Un hotel a las afueras y un puente en la ciudad
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Es cierto que el hotel estaba a las afueras de Praga, rodeado de oficinas en construcción y parques policromados por basura abandonada, con bancos rotos y vagabundos malolientes, pero no me pareció suficiente para el enfado que oscureció su rostro y dejó sus labios sin palabras y sin risas.
La noche, con la luna como única luz, dibujaba sombras irreales con grúas y edificios abandonados. La ciudad, réplica universal de todas las metrópolis, moría en aquellos rincones alejados y oscuros de los que, de manera lenta e inexorable, brotaba nueva vida cuando los arrabales se movían para alejarse de los edificios de acero y cristal que, como autómatas, iban ocupando espacios antes reservados a los chamizos y a los escombros.
El suburbano, un agujero oscuro de granito con restos de orines y vómitos, tampoco invitaba demasiado a aventurase en sus entrañas. Sin embargo, no estaba dispuesto a ceder a sus caprichos. “Me voy al centro”, dije invitándola a acompañarme. Se volvió con indiferencia y acabó de desnudarse mientras se dirigía al baño. Esperaba que su sensualidad me atrapara como de costumbre y anulara mi voluntad ¡Ya estaba cansado de su juego!
Zumbando como el insecto que se libera de la red salí de la habitación con la visión cálida de su desnudez y la voluntad de pasear como un turista aborregado y feliz, sin embargo, en el fondo, huía de los silencios incómodos y las miradas indiferentes que habían ocupado el espacio yermo que dejaba libre nuestro afecto.
Llegué a la plaza de la ciudad vieja y busqué el reloj en la pared del ayuntamiento. El lugar estaba atestado de olores a sudor y voces poliédricas que me empujaron hacia la casa de Kafka, a la izquierda del gentío que brillaba con los continuos flases, allí, en la cervecería que ocupaba los bajos del edificio, inexistente cuando el señor K paseaba por la ciudad, quise ver a Kafka e imaginar su mundo alienado e irreal. Pedí una cerveza y fui a sentarme al fondo de aquel espacio ajeno que subía y bajaba igual que una tormenta movida por un huracán. Me imaginaba en un cinematógrafo con imágenes en rápida sucesión, así veía los rostros de los que entraban y salían después de la tercera pinta. Luego, la sucesión vertiginosa de imágenes se trasladó a la calle y a los que iban y venían mirando como idiotas aquel reloj con su cuadrante astronómico y su calendario circular.
A través del cristal dorado por la cerveza veía todo mi ser disociado, por un lado mi mente, que me llevaba por territorios oníricos, con la excitación secreta de lo desconocido y añorado, y por otro, mi cuerpo, que unía un malestar íntimo, tal vez soledad, y palabras vacías, con aquella mujer que se refugiaba en su caparazón de cristal para no mancharse con la fealdad exterior. Soledad que compartíamos como un patrimonio acumulado con esfuerzo, sin saber que, tal vez, buscábamos lejos lo que teníamos al alcance de la mano. El adiós.
Casi eran las dos de una noche bochornosa, cuando volví frente al reloj. Lo vi derretirse y resbalar por la pared. Me pareció una estafa cambiarlo por el blando de Dalì. Sonaron las horas y los apóstoles, en procesión, se descolgaron por la fachada entre aplausos y reverencias orientales.
No quise ver más, cerré los ojos y decidí escapar de aquel lugar. Al girarme te pisé. Desde la niebla de mis ojos tu rostro me pareció modelado por Picasso. Tu nariz se asomaba por la oreja y los ojos oscilaban arriba y abajo al saltar de azul al amarillo.
El bochorno de la noche te había llevado a los pies de la lujuria mientras el esqueleto se movía al ritmo cansado de los siglos.
“Perdona”, te dije oscilando sobre mis piernas y me apoyé en tu brazo para no caerme. “Te sale una oreja de la boca”. “Y a ti te sale una peste que tira para atrás”. Y diste la vuelta para alejarte. “Espera”, dije mientras fijaba la mirada en tus hombros y agarraba tu blusa por el cuello. Después caí al suelo envuelto en los colores que se desprendieron de tu cuerpo dejando tus senos desnudos en medio de la noche. Los gritos de la gente y los silbidos me pintaron la boca más que la patada que me diste antes de recoger tu blusa para cubrirte y salir corriendo.
Al día siguiente, caminábamos por el puente de Carlos cuando te acercaste. “¿Te duele?” preguntaste rozando mis labios con tus dedos. Tu cara se había recolocado con griega perfección. Quedé inmóvil unos instantes y luego quise seguir tu mano en su movimiento. Tu sonrisa y mi actitud, acabó por romper lo poco que unía mi vida a la mujer que me había soportado aquellos años. “Estoy harta”, dijo, y su mano impactó con fuerza en mi rostro tumefacto. Las gafas salieron despedidas con aquella bofetada y unas gotas de sangre brotaron de las heridas que tu patada había dibujado la noche anterior en mi cara.
Sonreí como un idiota, o eso me dijiste. El sabor de la sangre me pareció un elixir y decidí seguirte. Isolda, escondiéndose entre cámaras colgadas de turistas, superponiendo cuerpos obesos y mentes caquécticas, tropezones, y el sol, que se negaba a salir, parpadeando un instante entre nubes para deslumbrar tu figura, bruñir el Moldava y difuminar tú pelo. Creí ver tus ojos fijos en mi rostro al caminar dándome la espalda y decidí que eras una maga, una curandera que hechizaba a los incautos, con tu velo blanco que es negro al deslizarse por el suelo mientras me cubres de terror porque presiento que te perderé sin conocerte.
O tal vez seas la ninfa que juega cada noche con el murmullo del río entre tus pies, que se acurruca en las sombras, bajo el puente, con tus cabellos, como fechas doradas, que vigilan urgidos por el viento, mientras te arrulla el agua que Smetana trasformó en melodía singular para conjurar tu presencia, tu caminar cadencioso y único, hasta convertirlo en lenguaje universal.
Decidí correr tras la estela que dispersaba tu imagen y se adhería a los que fotografiaban una tras otra las 30 estatuas falsas que cubren el puente que nos separa, que fija mi cuerpo viejo al pretil oscuro y lo aleja de tu pequeño cuerpo. Como dos ciudades antiguas, unidas por la astrología y la numerología, mi cuerpo, anclado a la vieja torre, se desgarra y despierta con tu caminar erguido, orgulloso de la sed que provoca. Cuando creía que nada volvería a empujar mis sueños hacia el cielo, lo siento vivo y palpitante, igual que la sangre en mis labios amoratados.
Tu presencia borra los enigmas de mi mente y devuelve un equilibrio a mi interior que durante demasiado tiempo ha estado roto. No sé si serás la nueva mujer, el inicio necesario que busco sin saberlo. Eres sin duda el motivo, el pretexto, la fecha exacta y el lugar mágico, el puente cabalístico que unirá mi esperanza y tu destino.
Si te vas y desapareces, seguiré la sombra de luz que ilumina tu paso decidido, que gira los rostros de los que pasan a tu lado, que es murmullo delator de tu presencia, y caminaré incansable hasta la derrota que marcará tu ausencia.
No temo esperarte acurrucado bajo las piedras sucias que dibujan el arco apuntado de la torre de la ciudad vieja, con su historia gótica de ojivas, estatuas, ventanas y pináculos ennegrecidos hasta la próxima secuencia capicúa de dígitos impares, como Carlos, para iniciar su puente, que me trasladará a tu vida. Tu figura, palíndromo perfecto, una esfera de infinitos puntos equidistantes, teje una perfecta ilusión, un capullo mágico de esperanza con seda de colores para descansar sin olvidarte.
Si un rey esperó la fecha mágica que uniría el puente a su historia yo soy capaz de esperarte en el infinito tiempo que tenemos, porque todo vuelve y se repite y acontece si encuentras el lugar exacto desde el que mirar.
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Tomás Gago Blanco
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Las imágenes insertadas en el texto son copias de fotografías realizadas por el autor.