sin motivo, pensé que sus caricias me habían alejado de aquel ser abandonado e inútil. Me sentí culpable, y cobarde, y trasladé a ella mi culpa. Quise, cuando ya era tarde, que supiera, que me importaba aquella presencia extravagante. Me importaba su presencia porque denunciaba nuestro mundo consentido de estudiantes sin preocupaciones, de revolucionarios de café, de manifestaciones que nos hacían progres de salón.
Todo se volvió más falso en mi vida, que ya arrastraba una parte importante de culpa y falsedad. Miré a mí alrededor, la revolución continuaría sin mí. La sociedad del futuro no me necesitaba. Sin mí había comenzado y nadie me echaría en falta.
Aquella tarde, al llegar al Johnny busqué los chistes que un día le compré. Solo había apuntes de economía, matemáticas y derecho. Mi cerebro repetía una y otra vez, como un disco rayado, “Chistes, chistes de amor”.
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Tomás Gago Blanco